Todavía el destino quiso hacer una finta cruel. Uno de los prisioneros murió durante la travesía a Melilla, sin poder aprovechar más que unas horas de su reciente libertad. La noticia al principio heló la sonrisa a todos, pero poco después se fue restableciendo el jolgorio sobre la cubierta. Especial atención suscitaba el abnegado sargento Badía, cuyo heroico comportamiento durante el cautiverio era ya conocido de toda la prensa. Por ello los periodistas le asediaban, en busca de detalles sabrosos o directamente truculentos con los que poder sazonar sus crónicas. Badía se dejaba hacer con su bonhomía habitual, quitándose continuamente importancia y agradeciendo a diestro y siniestro. Alababa sin parar las gestiones de quienes los habían sacado de allí, lo que a Amador le parecía más que comprensible, pero también los nobles desvelos del gobierno y del Rey, lo que ya no se lo parecía tanto.
Amador observaba con interés a aquel hombre. Se preguntaba, una vez más, cómo podía mantener su sumisión a quienes le habían abocado a permanecer dieciocho meses en condiciones infrahumanas. Aquellas zalemas se le antojaban poco menos que repulsivas, y sin embargo a Badía le tenía por lo único por lo que podía tenerle: por un individuo excepcional y admirable. Después de aquellos meses, y de verle salvar a tantos, se habían volatilizado todas sus reticencias. A Amador le molestaba íntimamente la paradoja de observar que alguien cuya valía estaba fuera de toda discusión podía ser capaz de plegarse a lo que él más aborrecía. Pero así eran las cosas, y así había que aceptarlas. Meses después, le enfurecería saber que a Badía le habían denegado la máxima condecoración, la cruz Laureada, y que se había tenido que conformar con la cruz del mérito militar y la cruz de Beneficencia. Eso era todo lo que a uno le correspondía por salvar la vida de sus compañeros. Para ganar la Laureada había que ser un tarado capaz de saltar sobre un parapeto y matar a treinta enemigos a la bayoneta, o dejarse morir con toda la gente que uno tuviera a su cargo. Por lo menos, a Badía le dieron un puesto de subjefe de celadores en el banco emisor y le licenciaron para siempre del ejército.
El barco con los prisioneros llegó a Melilla hacia las ocho de la tarde. Del puerto salieron a recibirlos numerosas embarcaciones más pequeñas, que hacían sonar una y otra vez sus silbatos y sirenas, a los que el barco respondía con la suya. En el muelle había mucha gente con pañuelos y banderas y una banda de música. También se habían congregado allí las autoridades militares y civiles de la plaza, para recibirlos con todo el aparato oficial.
Hubo discursos, aplausos, llantos, desmayos, vítores. Los prisioneros que podían hacerlo por su pie bajaron por la escalerilla y a duras penas consiguieron llegar hasta sus familiares. Estaban prácticamente todos los de los oficiales, empezando por la hija y la mujer del general, que se abrazaron a él y se quedaron así un rato, con los ojos apretados para tratar de olvidar aquella pesadilla inconcebible. De los parientes de los soldados, en cambio, sólo habían venido algunos, aquellos que sumando sus propios ahorros a la magra ayuda del gobierno habían podido pagarse el pasaje y la pernocta. No era ése el caso de los padres de Amador, así que avanzó como pudo entre la multitud y se dirigió a una zona despejada, donde pudiera tomar un poco el aire. Era fresco y agradable, el aire de aquella noche de enero en Melilla.
Después a la tropa le dieron un banquete y una fiesta, en la que el vino y el coñac corrieron en abundancia. Los oficiales lo celebraron por separado y el general declinó expresamente la invitación para asistir al festejo de los soldados, alegando su frágil estado de salud. Como no veía para qué iba a refrenarse, Amador se puso ciego de comida y de alcohol. Más valía aprovechar, se dijo, para una vez que le iban a dar un homenaje en la vida. Así, entre los vapores del vino y el coñac, Amador vio avanzar y agonizar aquel festín de parias estupefactos, que mordían la carne y vaciaban las copas, como él, sin terminar de creer que aquello que comían ya no eran restos de cerdo pútrido, ni lo que bebían la maldita agua venenosa.
Al final, como otros muchos ex cautivos, Amador perdió el conocimiento. Lo recobró a la mañana siguiente, junto a una buena parte de sus compañeros, en una sala del hospital militar. Vio pasar a una monja y la llamó.
– Eh, hermana.
La monja se detuvo, dio media vuelta y se acercó, lentamente. Con una sonrisa beatífica, le preguntó:
– ¿Cómo está, cabo?
– Bien. ¿Cuándo me dejan salir de aquí?
– No tenga prisa. Usted y sus compañeros tienen que descansar. Después los mandarán a casa, que ya han pasado bastante.
– A casa -repitió Amador, estúpidamente. No había pensado en eso. No había previsto que fueran a ponerle en un barco y a enviarle de regreso a Madrid. Todavía le quedaban un par de meses para completar el tiempo reglamentario, y había supuesto, sin más, que le obligarían a cumplirlos. ¿Quería decir la monja que iban a licenciarlos?
– ¿Van a licenciarnos?
– A todos-confirmó la monja-. O eso dicen sus jefes.
Amador quedó tan impresionado por la noticia, que no se opuso a permanecer en aquella sala de hospital todo el tiempo que los médicos considerasen necesario. Así se lo confesó a la monja, que se echó a reír. Luego Amador se incorporó un poco en la cama, se colocó las almohadas a la espalda y se quedó contemplando el techo, absorto. En aquella sala había heridos, enfermos, y otros que como él hacían poco más que dormir la mona y reponer fuerzas. Pero reinaba un silencio de templo, sin los ayes desgarradores de las enfermerías de campaña. Entre eso y la media penumbra en que mantenían la sala, a Amador no le costó nada volver a amodorrarse. Así estuvo, no habría podido decir cuánto tiempo, hasta que alguien le despertó.
– Eh, cabo.
Amador abrió los ojos. A1 principio le costó discernir a quien le hablaba. Luego vio que era un hombre en pijama, con un brazo en cabestrillo. Tan pronto como pudo fijar sus facciones, le reconoció.
– Mi sargento -murmuró.
– Dime Molina, coño, que me ha costado un rato encontrarte.
El sargento rodeó la cama y fue a darle un abrazo. Amador se irguió y se agarró a él con fuerza.
– Cuidado, que el vendaje no es de despiste -se quejó Molina.
– ¿Qué le ha pasado?
– Ya ves, un tiro de suerte, como los llaman -explicó Molina, cachazudo-. Un balazo en el brazo, por sacarlo a pasear por donde no debía. Al principio me dio rabia, porque además me dolió de lo lindo, pero a cuenta de él ya llevo dos semanas de vacaciones. En fin, ya era raro que siguiera intacto, después de siete años de hacer el tonto en África.
Amador se quedó observando al sargento. Año y medio después, a pesar del pijama y el vendaje, y de toda la porquería y todo el polvo que hubiera tenido que tragar entre medias, Molina seguía siendo el mismo.
– No te preocupes, hombre, que no me voy a morir -bromeó el sargento-.Y tú, ¿qué es lo que tienes?
– Yo, nada -se avergonzó Amador-. La borrachera de la celebración y poco más. Que hacía ya mucho tiempo que no comía nada medio bueno.
– Habría querido ir a recibiros al muelle -dijo Molina-, pero los médicos no me dejaron salir.
– No se perdió gran cosa, la verdad. Parecía que veníamos de reconquistar Cuba, lo que dadas las circunstancias es casi un sarcasmo.
– Siempre tan retorcido. Tu socialismo, supongo.
– No crea, me pesa más el cansancio. ¿Cómo supo que estaba aquí?
– Me contaron que habían traído a algunos de los prisioneros. Pensé que podías estar entre ellos, aunque prefería que no hubiera razones para traerte al hospital. Pregunté a las monjas y ellas me lo confirmaron. También me dijeron que no tenías gran cosa. Menos mal que las monjas no mienten.