En todo caso, la historia no había de parar ahí. La historia, se dijo Molina, nunca para, siempre sigue adonde pueda provocar nuevas tribulaciones. Por la noche, cuando salía a tomar algo por las tabernas de la ciudad, Molina encontraba en ellas a los que habían venido a vengar la afrenta, a los legionarios que relataban con chulería sus hazañas en las operaciones de reconquista que ya se habían iniciado frente a Melilla. Una noche coincidió con un cabo alto como una torre, que contaba, bastante borracho, uno de los episodios en que había participado, quizá la víspera, quizá aquel mismo día.
– Teníamos emplazadas las ametralladoras -explicaba-, así que cuando los vimos con toda aquella fanfarria, los dejamos venir. Cuando los muy lilas estuvieron encima, los asamos vivos. Sin dejarles tiempo para resollar, cargamos sobre ellos a la bayoneta. Y bueno -aquí se detuvo un poco, para asegurarse de que tenía la atención del auditorio-, hicimos con ellos lo mismo que ellos hicieron con nuestros hermanos. Sólo os digo que formé a mi escuadra para que nos echaran una foto. Una foto cojonuda. Cada uno de mis legionarios tenía un trozo de moro clavado en su bayoneta.
Molina comprendía, claro, por qué desde que había llegado el Tercio ninguno de los musulmanes que vivían en la ciudad se atrevía a asomar la nariz. Terminó su vaso de vino y salió a la calle. Fue dando un paseo hasta el puerto, y desde allí contempló la vieja ciudadela, donde los europeos habían resistido sobre el lomo de África desde hacía más de cuatro siglos. Ofreciéndoles la civilización a los moros, como pregonaba rimbombante la propaganda oficial. La civilización que ahora traían las bayonetas de los legionarios. Molina sintió que en su cabeza se acumulaban demasiadas cosas que no encajaban, pero también se dio cuenta de que de nada servía revolverlas. En cuestión de días le iban a destinar a un regimiento nuevo y tendría que volver al fregado. Eso era, a fin de cuentas, lo único que debía preocuparle.
La tripulación del Laya también permaneció durante aquellos días en Melilla, empapándose de todos los chismes y todas las historias que corrían por la plaza. Los marineros, sobre todo los que le habían visto las orejas al lobo, se entregaban con denuedo a las correrías nocturnas por tabernas y burdeles. Duarte unas veces les acompañaba y otras prefería quedarse durmiendo en su camarote, porque afirmaba que ya tenía el cuerpo demasiado trabajado para según qué trotes. Veiga se alargaba algunas noches hasta el casino militar, donde coincidía con los oficiales francos de servicio. Unos pocos estaban convalecientes, pero casi todos los demás se encontraban en expectativa de destino, después de que sus unidades se hubieran disuelto en el torbellino del desastre. Ninguno de éstos contaba nada, porque nada habían tenido ocasión de vivir. Eran los oficiales a los que el ataque había sorprendido de permiso en la Península, y todos proclamaban haciendo grandes esfuerzos de persuasión que había sido imposible predecir lo que se avecinaba. Veiga sólo acertó a simpatizar con alguien mucho menos locuaz, un teniente aviador que se echaba al cuerpo enormes vasos de ginebra. Durante los primeros combates la harka había cortado el camino al aeródromo y el teniente se había quedado aislado en Melilla, sin poder llegar hasta los aviones.
– Lo peor no es no haber podido volar y no haber servido para nada -decía, atormentado-. Lo peor es que toda mi gente habrá muerto defendiendo los aviones, mientras yo estaba aquí, sin un rasguño.
Un par de días después, el Laya recibió la orden de zarpar hacia aguas de Sidi Dris con una misteriosa misión. Al principio no se les dijo nada, ni siquiera a los oficiales. Todos se preguntaban qué iban a hacer a aquella costa ahora dominada por los moros, y muchos sumaban a esa extrañeza la contrariedad por volver a estar tan pronto de servicio. Cuando ya navegaban en alta mar, a la altura del cabo, el comandante reunió a los oficiales y les confió, con cierto embarazo, lo que iban a hacer. Al parecer, se había recibido en la plaza una carta del Jatabi, el caudillo de la harka. En ella informaba al Alto Comisario que el cuerpo de su amigo el coronel Morán, caído durante la retirada, estaba a disposición de los europeos. El Jatabi recordaba la amistad y la consideración con que siempre le había tratado aquel coronel, que había sido, como quizá el Alto Comisario conocía, su alumno de árabe y dialecto y su superior en la Oficina de Asuntos Indígenas. Como el Alto Comisario comprendería, añadía la carta, no podía dejar que el cuerpo de su amigo el coronel quedara allí, lejos de los suyos. Por eso se ofrecía a entregarlo a los europeos, para que su familia lo enterrase con los debidos honores y de conformidad con su religión. Rogaba el Jatabi que se aceptara su oferta, y que en ese caso se enviara un buque a recoger los restos a la playa de Sidi Dris. Los hombres que a tal efecto desembarcaran no tenían nada que temer, ya que se les permitiría volver sanos y salvos a bordo.
Los oficiales no daban crédito a lo que oían. ¿Cómo era posible que aquellos salvajes, que profanaban y descuartizaban los cadáveres, hicieran aquel extravagante ofrecimiento? Uno de ellos preguntó:
– ¿Y el cadáver del Comandante General?
El comandante bajó la mirada y produjo un leve carraspeo.
– Del Comandante General no sabemos nada dijo-. Esto es lo que hay, y esto es lo que vamos a recoger.
Durante la travesía, Veiga se acordó de la única vez en su vida que había visto al coronel Morán. Trató de representarse su gesto serio y su mirada cálida, y volvió a verle solo entre los otros, en la playa donde entonces le había dejado y donde ahora iban a hacerse cargo de sus despojos. También se acordó de la manera en que le había saludado y le había dado las gracias, como si fuera un igual y no un lacayo obligado a llevarle y traerle.
Habían salido de buena mañana y llegaron a Sidi Dris a mediodía. La maniobra de fondeo la repitieron como tantas otras veces, sólo que sin el apremio de las últimas, porque ahora no se trataba de colocar el barco en posición de combate cuanto antes, sino simplemente de recalar frente a la playa. El comandante decidió quiénes irían a recoger el cuerpo. Partirían dos botes al mando del segundo oficial, auxiliado por Veiga. Este notó que al designarle el comandante trataba de hacerle una especie de honor. La naturaleza de la misión exigía al menos el rango del segundo oficial para representar al Alto Comisario, pero debía otorgar al oficial que había ido y vuelto de aquella playa bajo el fuego el privilegio de ir ahora sin peligro.
Arriaron los botes. Era un día luminoso y ardiente de agosto y la mar estaba en calma. Mientras avanzaban de nuevo hacia aquella costa maldita, en la cabeza de Veiga se agolpaban las imágenes del cerco y la frustrada evacuación de Sidi Dris. Sobre los restos de la posición se veía a gran cantidad de moros. En la playa había también una cincuentena de ellos. Cubrieron la distancia sin apresurarse, empujando los botes con los remos hasta que los hicieron embarrancar. Quedaron dos marineros por bote para sostenerlos, y los demás bajaron con los oficiales. Los moros que los aguardaban estaban formados, y siguiendo las órdenes del segundo oficial Veiga formó a sus marineros también. En el suelo había un ataúd de cinc. Del grupo de moros se destacó uno que traía distintivos de oficial. Notó entonces Veiga que todos estaban uniformados, y que algunos otros llevaban galones, probablemente arrancados de uniformes europeos. El oficial moro saludó al segundo oficial y le comunicó con solemnidad que le hacía entrega del cadáver del coronel Morán. Por la soltura con que se expresaba, parecía tratarse de un desertor de regulares o de la policía. El segundo oficial le devolvió sin mucha cordialidad el saludo y ordenó a seis marineros que cargaran el ataúd. En ese momento el oficial moro se volvió hacia sus hombres y les ordenó presentar armas. Así, mientras los demonios de la harka le rendían honores de ordenanza, el cuerpo del coronel Morán subió a hombros de sus compatriotas y fue transportado hasta los botes. Veiga hizo que los marineros presentaran también armas, y después todos embarcaron en silencio.