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Fue a volverse para estudiar el terreno, cuando a su espalda aparecieron dos siluetas oscuras. Una le apuntó con el máuser y ordenó:

– Levantar, soldadito.

A Amador se le congeló la sangre en las venas. Los dos harqueños eran flacos y morenos, como solían ser aquellos hombres, pero el que le había hablado tenía los ojos verdes. Aunque tampoco este rasgo era inusual, Amador nunca había visto un moro con los ojos tan claros.

– Levantar -insistió el harqueño.

Amador obedeció, temblando.

– No tener miedo -le dijo su captor-. Yo no matarte. Yo estar ya demasiado cansado de matar soldaditos.

El otro moro se rió, aunque tardó un poco en hacerlo, como si le costara entender el idioma que había usado su compañero. Entonces Amador advirtió que el que le hablaba y le estaba apuntando vestía aún restos del uniforme de la policía indígena. Había caído en manos de un desertor.

El antiguo policía le indicó con el fusil el camino de la posición. Como Amador no reaccionara, aclaró, enojado:

– Tú marchar.

Amador echó a andar hacia donde le decían, con las manos en la cabeza y temiendo a cada paso que un balazo le partiera en dos la columna vertebral. Avanzó hacia los saqueadores de cadáveres, que al verle venir se incorporaron y empezaron a señalarle con el dedo, regocijados. Intercambiaron con sus captores algunas bromas en dialecto, y uno se interpuso en su camino y empezó a darle en el pecho, provocándole. Amador lo encajó todo, las burlas, los empujones, sin bajar las manos de la nuca. Recordó lo único importante: tenía que salir de allí, a cualquier precio; sobrevivir al desastre, y a la ferocidad de aquella gente, y a lo que quisieran echarle encima.

Subió por el sendero lleno de compañeros caídos, reconociendo a algunos, esforzándose por no mirar el gesto de horror que a otros se les había quedado trabado al rostro. Si en algún momento aflojaba el paso, la boca del fusil en sus costillas le obligaba a avivarlo. Tropezando, llegó hasta el parapeto. Un nuevo golpe de fusil le obligó a trasponerlo y el espectáculo que entonces se ofreció a sus ojos le cortó la respiración.

Por toda la explanada de la posición se esparcían los cadáveres. Con la cabeza machacada, los ojos saltados, los intestinos fuera. Vio a uno que tenía con ellos atadas las manos, y sin poder contenerse más, se tiró al suelo a vomitar. Sólo podía echar bilis, pero los músculos de su estómago empujaron una y otra vez. El policía desertor, visiblemente satisfecho, le concedió medio minuto de tregua. Después volvió a apremiarle:

– Levantar y marchar. Si no, morir aquí mismo, como una rata.

Y para ratificar su advertencia, tiró del cerrojo de su fusil. Eso quería decir que hasta entonces no llevaba ninguna bala en la recámara, lo que podía tranquilizar a Amador sobre sus intenciones iniciales, pero también que ahora sí la llevaba y más le valía levantarse como fuera.

A punta de fusil le llevaron hasta donde estaban los demás prisioneros. Por el camino vio los cuerpos mutilados de los oficiales y distinguió también el de Haddú, tan empapado de sangre que no se apreciaba el color del uniforme. Estaba boca arriba, con los brazos extendidos, pero en su cara no había, al menos, el rictus de pánico que había en la de otros.

Mientras le empujaban hacia el rincón donde se amontonaban sus compañeros, vio lo que le habían hecho al comandante. Su mente ya no podía asimilar más atrocidades. Aunque no era la primera vez que se enfrentaba a la crueldad de la harka victoriosa, sino la segunda, después de la caída de Talilit, aquello no admitía comparación. Empezaba a tener la sensación de estar en mitad de una alucinación desmesurada, y comprobó que los demás supervivientes, quizá para guardar la cordura, ensayaban una misma mirada vacía. Ninguno dijo nada cuando se reunió con ellos. Sólo le hicieron sitio y siguieron esperando lo que había de resolverse sobre su destino.

Al final de la tarde, vino a inspeccionar la posición un caíd moro. Recorrió el recinto con una comitiva de notables, examinando con detenimiento los cuerpos de los oficiales caídos y tratando de reconocerlos. Los oficiales eran los que solían negociar con los jefes indígenas la sumisión de los poblados, mezclando promesas con amenazas. A un par de ellos, incluido el comandante, el caíd les propinó un suave puntapié. Luego fue a ver los cañones. Los harqueños habían encontrado los cierres, lo que significaba que podrían utilizarlos. Esa era, para ellos, la mejor noticia del día.

Por último, el caíd visitó a los cautivos. Los estuvo observando durante un rato, mientras departía con los suyos. Después se dirigió a ellos.

– Ahora sois nuestros prisioneros -dijo, con impecable pronunciación-. La batalla se acabó y ya no tenéis nada que temer. Os trataremos humanamente, como vosotros nunca habéis tratado a mi pueblo.

– ¿Es un chiste? -masculló uno de los soldados.

– ¿Dónde ha aprendido a hablar ese hijo de puta? -susurró otro.

Cuando el caíd se marchó, se desataron los comentarios. El otro cabo contó que había oído decir de presidiarios que se habían fugado de los penales de Melilla, veinte años atrás, y que se habían ido a vivir con los moros y habían acabado siendo jefes entre ellos. Poco pudieron alargar sus especulaciones. A la caída del sol, los hombres de la harka les ordenaron ponerse en marcha. En el exterior de la posición había una batahola de mujeres y niños que los recibían con mofas e insultos. Una mora se acercó a Amador y le arrancó con brusca destreza los galones de cabo. Luego se los puso sobre la cabeza, como adorno. Las demás celebraron ruidosamente la ocurrencia. Amador se acordó de unas semanas atrás, cuando hablaban de la harka como de algo desconocido y quizá inexistente. Ahora el monstruo invisible les había impuesto su presencia, y entre todos los signos inauditos que tenía para elegir, el cabo sintió que la harka era esa mujer, que le había despojado de los galones y le despreciaba con la insolencia de sus fogosos ojos negros.

17 Laya

LA PERPLEJIDAD DEL DESASTRE

Cuando subió a bordo, el alférez Veiga se encontró con el comandante, que esperaba en cubierta. Se cuadró ante él y le dio novedades, como segundo jefe de la flotilla de botes que había partido del Laya:

– A sus órdenes, mi comandante. Tres heridos leves entre la marinería. Traemos a unos cuarenta infantes a bordo de nuestros botes.

El comandante respondió a su saludo. Le impresionaba el coraje de aquel oficial novato que se había presentado voluntario para las dos evacuaciones. En ambos casos le había enviado de segundo de un oficial más experimentado, pero en la primera intentona, tras caer el otro alférez, había tenido que traer él solo de regreso a los hombres, algunos muertos y muchos heridos. Sin arredrarse por eso, había vuelto a ofrecerse para la segunda. El comandante había dudado si aceptar su ofrecimiento o elegir a alguno de los que manifestaba más tibiamente hallarse disponible. Al final había decidido que se necesitaba a un hombre de voluntad, aunque fuera inexperto.

El otro oficial, que esta vez había salido indemne, se presentó también al comandante y repitió las novedades. El comandante volvió a escucharlas, tieso e inmóvil como un poste.