– Si tanto nos apoya, que venga aquí a darle pasto a alguno de nuestros piojos, para repartir la carga -proponían unos.
– O que venda un palacio y le dé la guita que saque al Jatabi, a ver si así nos deja volver a casa -sugerían otros, más pragmáticos.
Salieron al fin las brigadas de improvisados enterradores. Se había procurado que cada uno fuera al lugar donde había estado su posición, con el cálculo de que así se conseguiría un número máximo de identificaciones. Por tal motivo, a Amador le mandaron con otro cabo y siete soldados a Sidi Dris. Con ellos iban cuatro harqueños, de bastante buen humor, porque Sidi Dris no estaba demasiado lejos y pronto podrían sentarse a ver trabajar a los europeos. Descendieron hacia la costa por valles y quebradas. El día había quedado tan claro, al final, que el mar volvía a verse azul, como en el verano.
El cabo que marchaba junto a Amador era el único que se había salvado con él de la masacre de Sidi Dris. Era artillero, lo que le había traído no pocos sinsabores con los moros. Toda la obsesión de éstos era que los artilleros los ayudaran a recomponer los cierres desmontados o rotos y a manejar debidamente las piezas. Los harqueños se las arreglaban para dispararlas y hacer blanco gracias a su instinto para aquellos menesteres, pero eran conscientes de que no aprovechaban todas las posibilidades de las máquinas. Al cabo artillero, por ejemplo, le habían pedido que les enseñara a manejar el plato de alcance, a lo que el cabo, como todos los artilleros, se había negado en redondo. Le habían apaleado y le habían dejado varios días sin comer, pero no había cambiado su actitud. No había nada más infamante para un artillero que enseñar a la harka a bombardear a sus hermanos. Amador había conocido meses atrás a un artillero que no pudiendo resistir las torturas había consentido en apuntar una pieza contra una posición sitiada. Los demás le trataban como a un apestado, y así había acabado por enloquecer de remordimiento. Se revolcaba sobre sus excrementos y se comía los apósitos infectados que los enfermeros les quitaban a los heridos. Así se había dejado morir, rechazando los cuidados del sargento Badía, el único, como no podía ser menos, que se había apiadado de aquel leproso.
– Te jode que te apaleen -comentaba el cabo artillero-. Pero mientras me arreaban me acordaba de aquel desgraciado y así aguantaba. Los palos se pasan, porque o te matan con ellos o no te matan y entonces te acaban cicatrizando. Pero llevar eso en el alma no tiene remedio.
Amador, que no estaba expuesto a aquellos contratiempos, no acertaba a concebir cómo podían aguantarse los palos. Suponía que si alguna vez le propinaban a él aquel castigo haría lo que los moros quisieran, por vergonzoso que fuera. Así se lo confió al cabo artillero.
– Ganas te dan -asintió el artillero-, y si hubiera sido otra cosa lo habría hecho. Tampoco te creas que yo soy un héroe, como Arancibia.
Arancibia se llamaba un sargento artillero que había protagonizado una hazaña increíble. Hallándose enfermo de tifus los moros le habían reclamado para recomponer unos cierres que tenían almacenados en algún lugar de la bahía. Arancibia había fingido que accedía a sus exigencias y se había dejado llevar allí. A los tres días lo habían traído de vuelta, moribundo. Cuando Badía se había acercado a atenderle, Arancibia le había dicho que le sacara lo que llevaba en los calzones. Allí Badía había encontrado un saquito de tela con 22 percutores de cierre de cañón. Antes de derrumbarse, el sargento artillero había logrado distraerlos, inutilizando sin remedio aquellas piezas que le habían llevado a arreglar. Al día siguiente los enterraron, por separado, a Arancibia y al saquito con los 22 percutores de cañón.
Por los terribles caminos de herradura, que todavía guardaban las huellas de las últimas lluvias en forma de pronunciadas escorrentías, llegó la brigada de Amador a la vista de Sidi Dris. Se dirigieron primero al recinto de la posición, donde había cierta cantidad de harqueños apostados. Habían emplazado un cañón y un par de ametralladoras, con toda seguridad arrebatados a los europeos. Los vieron llegar, con su mirada fija y despreciativa, y cuando repararon en las palas y las azadas empezaron a reírse a grandes voces. Uno de los moros que los traían parlamentó con los de la posición. Hubo cierta discusión entre ellos, porque el que hacía las veces de jefe de Sidi Dris, un moro farruco y de poca estatura, parecía no ver con buenos ojos que enterraran los restos. Al final el que iba con ellos debió convencerle de que tenían autorización del mando, y pudieron dar comienzo a la faena.
Lo primero que hicieron fue reunir todos los cuerpos, identificando previamente a aquellos que lo permitían. Sólo si llevaban la ficha de identidad encima o en casos excepcionales podía lograrse. Algunos de los soldados reconocieron a quienes habían sido sus mejores compañeros, el artillero localizó a alguno de los suyos y Amador a un par que habían estado en su pelotón. También fue fácil reconocer a los oficiales, y al comandante, que se había secado en la misma postura en que le habían martirizado. Mientras recogían el saco de huesos y pellejo en que el malogrado jefe se había convertido, Amador miró de reojo a quien ahora le sucedía al mando de Sidi Dris. El harqueño los observaba con una especie de impaciencia, como si en cualquier momento fuera a ordenar a sus hombres que los abatieran sobre los muertos que estaban apilando. Al pensarlo, Amador sintió un escalofrío, porque si eso pasaba por la cabeza de aquel hombre, bien poco le impedía ponerlo en práctica. Por último, Amador pudo identificar a Haddú, por el uniforme completamente ensangrentado. Al recogerlo, dijo:
– A éste tenemos que apartarlo para enterrarlo sin cruz.
– ¿Por qué? -preguntó un soldado.
– Por respeto -contestó Amador-. No era cristiano.
– Tampoco vamos a trabajar especialmente por un moro -sugirió uno.
– Sí vamos a trabajar especialmente -le corrigió Amador-. Porque era musulmán y también porque se quedó donde creía que era su sitio, que es donde muchos cabrones no han estado en su puta vida.
El soldado, aun sin saber por qué, notó que había pinchado en hueso y no rechistó más. Hicieron dos zanjas, una para los europeos y otra, más pequeña, para los cadáveres de los policías. El jefe de los harqueños, que se dio cuenta, se acercó a preguntar por qué cavaban dos fosas.
– Ésta más pequeña es para tus hermanos -tartamudeó Amador.
– Ésos no ser hermanos -repuso el moro-. Ésos ser perros.
Amador temió que a continuación le obligara a enterrarlos todos juntos, o le pegara un tiro a él allí mismo. Todo era posible. Pero el jefe de Sidi Dris pareció reflexionar un instante y tuvo una salida inesperada.
– Bueno -asintió-. Tú respetar. Aunque ésos no ser más que perros, yo entender. Hacer como decir.
Fueron echando todos aquellos huesos a los agujeros que habían abierto en la tierra. Antes de arrojarlos, uno de los soldados besaba los cráneos de los difuntos. En otra circunstancia a Amador le habría parecido un gesto exagerado, pero aquel mediodía en Sidi Dris la escena le conmovió como bien pocas cosas le habían conmovido en su vida. Cuando hubieron terminado, comprobaron que habían cavado de más. Todos aquellos muertos, mermados por el sol y los gusanos, cabían muy de sobra en aquellos hoyos. Luego los cubrieron de tierra, con aquella tierra amarilla y maldita que en triste hora les habían ordenado conquistar y después defender.
Seguidos por los vigilantes, se encaminaron hacia el sendero que llevaba a la playa. Entonces repararon en la silueta de un cañonero de la Armada, fondeado a poco más de una milla de distancia.
– ¿Qué hacen ésos ahí? -preguntó el artillero. -Vete a saber -dijo Amador.
Pero su estupor aumentó cuando vieron lo que sucedía en la playa. Una treintena de prisioneros cargaba cañones en las precarias embarcaciones a vela de que disponían los harqueños. Aquéllas que ya habían recibido su carga se hacían a la mar y ponían rumbo hacia el oeste. -Deben llevarse los cañones a la bahía -dedujo