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– El jefe saca su tajada, como de costumbre -añadió Badía, con disgusto.

El jefe del campamento, un moro avieso, era un tipo de cuidado. Un día decía estar allí para protegerlos y al siguiente ordenaba sin vacilar que se fusilara a cualquiera que hubiera incurrido en alguna mínima falta. Aquel sujeto había asumido de buen grado la tarea de vigilar a los prisioneros, y pronto entendieron por qué. En primer lugar, con eso se libraba de ir al frente, donde le aguardaban los temibles regulares y legionarios. En segundo lugar, y más importante, los prisioneros eran fuente segura y permanente de ingresos. Quizá era ésa la razón por la que no los mataba o no los dejaba morir a todos. Los cautivos tenían que gastar hasta la última peseta que recibían en comprar las provisiones que el jefe del campamento se encargaba de traerles, a precios siempre exorbitantes. Incluso había llegado a idear un sistema de vales, por los que los prisioneros tenían que canjear su dinero europeo. Amador se preguntaba por qué el jefe no los desvalijaba directamente, según les llegaban los giros, pero a lo que se veía el moro disfrutaba más con toda aquella parafernalia. Prefería creer que los estafaba con su astucia antes que robarles con la fuerza que siempre podía ejercer sobre ellos.

Una de las jugarretas que más habían debido divertir al jefe se le había ocurrido un par de meses atrás. Había hecho creer que alguien había pagado un rescate desde Melilla por una tal Carmen, la mujer más vistosa de todas las prisioneras. Junto con otros diez prisioneros se la había llevado a Dar Dríus, pero a la semana había vuelto, solo, diciendo que todavía no habían mandado el dinero prometido desde Melilla y que había que sufragar la manutención de aquellos once prisioneros. El sargento Badía, pese a olerse la trampa, no había tenido más remedio que pagar. Dos semanas después, regresaron Carmen y los demás. A los hombres los habían empleado en la conducción de cañones, una tarea a la que los moros preferían destinar a los europeos para ahorrar esfuerzos a los mulos y humillar de paso a los vencidos. En cuanto a Carmen, el jefe la había violado repetidamente, hasta satisfacer su capricho. Y en lo tocante a esa manutención que tan cara había pagado Badía, apenas los habían alimentado con sobras. Alguno de los sargentos, encolerizado, había hablado de organizar un motín. Pero Badía, con lágrimas en los ojos, había conseguido persuadirlos a todos de lo único razonable: aguantar y aguantar y seguir aguantando. A la mañana siguiente, volvía a negociar con el jefe una partida de comestibles.

Lo de las palas y las azadas era algo que el sargento venía persiguiendo desde hacía semanas. Gracias a ellas, podrían enterrar los cientos de cadáveres de europeos que seguían esparcidos por las inmediaciones. Para ello había en primer lugar una razón de índole estrictamente sanitaria: los restos descompuestos habían servido como foco difusor de numerosas infecciones, que aquejaban no sólo a los prisioneros, sino también a los propios moros, ya que los gérmenes habían pasado a las aguas que todos bebían. En segundo lugar, a los soldados les obsesionaba la imagen de aquellos cuerpos momificados que se tropezaban por doquier cuando los trasladaban de campamento o los obligaban a transportar pertrechos y cañones. Era atroz constatar que llevaban allí meses pudriéndose, y también lo era pensar que aquellas momias habían sido sus compañeros. Además, los moros más crueles aprovechaban la menor oportunidad para afrentar a los cautivos a cuenta de los cadáveres. Había harqueños que practicaban el tiro con ellos, niños que pegaban patadas a las cabezas medio peladas, mujeres que les escupían o les orinaban encima. A veces hasta intentaban venderles, para comida, cerdos de los que sospechaba fundadamente que se habían cebado con los muertos.

El sargento Badía era uno de los que más sufrían con todas aquellas ofensas. También era quien se ocupaba de que se diera sepultura a cada prisionero que moría y de que hubiera una cruz en su tumba, y siempre tenía un manojo de medallas piadosas que colgaba al cuello de los moribundos, para confortarlos en el tránsito. Amador se decía que Badía debía haber sido muy meapilas, o bien se había hecho así para no volverse loco después de tanto horror, como muchos otros. Y aunque el escepticismo religioso de Amador no había menguado un ápice, constataba que a aquel hombre, por lo menos, la fe le daba una fuerza que beneficiaba a sus semejantes. Incluso la fe que lograba infundir o rehabilitar en otros les hacía bien a quienes la recibían. A veces, Badía conseguía que la gente que se moría en el camastro sobre sus propias deyecciones, comida de pústulas y traspasada de dolores, besara sus medallas y se consumiera con una sonrisa en los labios. Había otro cabo que afirmaba, para burlarse, que Badía volvía a la gente tan gilipollas como para morirse sonriendo, pero Amador, aunque le chocara un tanto, no acababa de compartir esa interpretación malévola. Por las noches, Badía actualizaba unos estadillos en los que apuntaba la gente que moría y la que iba curando, las inyecciones que ponía, las intervenciones quirúrgicas. Y pese a estar siempre con los enfermos más contagiosos, a los que limpiaba personalmente, sólo había caído levemente enfermo un par de veces. Amador no se sentía afín a Badía, y hasta recelaba a veces de los motivos de su entrega, pero tenía que reconocer que sin aquel hombre el cautiverio habría sido mucho más devastador.

Ya que tenían las azadas y las palas, Badía propuso organizar sin pérdida de tiempo la operación de enterramiento, empleando en ella a todos los hombres útiles. Había negociado con los moros y parecían avenirse. El castigo por los dos fugados la semana anterior ya había durado bastante, y aunque ellos mismos no tenían la más mínima intención de enterrar a los perros cristianos, no les parecía mal que lo hicieran sus propios compañeros. A fin de cuentas, aquel muerterío afeaba el paisaje para todos.

Organizaron a los hombres en grupos y se repartieron la zona. Con cada brigada de enterradores partiría un pelotón de harqueños armados, para vigilar la tarea. El sargento Badía insistió mucho en que recogieran todas las fichas de identidad que encontrasen y en que fueran contabilizando los cuerpos que enterraban, para poder formar él luego la estadística conjunta con los datos que obtuvieran todos. A Amador se ¡e hacía un poco excesiva la manía notarial de Badía, pero se plegó a ella, y no sólo por obediencia jerárquica. Admitía que aquellas medidas serían prácticas y útiles, por ejemplo para las familias de aquellos a los que identificasen. Sin embargo, hubo otro requerimiento de Badía con cuya necesidad Amador no estuvo tan de acuerdo:

– Y buscad por donde paséis el cuerpo del Comandante General. Han enviado un ataúd para devolverlo a la plaza, si lo encontramos.

A Amador le parecía el colmo de los insultos que hubieran gastado dinero y esfuerzos en enviar un ataúd para devolver el cuerpo del Comandante General. No sólo era que ese dinero y esos esfuerzos se pudieran haber destinado con mayor provecho a enviarles medicinas o provisiones, sino el hecho mismo de que se pretendiera sacar aquel cuerpo para enterrarlo con bandera y banda de música y salvas de fusilería, cuando todos los hombres a los que el general había conducido a la muerte se pudrían en los barrancos y en el mejor de los casos irían a parar a fosas comunes. Por lo que a él tocaba, el general se podía quedar donde estuviera, y si lo encontraba todo lo que pensaba hacer era darle tierra como al resto. Amador no aseguraba que mereciera menos, pero estaba convencido de que no merecía más. Claro que Badía lo veía de una manera diferente. Era muy respetuoso con la superioridad, y si se le apuraba hasta un punto demasiado lisonjero. En cierta ocasión había anunciado que se había recibido un mensaje de aliento y apoyo de Su Majestad, y hasta había llegado a pedir un viva para la real persona. Alguno lo había contestado, pero la mayoría había refunfuñado su malestar.