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—Capitán Davidson —dijo—, tengo un par de preguntas, a propósito de su enfrentamiento de anteayer con los cuatro nativos. ¿Está usted seguro de que uno de ellos era Sam, o Selver Thele?

—Creo que sí.

—Usted no ignora que él está resentido contra usted.

—No sé nada.

—¿No lo sabe? La mujer de Selver murió en las habitaciones de usted inmediatamente después de una relación sexual, y él le considera responsable de esa muerte, ¿no lo sabía usted? Selver le atacó una vez, antes, aquí en Centralville; ¿lo había olvidado? Y bien, lo cierto es que el odio personal de Selver hacia el capitán Davidson puede servir como explicación o motivación parcial de este ataque sin precedentes. Los atlishianos no son incapaces de utilizar la violencia personal, nunca afirmé nada semejante. Los adolescentes que no han dominado aún el sueño controlado o el canto competitivo suelen luchar entre ellos, o pelearse a puñetazos, y no siempre amistosamente. Pero Selver es un adulto y un adepto; y, su primer ataque personal al capitán Davidson, que yo presencié en parte, era sin lugar a dudas una tentativa de asesinato. Como lo fue, dicho sea de paso, la represalia del capitán Davidson. En ese momento, consideré el ataque como un episodio psicótico aislado, producto de un dolor compulsivo e incontenible. Me equivoqué.

Capitán, cuando los cuatro atlishianos se abalanzaron sobre usted desde un lugar oculto, corno dice usted en el informe, ¿quedó postrado en el sumo?

—Sí.

—¿En qué posición?

El rostro sereno de Davidson se puso tenso y rígido, y Lyubov sintió una punzada de remordimiento. Quería acorralar a Davidson en sus mentiras, obligarle a decir la verdad alguna vez, pero no quería humillarle en presencia de otros. Las acusaciones de violación y asesinato corroboraban la imagen que Davidson tenía de sí mismo, la del hombre totalmente viril, pero ahora esa imagen estaba en peligro: Lyubov había presentado al soldado, el luchador, el hombre frío y rudo, derribado por enemigos de la talla de un niño de seis años… ¿Tanto le costaba a Davidson, entonces, recordar aquel momento en que tendido en el suelo miraba por una vez desde abajo a los hombrecillos verdes, no desde arriba?

—Estaba boca arriba.

—¿Tenía la cabeza echada hacia atrás, o vuelta hacia un costado?

—No lo sé.

—Estoy tratando de establecer un hecho, capitán, un hecho que podría contribuir a explicar por qué Selver no le mató, pese a que tenía una cuenta pendiente con usted y que pocas horas antes había ayudado a matar a doscientos hombres. Me preguntaba si usted habrá estado echado por ventura en una el tras posiciones atlishianas que obligan al adversario a interrumpir el ataque.

—No lo sé.

Lyubov paseó una mirada rápida alrededor de la mesa de conferencias; en todos los rostros había una curiosidad y cierta tensión.

—Esos gestos y posiciones que previenen la agresión, pueden tener alguna raíz innata, pueden ser provocados por el instinto de supervivencia, y por supuesto se enseñan, pero se los fomenta y se los propaga socialmente. La más eficaz y la más completa es una posición postrada, decúbito dorsal, con los ojos cerrados, la cabeza volcada hacia atrás, exponiendo la garganta. Creo que un atlishiano de las culturas locales sería incapaz de golpear a un enemigo en esa posición. La cólera y la agresión tendrían que ser descargadas de algún otro modo. ¿Cuando fue derribado, Selver no cantó, por casualidad?

—¿No qué?

—No cantó.

—No lo sé.

Bloqueo. Nada que hacer. Lyubov estaba a punto de encogerse de hombros y abandonar la partida, cuando el cetiano preguntó: —¿Por qué, señor Lyubov?

La característica más fascinante del desapacible temperamento cetiano era la curiosidad, una curiosidad inoportuna e inagotable; los cetianos se morían de impaciencia, siempre queriendo ver lo que había después.

—Vea usted —dijo Lyubov—, los atlishianos utilizan una especie de canto ritual en sustitución de la lucha física. También éste es un fenómeno social universal que puede tener bases fisiológicas, aunque es muy difícil definir algo como “innato” en los seres humanos. Aquí, sin embargo, todos los primates superiores participan en torneos vocales entre dos machos, mucho aullido y mucho silbido; al fin, el macho vencedor puede asestarle al otro un puñetazo, pero en general se limitan a pasar una hora o algo así tratando de descubrir quién chilla más fuerte. Los propios athshianos advierten la semejanza de esta costumbre de los primates con sus propios concursos de canto, que también se disputan exclusivamente entre machos; pero como ellos mismos observan, esos concursos no son una simple descarga de agresividad, sino una forma de arte. El mejor artista gana. Lo que me preguntaba era si Selver había cantado sobre el capitán Davidson, y en ese caso, si cantó porque no podía matarle, o porque prefirió una victoria sin derramamiento de sangre. Estas preguntas necesitan ahora respuestas bastante urgentes.

—Doctor Lyubov —dijo Lepennon—, ¿en qué medida son eficaces estos mecanismos de canalización de la agresividad? ¿Son universales?

—Entre los adultos, sí. Así lo manifiestan mis informantes, y todas mis observaciones parecían corroborarlo, hasta anteayer. La violación, la agresión violenta y el asesinato no existen virtualmente entre ellos. Hay accidentes, por supuesto. Y hay psicóticos, pero no muchos.

—¿Qué hacen con los psicóticos peligrosos?

—Los aíslan. Literalmente. En islas pequeñas.

—Los athshianos son carnívoros. ¿Cazan animales?

—La carne es un alimento común.

—Asombroso —dijo Lepennon, y su tez blanca palideció aún más de pura excitación —. ¡Una sociedad humana con una barrera eficaz contra la guerra! ¿Y a qué costo, doctor Lyubov?

—No estoy seguro, señor Lepennon. Quizá a expensas del cambio. Son una sociedad estática, estable, uniforme. No tienen historia. Perfectamente integrada y absolutamente inmóvil. Pero esto no significa que no sean capaces de adaptarse.

—Señores, todo esto es muy interesante, sobre todo para los especialistas, sin duda, pero puede no tener mucha relación con lo que estamos tratando…

—No, discúlpeme, coronel Dongh, quizá éste sea el centro de la cuestión. ¿Decía, doctor Lyubov?

—Bueno, me pregunto si no están demostrando que pueden adaptarse, ahora.

Adaptando su comportamiento al nuestro. A la Colonia Terráquea. Durante cuatro años se han comportado con nosotros como se comportan entre ellos. A pesar de las diferencias físicas, nos reconocieron como miembros de la misma especie, como hombres. Sin embargo, nosotros no les respondimos como miembros de esa especie. Hicimos caso omiso de las respuestas, los derechos y las obligaciones de la no violencia. Hemos matado, violado, dispersado y esclavizado a los humanos nativos, hemos destruido sus comunidades, y talado sus bosques. No sería sorprendente que hayan llegado a la conclusión de que no somos humanos.

—Y que por lo tanto pueden matarlos, como animales, sí, sí —dijo el cetiano, disfrutando de la lógica; pero la cara de Lepennon era como de piedra, imperturbable, y blanca.

—¿Esclavizado? —dijo.

—Las opiniones y teorías del capitán Lyubov son personales —dijo el coronel Dongh —. Tengo la obligación de declarar que me parecen erróneas, y él y yo ya lo hemos discutido muchas veces con anterioridad. Nosotros no empleamos esclavos, señor. Algunos de los nativos cumplen funciones útiles en nuestra comunidad. El Cuerpo Voluntario de Mano de Obra Autóctona es parte integrante de todos los campamentos, excepto los temporarios.

Disponemos aquí de muy escaso personal para llevar a cabo nuestras tareas y necesitamos obreros y empleamos todos los que podemos conseguir, pero de ninguna manera en condiciones que pudieran llamarse de esclavitud.

Lepennon estaba a punto de hablar, pero le cedió la palabra al cetiano, quien dijo solamente: —¿Cuántos de cada raza?