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—Es evidente para nosotros —prosiguió el coronel —que usted cometió un grave error de juicio cuando se refirió al temperamento pacífico de los nativos del planeta, y por haber confiado en la descripción de un especialista ha ocurrido esa terrible tragedia de Campamento Smith. De modo que tendremos que esperar hasta que otros especialistas en esvis hayan tenido tiempo de estudiarlos, porque evidentemente las teorías de usted eran básicamente erróneas.

Lyubov, inmóvil, acusó el golpe. Que los hombres de la nave les vieran pasarse la culpa de mano en mano como un ladrillo caliente: tanto mejor. Cuanto más discrepancias entre ellos salieran a la luz, mayores eran las probabilidades de que estos Emisarios les observasen y les vigilasen. Y él era culpable: él se había equivocado. Al demonio con el amor propio, si el pueblo del bosque tiene una oportunidad, pensó Lyubov, y el sentimiento de humillación y autosacrificio fue tan intenso que los ojos se le llenaron de lágrimas.

Sabía que Davidson le estaba observando.

Se irguió, muy tieso, el rostro enrojecido, las sienes palpitantes. Ese bastardo de Davidson se burlaría de él. ¿No veían Or y Lepennon la clase de hombre que era Davidson, y cuánto poder tenía aquí, mientras que el poder de Lyubov, llamado “asesoramiento”, no era más que una ráfaga de humo? Si se daba a los colonos rienda suelta sin otra vigilancia que la de una superradio, la masacre de Campamento Smith se convertiría casi con certeza en el pretexto de una agresión sistemática contra los nativos.

El exterminio bacteriológico, muy probablemente. El Shackleton volvería a Nueva Tahití dentro de tres años y medio o cuatro, y encontraría una próspera colonia terráquea, y ningún problema creechi. Absolutamente ninguno.

Qué lamentable fue lo de la peste, a pesar de haber tomado todas las precauciones requeridas por el Código; pero era una especie mutante, no tenía resistencia natural, aunque logramos salvar a unos pocos trasladándoles a la Nueva Falkland en el sur, y allí andan a las mil maravillas los sesenta sobrevivientes.

La conferencia no se prolongó mucho tiempo más.

Lyubov se puso de pie y se inclinó hacia Lepennon por encima de la mesa.

—Usted tiene que decide a la liga que salve los bosques, a la gente de los bosques —le dijo en voz casi inaudible, con la garganta oprimida—, tiene que hacerlo, por favor.

El hainiano buscó los ojos de Lyubov; su mirada era reservada, bondadosa y profunda como un pozo. No dijo nada.

4

Era cosa de no creer. Se habían vuelto todos locos. Este condenado mundo extraño les había sorbido el seso, despachándoles al otro lado, al distante país de los sueños, a hacerles compañía a los creechis. No podía creer lo que había visto en esa “conferencia” y las instrucciones que vinieron después, aunque lo volviese a ver de cabo a rabo en una película. El comandante de una nave de la flota lamiéndole las botas a dos humanoides.

Los ingenieros y los técnicos babeando y balbuciendo a propósito de una radio fantástica que con mucho bombo y mucha socarronería les regalaba un cetiano peludo, ¡como si el CID no hubiera sido pronosticado por la ciencia terráquea haba años! Los humanoides habían robado la idea, la habían llevado a la práctica, y ahora lo llamaban un “ansible” para que nadie se diera cuenta que no era ni más ni menos que un CID. Pero la peor parte había sido la conferencia, con la mente de Lyubov delirando y lloriqueando, y el coronel Dongh como si tal, dejándole insultar a Davidson y a la plana mayor y a la Colonia entera, y los dos humanoides allí sentados y sonriendo todo el tiempo, el mico gris y el gran maricón blanco, burlándose de los humanos.

Había sido espantoso. Y las cosas no habían mejorado desde la partida del Shackleton. A él no le importaba que le mandasen al Campamento Nueva Java a las órdenes del mayor Muhamed. El coronel tenía que castigarle; era muy posible que el viejo Ding Dong aprobara con entusiasmo el ataque incendiario a la Isla Smith, pero la incursión había violado la disciplina y el viejo había tenido que llamarle la atención. De acuerdo, eran las reglas del juego. Pero lo que no estaba dentro de las rejas del Pego era toda esa charla que llegaba por el televisor monumental que llamaban el ansible, ese nuevo ídolo de latón que ahora veneraban en el Cuartel General.

Órdenes del Departamento de Administración Colonial en Karachi: Restringir los contactos entre terráqueos y athshianos a encuentros propuestos por los athshianos. En otras palabras, ya no se podía ir a las madrigueras de los creechis a buscar mano de obra. Se desaconseja el empleo de la mano de obra voluntaria; se prohíben terminantemente los trabajos forzados. Y más y más, siempre la misma cantinela. ¿Cómo diantres suponían que se hada el trabajo? ¿Queda la Tierra esa madera, sí o no? Ellos seguían mandando a Nueva Tahití las naves robot de carga, claro que sí, cuatro por año, y cada una llevaba de regreso a la Madre Tierra maderas de primerísima calidad por valor de unos treinta millones de dólares nuevos. Seguro que la gente de Desarrollo quería esos millones. Eran hombres de negocios. Estos mensajes no venían de allí, cualquier imbécil podía darse cuenta.

El status colonial de Mundo 41 —pero ¿por qué no lo llamaban más Nueva Tahití? está en estudio. Hasta que no se tome una decisión ha de observarse una extrema cautela en todos los contactos con las nativas… El uso de armas de cualquier índole, excepto armas blancas pequeñas para uso personal, está terminantemente prohibido… igual que en la Tierra, con la diferencia de que allí un hombre ya no podía ni siquiera portar armas blancas. ¿Qué demonios venía a hacer uno a un mundo fronterizo, a veintisiete años luz de la Tierra, si luego decían nada de fusiles, nada de dinamita, nada de bombas de microbios, nada de nada, a quedarse quietecitos como niños buenos y esperar que vengan los creechis a escupirte en la cara y a cantarte canciones y a hundirte un cuchillo en las tripas y a quemar tu campamento?; pero tú no vayas a dañar a los preciosos hombrecillos verdes, ¡no señor!

Se recomienda muy especialmente una política de moderación; toda política de agresión o represalias queda estrictamente prohibida.

Ésa era la sustancia de todos los mensajes, y cualquier imbécil podía ver que no era la Administración Colonial la que hablaba. No podían haber cambiado tanto en treinta años.

Aquellos eran hombres prácticos, con la cabeza bien puesta, y sabían lo que era la vida en los planetas fronterizos. Era perfectamente claro, para cualquiera que no hubiese perdido el juicio en el geoshock, que los mensajes del “ansible” eran falsificados. Podían haber implantado directamente en la máquina toda una serie de respuestas a preguntas altamente probables, por computadora. Los ingenieros decían que si fuera así ellos lo habrían detectado; tal vez. En tal caso aquel chisme se comunicaba instantáneamente, sí, con otro mundo. Pero ese mundo no era la Tierra, por supuesto. No había hombres enviando las respuestas por teletipo en la otra punta del truco; había extraños,, humanoides. Cetianos probablemente, puesto que la máquina era de fabricación cetiana.

Una pandilla de demonios astutos, capaces de poner precio a la supremacía interestelar.

Y los hainianos se habían unido a ellos en la conspiración, naturalmente; toda esa charla lacrimógena de las supuestas instrucciones tenía un tono hainiano. Cuáles eran los objetivos a largo plazo de los humanoides, era difícil adivinarlo desde allí; probablemente se proponían debilitar al Gobierno Terráqueo enredándolo en ese montaje de la “Liga de los Mundos”, hasta que los extraños fuesen bastante fuertes como para proceder a una ocupación armada. Pero el plan para la Nueva Tahití era fácil de adivinar: permitir que los creechis les libraran de los humanos. Atar de pies y manos a los hombres con un montón de instrucciones falsificadas transmitidas por el “ansible” y dejar que comenzara la matanza. Los humanoides ayudan a los humanoides: las ratas ayudan a las ratas.