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Ursula K. Le Guin

El nombre del mundo es Bosque

1

Cuando despertó, el capitán Davidson se quedó un rato acostado, mientras recordaba dos hechos ocurridos el día anterior. Uno positivo: el nuevo cargamento de mujeres había llegado. Créanlo o no. Ya estaban aquí, en Centralville, a veintisiete años luz de la Tierra por NAFAL y a cuatro horas en helicóptero de Campamento Smith, el segundo grupo de hembras de cría para la Colonia Nueva Tahití, todas sanas y aptas, doscientas doce cabezas de ganado humano de primerísima calidad. O, en cualquier caso, lo suficientemente buena. Uno negativo: el informe de Isla Dump sobre el fracaso de las cosechas, la erosión incesante, el diluvio. La imagen de las doscientas doce figuritas en fila, lozanas, tentadoras, atractivas, desapareció de la mente de Davidson, y dejó paso a una visión donde la lluvia caía en cascadas sobre los campos cultivados, golpeando la tierra hasta convertirla en fango, diluyendo el fango en ríos rojizos que se deslizaban por entre las rocas y desembocaban en un mar batido por la lluvia. La erosión había comenzado antes que Davidson se marchara de la isla para encargarse de la dirección del gobierno en Campamento Smith, y como estaba dotado de una memoria visual prodigiosa, de esas que llaman eidéticas, ahora lo revivía todo con demasiada claridad.

Uno habría pensado que Kess tenía razón, que en definitiva era necesario dejar muchos árboles en los terrenos que proyectaban destinar a la agricultura. Pero Davidson no podía entender por qué se tenía que desperdiciar tanto espacio para árboles en un cultivo de soja, si se trabajaba la tierra de una forma verdaderamente científica. En Ohio no era así: si uno quería cereales sembraba cereales, y nadie malgastaba terreno en árboles y otras tonterías. Aunque por otro lado la Tierra era un planeta domado, y Nueva Tahití no lo era.

Pero para eso estaba él allí para domado. Y si ahora Isla Dump no era nada más que un montón de rocas y barrancos pues bien, se la borraba del mapa;,, se empezaba de nuevo en oca ¡da y se hacían mejor las cosas. No siempre nos vas a derrotar, planeta maldito dejado de la mano de Dios. Nosotros somos Hombres. Pronto sabrás lo que significa esto, pensó Davidson, y sonrió en la oscuridad de la cabaña, pues a Davidson le gustaban los desafíos. Al pensar en los Hombres, recordó las Mujeres, y una vez más desfilaron por su mente las doscientas doce figuritas insinuantes, risueñas, bulliciosas.

—¡Ben! —bramó, sentándose en la cama y balanceando los pies desnudos por encima del suelo también desnudo —. ¡Agua caliente prepara Rápido-volando!

El bramido acabó de despertarle a plena satisfacción.

Se desperezó, se rascó el pecho, se puso los pantalones cortos y salió de la cabaña, a la luz del sol, con gestos rápidos y precisos. Era un hombre corpulento de músculos recios, y disfrutaba de su cuerpo bien entrenado. Ben, su creechi, tenía el agua a punto y humeante sobre el fuego, como de costumbre, y estaba allí, acurrucado, mirando las musarañas, como de costumbre. Los creechis nunca dormían, no hacían nada más que estarse allí y mirar y mirar.

—Desayuno. ¡Rápido-volando! —dijo Davidson, mientras recogía la navaja de encima de la mesa de madera, donde la había dejado el creechi, junto con una toalla y un espejo.

Sería un día ajado para Davidson. Había decidido, de repente, volar hasta Centralville para ver con sus propios ojos a las nuevas mujeres. No iban a durar mucho, doscientas doce para más de dos mil hombres, y como las de la primera tanda, casi todas serían con seguridad Novias Coloniales, sólo unas veinte o treinta vendrían como Personal de Esparcimiento; pero aquellas criaturitas eran verdaderas hembras, insaciables, y esta vez Davidson estaba decidido a ser el primero, al menos con una de ellas. Sonrió por el lado izquierdo, mientras se afeitaba la tensa mejilla derecha con la herrumbrosa navaja.

El viejo creechi iba y venía de un lado a otro y tardaba una hora en traerle el desayuno desde la cocina.

—¡Rápido-volando! —aulló Davidson, y Ben aceleró su vagabundeo desarticulado convirtiéndolo en algo parecido a una marcha.

Ben medía alrededor de un metro de estatura y la pelambrera que le cubría la espalda parecía más blanca que verde; era viejo, y duro de mollera, incluso comparado con otros creechis, pero Davidson sabía cómo manejarlo; él era capaz de domar a cualquiera de ellos, siempre y cuando el esfuerzo valiera la pena. Pero no valía la pena. Que trajeran aquí seres humanos en cantidad suficiente, que construyesen máquinas y robots, que edificaran granjas y ciudades, y ya nadie necesitaría recurrir a los creechis. Y sería lo justo, además, pues este mundo, Nueva Tahití, estaba literalmente hecho para los hombres. Una vez limpio y rehecho, una vez eliminados los bosques sombríos por interminables campos de cereales, una vez erradicados el oscurantismo, el salvajismo y la ignorancia, aquello sería un paraíso, un verdadero Edén. Un mundo mejor que la cansada Tierra. Y sería su mundo, el mundo de Davidson. Porque muy en el fondo, Don Davidson era eso: un domador de mundos. Y no porque fuera hombre jactancioso, pero eso sí, conocía su valor. Sabía lo que quería y, cómo conseguirlo. Y siempre lo lograba.

El desayuno llegó caliente al estómago del capitán Davidson. Ni siquiera la aparición de Kees van Sten, gordo, blanco y preocupado, los ojos desorbitados, como unas pelotas de golf de color azul, logró estropearle el buen humor.

—Don —dijo Kees sin molestarse en darle los buenos días—, los leñadores han vuelto a cazar ciervos en los Desmontes. Hay dieciocho pares de astas en la habitación del fondo de la Hostería.

—Nadie consiguió jamás que no se cazara en los cotos, Kees.

—Tú puedes hacerlo. Por eso vivimos bajo la ley marcial, por eso el Ejército gobierna esta colonia. Para que se cumplan las leyes.

¡Un ataque frontal de Gordo van Kees! Era casi divertido.

—De acuerdo —dijo Davidson en un tono razonable—, yo podría. Pero mira una cosa, yo estoy aquí para velar por los hombres; ésa es mi función, como tú dices. Y son los hombres lo que cuenta. No los animales. Si un poco de caza furtiva les ayuda a soportar la vida en este mundo dejado de la mano de Dios, yo estoy dispuesto a hacer la vista gorda. En algo tienen que entretenerse.

—Tienen juegos, deportes, aficiones, cine, copias televisadas de los principales encuentros deportivos del siglo, licores, marihuana, alucinógenos, y un grupo nuevo de mujeres en Centralville para quienes no están contentos con las aburridas recomendaciones del Ejército: una higiénica homosexualidad. Tus héroes fronterizos están malcriados y corrompidos, y no hay ninguna necesidad de que exterminen una especie nativa única para “entretenerse”. Si tú no tomas medidas, tendré que denunciar una grave infracción de los Protocolos Ecológicos en mi informe al capitán Gosse.

—Puedes hacerlo si lo consideras justo, Kees —dijo Davidson, que nunca perdía la calma. Era casi patético ver la forma en que un euro como Kees enrojecía hasta las orejas cada vez que perdía el dominio de sí mismo —. A fin de cuentas es tu deber. No discutiré contigo. Central estudiará el asunto y decidirá quién tiene razón. Mira, Kees, tú en realidad quieres conservar este lugar tal como está. Como un Gran Parque Nacional. Para recreo de la vista, para estudio. Formidable, tú eres un especialista. Pero somos nosotros, los don nadie, los que tenemos que hacer el trabajo. La Tierra necesita madera, la necesita desesperadamente. Y nosotros hemos encontrado madera en Nueva Tahití.

Pues bien, ahora somos leñadores. Mira, en lo que tú y yo discrepamos es en que para ti la Tierra no es lo más importante. Para mí, sí.

Kees lo miró de soslayo con esos ojos que parecían pelotas de golf de color azul.

—¿De veras? ¿Así que lo que tú quieres es construir este mundo a imagen y semejanza de la Tierra? ¿Un desierto de cemento?