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El Alto Comisario esperaba al Comandante General en cubierta. Siempre procuraba guardarle alguna cortesía, por el hecho de haber sido su superior y también por la condición, que ambos compartían, de antiguos ayudantes del Rey. Al Alto Comisario no le cabían muchas dudas de la preferencia que el Rey sentía por el Comandante General. De hecho, si le habían nombrado Comandante General de Melilla había sido a sugerencia del propio Rey, tras haber sido destituido de su cargo en la zona occidental por las torpezas que su soberbia le había llevado a cometer allí.

– ¿Cómo estás, Manolo? -preguntó el Alto Comisario, forzando la sonrisa bastante abnegadamente.

– A tus órdenes -contestó el Comandante General, saludando al otro con un gesto enérgico, casi brusco.

Los dos generales desaparecieron juntos bajo el castillo y entraron solos en la cámara de oficiales. Sus ayudantes se quedaron a la puerta, con los oficiales de la tripulación. Aun-que Veiga era joven e inexperto, no se le escapó la tensión que remaba en el ambiente. Al fin se decidió a romperla el coronel Morán, dirigiéndose al comandante del Laya:

– Vaya guerra os estamos dando últimamente.

Con eso se abrió una conversación de circunstancias, que al menos sirvió para hacer menos larga la espera. Mientras tanto, en la cámara de oficiales, el Alto Comisario y el Comandante General entraban en materia.

– ¿Qué estás haciendo, Manolo? -preguntó el Alto Comisario.

– Cumplir el plan que me aprobaste hace dos meses, mi general.

Cuando el Comandante General quería marcar las distancias, como aquella tarde, solía llamar a su compañero y antiguo subordinado mí general. Al Alto Comisario le exasperaba aquella actitud, en la que veía la rabieta de un niño malcriado al que le hubieran quitado su juguete.

– ¿Qué plan? ¿Cuándo te he autorizado yo a cruzar ese río?

El Comandante General rehuía la mirada del Alto Comisario, pero no era por miedo, sino por altivez. Para dejarlo bien claro le miró a los ojos en actitud desafiante, mientras respondía:

– En el plan lo tienes escrito. Asegurar la posesión del macizo de la sierra de Quilates como paso previo al avance sobre la bahía. Tomar posiciones en el territorio de la tribu de Tensamán. Para eso hay que cruzar el río.

– No me vengas con pamplinas, Manolo. Estuvimos hablando del asunto hace un mes. Te dije que no veía madura la situación en el territorio de Tensamán, y estuviste de acuerdo. Te pedí que intensificaras y consolidaras la acción política con los jefes antes de emprender ninguna operación militar.

– Y así lo he hecho.

El Alto Comisario le atajó:

– Eso lo dices tú. Todo lo que veo es que mandaste una columna a tomar una posición que perdimos en unas pocas horas. Nos ha costado hombres, cañones y deserciones en masa de tropas indígenas. Nada nos conviene menos en este momento, y no me parece el síntoma de una situación política consolidada. Más bien es todo lo contrario.

– Había que hacer una demostración de fuerza. El enemigo intimida constantemente a quienes nos son leales o pretenden someterse.

– Joder, Manolo, y más que los van a intimidar ahora.

El Comandante General encajó mal el reproche.

– Puede que la operación no se ejecutara en debida forma -reconoció, mordiendo las palabras-. Asumo la responsabilidad por eso. No siempre se tiene éxito en lo que se intenta. Quien no intenta nada nunca se equivoca.

El Alto Comisario soltó un bufido.

– Por favor, Manolo, no empecemos con ésas. No te estoy reprendiendo porque haya salido mal, sino porque nunca debería haberse intentado. Deberías haber previsto que pasaría lo que pasó. Bastaría con que leyeras los informes de tu gente. El último que me mandaste del coronel Morán, sin ir más lejos. Es evidente que en la zona de Tensamán se cuece algo que impide que progresemos como deberíamos. No puedes hacer sin más como si no existiera y tirar adelante. Si tienes que trabajar más, trabaja más.

– ¿A qué le llamas trabajar más? ¿A seguir regando nuestro dinero entre esos andrajosos? Con una mano te lo cogen y con la otra te apuñalan. Sinceramente, mi general, no creo que nuestra red de jefecillos pensionados nos vaya a ser de decisiva ayuda para lograr el objetivo. Llevamos mucho tiempo y mucho dinero gastado sin sacar más que promesas ambiguas.

El Alto Comisario miró a su interlocutor. Era evidente que estaba convencido de tener la razón y que nada iba a cambiar eso. Hacía más esfuerzos por defender su orgullo herido que por escuchar lo que su superior pudiera decirle. Pero él era quien mandaba allí, y temió que aquella tarde, si no se lo hacía notar, iba a limitarse a desperdiciar saliva.

– Vamos a ver si nos aclaramos -dijo, procurando mantener la calma-. Tal y como yo lo entiendo, y no tengo más elementos de juicio que los informes que tú me remites, el problema tiene nombre y apellido.

– ¿A qué te refieres?

– Al Jatabi. Nuestro antiguo juez de apelación.

– Eso es una tontería, con mis respetos. Es un pequeño caíd ensoberbecido. Nada más. No querrás que le deje marcarnos el paso.

El Comandante General apenas podía contener su ira al oír el nombre del Jatabi. Aquel moro, letrado y de buena familia, había servido a los europeos como kadí koda o juez de jueces de la Oficina de Asuntos Indígenas. El Comandante General le había tratado siempre con desprecio, y el Jatabi, resentido, se había atrincherado en el territorio de su tribu de las montañas. Desde allí intrigaba desde hacía tiempo contra los invasores, cuyas debilidades conocía bien. Según los informes, andaba reclutando gente y presionando a quienes dudaban si seguir o no el ejemplo de los sumisos. En opinión del coronel Morán, autor de la mayoría de aquellos informes, debía intentarse por todos los medios atraerle de nuevo, porque era un jefe astuto e influyente. Era el caso que el Jatabi, además de subalterno del coronel en la Oficina de Asuntos Indígenas, había sido su profesor de árabe y dialecto. Eso, unido al trato considerado que el coronel le había dado siempre, le había servido para ganarse su amistad. Aprovechando esa simpatía, el coronel había intentado convencerle con dinero, como era costumbre. Pero el moro, aunque había recibido amablemente a su antiguo jefe y alumno, había rehusado todas las ofertas. Tampoco habían sido muy generosas, porque el Comandante General sentía honda repugnancia hacia la idea de comprar a quien en su criterio debía ser castigado como traidor.

El Alto Comisario meditó durante u" instante sobre la última observación del Comandante General. Después, con fría ironía, opinó:

– El pequeño caíd nos ha dado una paliza, Manolo. De momento puede que no sea demasiado fuerte, pero si vuelve a sorprendernos lo será. Cada vez que metamos la pata, tendrá más partidarios. Ya sabes que esta gente siempre se pone del lado del vencedor. Si no puedes negociar con él, negocia con todos los demás y procura aislarle. Entre tanto, nada de aventuras.

El Comandante General había llegado al limite de su paciencia. Había sido él quien a base de audacia y de intuición había conseguido conquistar en los últimos seis meses lo que nadie había conquistado en diez años. Ningún otro había sometido a tantas tribus en tan poco tiempo. Y eso a pesar de que tenía la mitad de los hombres que necesitaba y de no haber recibido los refuerzos que insistentemente había reclamado. Nadie le ayudaba, pero le abroncaban y le decían lo que tenía que hacer. No pudo contenerse: