– Menos mal -asintió Amador.
Los dos hombres quedaron en silencio. Molina se había sentado sobre la cama de Amador y le daba ahora el perfil. Sobre él, al trasluz de la ventana que había enfrente, Amador vio los puntitos de la barba sin afeitar.
– ¿Cómo fue eso, cabo? -preguntó al fin Molina.
– Mal, pero pudo haber ido peor -contestó Amador-.Ya ve. Aquí estoy, que es algo que muchos no pueden decir. Ha sido muy largo y ha sido una putada, pero me empeñé en hacer lo que me dijo; en creer en la suerte y en buscarla, aunque no se la encontrara ni debajo de las piedras.
– Hiciste bien, entonces -aprobó Molina-.Y ya ves que funciona.
– Cuando quiere funcionar, mi sargento.
– Claro. Pero eso es lo único en lo que se puede pensar. Para hacer el equipaje siempre te va a sobrar tiempo.
Amador hizo memoria. Algo tenía que decirle.
– Me vinieron muy bien sus cartas -se acordó-. Era de lo poco bueno que llegaba por allí, el correo. Ni siquiera el dinero nos alegraba tanto, porque teníamos que gastarlo en la bazofia que nos vendían los moros.
– Bueno, no soy un gran escritor -se sonrojó Molina-.Te habrás reído de mis faltas, tú que eres más instruido.
– No había ninguna falta, pero si pensaba que las había se lo agradezco el doble. No creo que nadie recibiera cartas tan valiosas.
Molina meneó despacio la cabeza. A continuación algo se ensombreció en su gesto y casi sin darse tiempo, indagó:
– ¿Qué fue de mi amigo Haddú?
– Lo que había de ser, mi sargento -dijo Amador, circunspecto-. Peleó hasta el final, porque ésas fueron las órdenes que nos dieron. El cadáver estaba lleno de cuchilladas, pero uno me dijo que había muerto de un balazo, casi sin sentir, y que los moros lo habían apuñalado cuando ya estaba muerto. No tenía cara de haber sufrido, eso es todo lo que yo puedo decirle. Antes de separarnos, me dio recuerdos para usted.
A Molina se le iluminaron los ojos, que apuntó en seguida al frente.
– Un buen tipo y un buen soldado, mi amigo Haddú.
– Siempre caen los más generosos, mi sargento. Sólo se salva la gente como yo, los que se esconden o se apartan.
– No digas gilipolleces, cabo -le reprendió Molina-. Si te salvaste, no tienes que pedirle perdón a nadie. Nadie tiene la obligación de morirse.
Volvieron a quedarse callados. Amador se dio cuenta de que, aunque Molina ya daba por descontada la muerte de su amigo, los detalles aún podían emocionarle. Siempre era eso lo que emocionaba, los detalles.
– ¿Sabe, mi sargento? -rompió el silencio Amador-. Muchas veces me he acordado de aquello que les dijo a los soldados que les pagaban a otros para que hicieran la descubierta. Aquello de que cada bala tenía un nombre, y que la bala que a uno le estaba destinada no podía comprarse ni venderse. Pensaba en todos los que había visto caer, porque una bala había silbado su nombre, y a cada minuto esperaba la que había de venir a llevarse el mío. Pensaba en lo caprichosa que era la bala, al elegir el nombre que se llevaba, y en lo poco que se podía hacer para cambiarlo, como usted decía. Y aunque la bala no hubiera venido todavía por mí, sabía que acabaría viniendo. La sentía. Incluso ahora, aunque vuelva a casa y allí no haya guerra, siento la bala que acabará viniendo a buscarme. Para llevarse mi nombre, como el de los otros.
Molina exhaló un largo suspiro. Al cabo de un rato, interrogó a Amador:
– ¿Sabes qué nombre se lleva la bala, siempre?
– No -repuso el cabo, sin comprender muy bien la pregunta.
– El nombre de los nuestros -dijo el sargento, solemne-. Los nuestros son ellos, los infelices que siempre salen mal parados: Haddú, o los otros que cayeron en Sidi Dris, o los pobres a los que yo elegí para defender Afrau en la retirada y que se quedaron allí. Hasta los moros a los que matamos, si lo miras, son los nuestros. Nosotros somos como ellos: corremos, nos arrastramos, pasamos miedo y nunca nos ayuda nadie. Por eso tenemos que recordarlos siempre, a nuestros muertos; nosotros, Amador, porque los demás van a olvidarlos. Van a olvidar que murieron, y que chillaron, y que se desangraron encima de esta tierra. Pero tú que los has visto caer no los olvides nunca, Amador. Aunque no vuelvas a África.
Al sargento se le quebró la voz y ya no pudo seguir. Amador se quedó dándole vueltas a la última frase: aunque no volviera a África.
– Al final se me hizo socialista, mi sargento -terminó por decir, forzando una sonrisa, para tratar de ayudarle al sargento a desarrugar la frente.
– Qué coño socialista -respondió Molina, airado.
Cinco días después, Amador embarcó para Europa. Nunca volvió.
Epílogo LA BAHIA
Seis años después, Veiga volvía a separarse de su barco y partía hacia la costa Africana con el encargo de recoger a un personaje importante. Sin embargo, esta vez había varias diferencias. La primera, que aquella mañana no partía del costado de un buque de tercera categoría, como lo era el Laya, sino del soberbio acorazado a cuya dotación ahora pertenecía; un acorazado que llevaba nada menos que el nombre de Su Majestad. La segunda diferencia consistía en que ahora no iba al mando de un mísero bote de remos, como entonces, sino de una airosa lancha gasolinera, con pasamanos dorados y bandera a popa. Y la tercera diferencia, en cierto modo espectacular, era que el personaje a quien iba a recoger en aquella ocasión no era un subalterno como el difunto Comandante General, sino el Rey mismo. Pero no era ésta, con ser apabullante, la diferencia que a Veiga le importaba más. Aquella mañana, pensó ante todo, no ponía proa a la angosta playa de Sidi Dris, sino al centro mismo de la bahía. Aquella bahía casi legendaria que el Comandante General nunca había podido alcanzar, y que ahora estaba, al fin, en manos de los europeos. Mientras navegaba hacia la playa, a Veiga le asaltaron los recuerdos, los de los lejanos días del desastre y los de la reciente victoria.
Habían tenido que pasar largos años de penalidades y humillaciones, antes de que los europeos lograran doblegar la resistencia de los rebeldes de las montañas. Muchos miles de hombres habían caído, muchas ofensivas y retiradas se habían sucedido antes de aquel momento de triunfo. Durante meses, todavía en el Laya, Veiga había navegado con una constante sensación de inutilidad arriba y abajo del litoral infausto. Muchas veces había pasado el barco frente a aquella misma bahía, a prudente distancia para no correr la suerte del infortunado Juan de Juanes, y siempre había contemplado Veiga sus playas y farallones como un objetivo inaccesible y, a la vez, como la maldición que pesaba sin remedio sobre él y sobre sus compañeros.
El fin había empezado a prepararse el año anterior. Se había formado contra los moros una alianza europea, que había movilizado un ejército numeroso y moderno y una potentísima escuadra. El gobierno había decidido poner toda la carne en el asador, reunir cuantos medios fueran precisos y lanzarle por fin y costara lo que costase un zarpazo de muerte a la fiera. Coincidiendo con estos preparativos, Veiga había sido trasladado al acorazado, y con él había tomado parte en las operaciones, o mejor dicho en la operación: el desembarco definitivo sobre la bahía. Todavía tenía fresca en la memoria la imagen del formidable espectáculo. Decenas de buques de guerra y miles de hombres contra el centro vital de los moros de las montañas. Habían empezado con una intensa preparación artillera, en nada comparable a la cobertura que les habían prestado a los pobres de Sidi Dris y de Afrau cuando el desastre. No disparaban con irrisorios cañoncitos del siete con sesenta y dos como los del Laya, sino con las bestias del treinta y medio que montaba el acorazado, y que hacían temblar el mundo cada vez que tronaban. Tras recibir aquella sarta de cebollazos, el enemigo había debido quedar bastante maltrecho. Aun así la harka había conseguido alcanzar con uno de sus cañones al acorazado, sin grandes consecuencias. El proyectil había dado contra el carapacho blindado del montaje de proa, al que apenas había causado desperfectos.