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– Yo sé poco de política. Procuro saber lo que es justo, nada más. Eso, mal o bien, se sabe siempre, aquí y en Estambul.

Luego los habían destinado a los dos a la posición de Afrau, y allí llevaban ya cuatro meses. Molina había aleccionado a Amador en la táctica militar, no en la de los libros que el madrileño había podido estudiar en el curso de cabo, sino en la del terreno, la que al sargento le había enseñado África. Ahora Amador era el cabo preferido de Molina para las descubiertas.

Al entrar en la cantina de la posición de Afrau, pintada en el chillón color rojo de todas las cantinas de aquel ejército, Molina respiró con desgana su olor pesado y mugriento. Luisito se escurrió hasta el suelo y emprendió una carrera con rumbo desconocido. El cantinero, un civil sucio y obeso, y lo bastante ansioso de dinero como para aceptar ganarlo en aquel lugar dejado de la mano de Dios, saludó a Molina con aire serviclass="underline"

– Buenas tardes, mi sargento.

El cantinero sólo anteponía el «mi» a los oficiales y a Molina. Ni siquiera el suboficial que estaba destinado a la posición, con quien tenía negocios que Molina prefería ignorar, se beneficiaba de aquel tratamiento. El cantinero sabía que Molina no le apreciaba y que todos respetaban a aquel sargento veterano, así que guardarle esas formas era una manera de mantener cautamente la distancia.

Molina observó la lata de caballa. Era todo un símbolo de la cantina. De ella cogía el cantinero las únicas tapas que daba a la tropa. Clavaba el tenedor en el pescado reseco, lo ofrecía al pedigüeño y decía:

– Embarca.

El cliente abría la boca y el cantinero le metía en ella el tenedor con el cacho de caballa. Con eso se ahorraba platos que lavar, y el mismo tiro le servía para matar otro pájaro: aquella caballa salada y revenida estimulaba la sed y hacía perdonar el bautizo sistemático del vino.

Amador le hizo señas desde una mesa. Estaba con otro cabo, que a Molina no le caía tan bien. El sargento ordenó al cantinero, esquivando su cara:

– Me pones un vaso.

Y echó a andar sin prisa hacia donde estaba Amador. Se sentó junto a él y frente al otro cabo. El cantinero le trajo el vaso al cabo de medio minuto. Molina bebió un sorbo pequeño, sin paladearlo.

– Ha estado por aquí Haddú -le dijo a Amador, con voz sombría.

– ¿Algo no marcha bien, mi sargento? -se interesó el otro cabo.

– Esto es una guerra, González -se mofó Molina-. Lo normal es que algo no marche bien. Si no, sería una verbena.

– ¿Sabe algo de lo de Sidi Dris? -preguntó Amador.

– No sólo de eso. Parece que hay una harka importante al otro lado de las montañas. Cientos, dice Haddú.

– Tampoco se lo tome al pie de la letra, mi sargento -intervino González, a quien el vino soltaba la lengua-. Los moros exageran siempre.

Molina se quedó contemplando en silencio a González, pero al final prefirió pasar por alto aquel comentario.

– Antes de atacar Sidi Dris tomaron una posición que acabábamos de fortificar. Dice Haddú que se hicieron con una batería.

– Joder, eso sí que es una contrariedad -constató Amador.

– Se supone que no tienen artilleros y que no saben manejar los cañones, pero acabarán aprendiendo -temió Molina-. En todo caso, voy al asunto. Me huelo que se nos han terminado las vacaciones. A partir de ahora, habrá que estar más atentos que nunca. Ya podéis ir tomando nota.

– Pero mi sargento, si el frente está a veinte kilómetros -protestó González.

– En este país nada está lejos, cabo: Nosotros estamos aquí quietos, pero ellos van y vienen. Ésta es su tierra y también es suya la noche, cuando nosotros dormimos detrás de nuestros parapetos. Si un día deciden venir a cascarnos, vendrán antes de que queramos darnos cuenta.

Amador pensó con inquietud en la situación que el sargento sugería. Las noticias de Sidi Dris, una posición costera como Afrau, le habían producido una fuerte impresión. Se imaginaba a los moros disparándoles desde las montañas, cortándoles toda posible retirada y obligándoles a resistir de espaldas al mar. Siempre decían que la Ar mada vendría a rescatarlos en caso de apuro, pero no sería fácil salvarse si tenían que bajar a la playa bajo el fuego.

– ¿Qué cree que se proponían, mi sargento? -preguntó, con ansiedad.

Molina respiró hondo y bebió otro sorbo antes de contestar.

– Creo que probaban nuestras fuerzas. Y creo que hemos fallado.

En ese momento, se desató un ruido de cristales rotos detrás de la barra. Acto seguido se oyó al cantinero renegar:

– Maldita sea tu estampa, bestia del demonio.

Un par de segundos después, Luisito atravesó la cantina como una exhalación y se perdió entre las tiendas. Todos se rieron, incluso Molina.

– Ya se lo dije al teniente. Hace demasiado calor, el vino es infame y la harka anda al acecho. Pero por lo menos tenemos al mono.

3 Laya

LOS GENERALES DISCUTEN

El cañonero Laya, que cargaba sobre sus esforzadas cuadernas el penoso deber de vigilar la costa que se extendía al oeste de Melilla, navegaba a toda máquina hacia Sidi Dris. Era mediodía, uno de esos mediodías azules de verano en los que la mar refulgía como si fuera de plata. El alférez Veiga, acodado junto al cañón de la amura de babor, recordó la última vez que habían ido a Sidi Dris, tres días atrás. Entonces la posición estaba sitiada y de las alturas que la rodeaban caía sobre ella un intenso fuego de fusil. Desde el barco había visto las nubecillas blancas que delataban la posición de los tiradores moros. Eran tantas que resultaba increíble. Después de soltar un par de andanadas la refriega se había calmado un poco, y al final del día los atacantes se habían retirado dejando numerosas bajas. Pero había sido la primera vez que Veiga veía un espectáculo semejante y no había podido evitar sentir compasión por los pobres infantes metidos en aquella ratonera. Su suerte, si lo meditaba, era infinitamente mejor. El barco iba y venía sobre las olas, en el espacio siempre abierto de la mar. Nunca antes se había sentido tan feliz de ser marino, y no, por ejemplo, uno de aquellos soldados condenados a resistir el asedio dentro de su precario reducto.

Aquel día la misión que llevaban era muy diferente. En el camarote del comandante descansaba el Alto Comisario jefe supremo de todas las fuerzas de África. Se dirigía a Sidi Dris a conferenciar con el Comandante General, que era el jefe de las tropas de la zona de Melilla. Se decía que las relaciones entre ambos dejaban bastante que desear. El Alto Comisario era un año más joven y había estado a las órdenes del otro. Ahora las tornas se habían cambiado y el Comandante General lo acataba de mala gana. Tampoco el Alto Comisario se sentía demasiado feliz de tener a aquel subordinado. El Comandante General tenía fama de impulsivo, todo lo contrario que el Alto Comisario, un hombre más bien reflexivo y calculador.

Veiga, como correspondía a su rango de último oficial del Laya, apenas había visto al Alto Comisario cuando había subido al barco. Le había parecido cansado y de bastante mal humor. Su bigote de afiladas puntas le daba un aire triste y anticuado. Sus compañeros decían que en otras ocasiones en que le habían llevado a bordo se había mostrado más comunicativo, pero Veiga no podía hacer la comparación. Llevaba sólo quince días en el Laya. Era su primer destino tras salir de la escuela naval. No había tenido mucha suerte, porque nadie quería que le enviaran a aquellos sufridos cañoneros obligados a ir y venir por la costa Africana para atender las necesidades de las posiciones. Hacían a la vez de apoyo y de aprovisionamiento y estaban todo el día pringados. Pero Veiga no se quejaba. Era un barco, a fin de cuentas, y estaban donde podían ser útiles. Aunque echaba de menos la lluvia de Galicia y el viento del Atlántico, la mar siempre era la mar.