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Alcanzaron Rivas y sus hombres también la playa, y allí se unieron a los de Andrade y a los marineros para proteger el embarque. Una vez que hubieron recogido a todos los heridos, Veiga corrió hacia el teniente.

– A sus órdenes, mi teniente -se presentó-. ¿Está usted al mando?

– Eso parece, alférez.

– Hemos embarcado a todos. ¿Queda alguien más?

– Veintitantos hombres, arriba. Hay que avisarlos.

Cuando recibieron el aviso, Molina y los suyos repelían ya a bayonetazos a los harqueños. La tropa europea se replegó primero al extremo norte del parapeto, mientras los policías supervivientes se deshacían de la última hornada de asaltantes. Habían tenido cinco días para desertar, pero ahora la lucha era enconada y sin cuartel. Cuando no podían enfilarlos con las bayonetas, Hassan y los suyos derribaban a patadas y culatazos a sus hermanos de sangre y de religión. Al fin Molina dio la orden:

– ¡Vámonos!

Mientras los policías echaban a correr, los europeos contuvieron con su fuego a sus perseguidores. Una vez que estuvieron todos reunidos, retrocedieron sendero abajo sin perderle la cara al enemigo, turnándose en las descargas. Disparaban los últimos cartuchos, pero cuando hubieron bajado lo suficiente pudieron apoyarlos desde la playa. A partir de ahí, sólo quedaban cien metros hasta la salvación. Molina vio que los de abajo, aun sin dejar de disparar, empezaban a subir a los botes. Todavía le quedaban unos quince hombres, que se habían ganado de sobra su derecho a salir de allí. Dudó una décima de segundo, porque sabía que una vez que diera esa orden cada uno estaría librado a sus propios recursos, pero al fin gritó:

– Abajo todos. ¡Cagando leches!

Todos se lanzaron hacia la playa, corriendo tan aprisa como les permitían sus piernas y el cansancio acumulado. El enemigo, al ver que huían, se arrojó rabioso en su persecución. Molina se fijó con envidia en los que eran más rápidos, como Hassan o González, que pronto le sacaron siete u ocho zancadas de ventaja. Tuvo la tentación de arrojar el fusil, para poder ir más deprisa, pero un prurito se lo impidió. Ya que había aguantado hasta el final, no podía dejar abandonada su arma. Aquel fusil, abandonado, serviría para dejar sin hijo a unos padres que lo esperaban, al otro lado del mar. Molina no pensó en sus propios padres, o pensó, conforme a su filosofia de la vida, que no podía ahorrarles el luto cargándoselo a otros. Sintió que el aire le faltaba y vio, como en sueños, a un policía y un soldado caer a su lado. Cada uno era ahora dueño y esclavo de su propia suerte, pensó, y siguió corriendo. Las balas rebotaban en el suelo, al fondo distinguía las siluetas oscuras de los barcos, y en primer término a los botes que le esperaban. González y Hassan ya saltaban a uno de ellos, mientras los demás iniciaban la retirada hacia alta mar. Sus pies empezaron a salpicar, y pronto el agua le subió hasta las rodillas, los muslos, el vientre. Unas gotas le cayeron sobre el labio y bajaron por la comisura hasta entrar en su boca. Sintió la sal en la lengua y tendió los brazos, vencido, hacia los hombres del bote. Uno le cogió con fuerza y le subió a bordo. Molina se dejó caer sobre la tablazón de la nave, que estaba húmeda y mugrienta. Alguien le dijo:

– Olé, mi sargento.

Molina alzó la vista y vio a González, sonriente. Los marineros le daban con fuerza a los remos y los que no estaban ocupados en esa tarea respondían con sus carabinas al fuego que los harqueños les hacían ya desde la playa. Ese intercambio duró hasta que los cañones de los barcos levantaron una nube de tierra y sangre sobre la orilla. Al fin el bote avanzó sosegado y seguro, sin que nada amenazara con truncar su singladura.

– Eso ha tenido muchos huevos, sargento -dijo Duarte.

Molina miró a aquel marino socarrón, y no pudo evitar sentir hacia él un afecto como nunca había sentido por nadie a primer vistazo.

– El mérito es de ellos -repuso, señalando a González y a Hassan-. De ésta os dan una cruz pensionada, o no hay justicia.

González no podía ocultar su contento, pero Hassan tenía un aire distante. Observaba la costa que iba quedando atrás, en silencio. Molina también la vio alejarse, con una sensación contradictoria. Los moros los insultaban desde la posición perdida, y a su espalda se iba agrandando la silueta del Laya, rematada a un extremo por una oblicua popa de crucero y al otro por una proa en espolón. El casco era negro y el pantoque rojo. Molina pensó que no era casualidad que pintaran así los barcos de guerra.

16 Sidi Dris

EL APOCALIPSIS

Desde su puesto en el parapeto, el comandante de Sidi Dris asistía desmoralizado al fallido desenlace de la evacuación. Los botes empezaban a alejarse, llevándose apenas a una docena de sus hombres. De pronto sonaron, bastante seguidos, un par de cañonazos. Uno cayó sobre el agua, alcanzando de refilón a dos soldados que intentaban llegar hasta los botes, y el otro, mejor calculado, hundió dos de aquellas vulnerables embarcaciones. Varios de los marineros que iban en ellas quedaron flotando panza arriba, y otros seis o siete llegaron nadando hasta alguno de los botes restantes.

– Parece que tienen al menos dos cañones -dedujo el comandante, con una sonrisa trágica-. Estamos sentenciados.

El camino que llevaba hasta la playa, y la playa misma, estaban jalonados de cadáveres. Todavía alguno de ellos se veía sacudido por los balazos de la harka, que procuraba asegurarse de que estaban bien muertos. Allí yacían casi todos los heridos y casi todos los que los escoltaban. Habían emprendido aquel último y supremo esfuerzo, después de tantos días de fiebre y dolor, y toda su recompensa había sido caer como insectos bajo el fuego infernal de los moros. En cuanto al resto, aún había más de un centenar de efectivos dentro de la posición cuando se había suspendido la salida. Al comandante le incumbía ahora asumir la responsabilidad sobre el destino de aquellos hombres atrapados. Nadie le había autorizado a entregar la posición, y después de lo visto, parecía evidente que la Armada no podría sacarlos. Por un instante, atravesaron por el cerebro del comandante ideas iracundas. Su corazón se rebelaba contra la desgracia en que la obnubilación del mando le había hundido, y se resistió a aceptar que debiera reventar allí, con todos sus hombres, en pago del error y la impericia de otros.

Al final, sin embargo, se impuso la disciplina. Quizá el comandante de Sidi Dris no confiase en ser capaz de sostener su decisión, en aquella situación extrema, sino recurriendo a la pauta cierta, aunque absurda, que le ofrecían las ordenanzas. Llamó a los pocos oficiales que seguían en pie y se dirigió a ellos en un tono tenso y melodramático:

– Ya lo habéis visto. No podemos salir, así que volvemos a estar como antes. Recibimos el encargo de defender esa bandera y esta posición y nadie nos ha relevado de ese encargo. Ahí enfrente hay cientos de moros enardecidos, a los que pronto tendremos encima. No nos quedan municiones, los hombres están reventados y nadie va a venir en nuestra ayuda. En estas circunstancias, lo único que nos queda es morir por la patria. Gracias a todos por vuestro coraje. La patria no olvidará este sacrificio.

Los oficiales de Sidi Dris se miraron unos a otros, desconcertados. Algunos ya suponían que el comandante iba a decirles aquello, pero otros no podían creer que no hubiera más solución. Uno de éstos osó pedir:

– Rindámonos, mi comandante.

El comandante observó al que se lo había pedido. Era un teniente de complexión atlética, uno de esos individuos de aspecto saludable y pujante que parecían haber nacido para romper la vida por las costuras. Ni siquiera el asedio había logrado deteriorarle demasiado. El comandante era todo lo contrario, un hombre caviloso y parco de cuerpo y costumbres. Maldijo al teniente por obligarle a descartar la alternativa en voz alta y ante todos, pero ya sólo podía seguir la línea que se había trazado. Ni siquiera se molestó en explicarle sus razones, o en señalar el hecho notorio de que la harka no iba a hacer prisioneros. Con su tono más autoritario, repuso: