Y el coronel Dongh se lo había creído. Cumpliría órdenes. Si hasta se lo había dicho a Davidson.
—Tengo el propósito de cumplir las órdenes que me llegan del Cuartel General de la Tierra, y tú, Don, por Dios, cumplirás mis órdenes de la misma manera, y en Nueva Java obedecerás las órdenes del mayor Muhamed.
Era estúpido, el viejo Ding Dong, pero le tenía simpatía a Davidson, y Davidson simpatizaba con él. Si eso significaba traicionar a la raza humana en favor de una conspiración de humanoides, él no podía obedecer esas órdenes, pero a pesar de todo le daba lástima el viejo soldado. Imbécil, sí pero leal y valiente. No era un traidor nato como ese llorón chismoso y mojigato de Lyubov. Si a alguien deseaba que los creechis le cayeran encimo era al sabelotodo de Raj Lyubov, que tanto los amaba.
Algunos hombres, especialmente los asiatiformes y los de tipo indostánico son en verdad traidores natos. No todos, pero algunos. Otros hombres son salvadores natos. Era como tener ascendencia euraf, o un buen físico; cosas por las que no se atribuía ningún mérito. Si podía salvar a los hombres y mujeres de Nueva Tahití, lo haría; si no podía, al menos lo habría intentado de todo corazón; y eso era lo que importaba, al fin y al cabo.
Las mujeres, ahora, eso lo irritaba. Se habían llevado a las diez damiselas que había en Nueva Java y no habían mandado ninguna de las nuevas desde Centralville. “Todavía no hay garantías”, balaba el Cuartel General. Bastante desconsiderado para con los tres campamentos de avanzada. ¿Qué esperaban que hicieran los acantonados si los creechis eran intocables y las hembras humanas se las reservaban los afortunados bastardos de Centralville? El resentimiento sería espantoso. Pero no podía durar mucho tiempo, la situación era demasiado descabellada. Si ahora que el Shackleton se había marchado ellos no empezaban a enderezar las cosas, entonces el capitán D. Davidson tendría que hacer un pequeño trabajo extra y enderezarlas él mismo.
En la mañana del día en que Davidson se marchó de Central habían dejado en libertad a todos los trabajadores creechis. Habían pronunciado un noble discurso en angliparla, habían abierto las puertas de los corrales, y dejado salir a cada uno de los creechis domesticados, cargadores, poceros, cocineros, limpiadores, criados, doncellas, todos. No quedó ninguno. Algunos habían estado con sus amos desde que se fundara la colonia, hacía cuatro años terrestres. Pero ellos no sabían lo que era la lealtad. Un perro, un chimpancé se habría quedado rondando en las cercanías. Estas alimañas no tenían ni siquiera ese nivel de desarrollo, eran como las víboras o las ratas, apenas lo bastante astutos como para darse la vuelta e hincarle a uno los dientes tan pronto como los dejaba salir de la jaula. Ding Dong estaba loco de remate, dejar a todos esos creechis sueltos en la vecindad. Arrojarlos como basura que eran en Isla Triste para que se muriesen de hambre, ésa hubiera sido la mejor solución. Pero Dongh les seguía teniendo miedo a los dos humanoides de la caja parlante. Si los creechis de Centralville querían imitar la atrocidad de Campamento Smith, ahora contaban con montones de nuevos reclutas realmente valiosos, que conocían al dedillo el plano de la ciudad, las costumbres, el sitio donde estaba el arsenal, los puestos de los guardias, y todo. Y si Centralville era incendiada, los del Cuartel General sólo tendrían que darse las gracias a sí mismos. Y bien merecido que lo tendrían, al fin y al cabo. Por dejarse embaucar por los traidores, por escuchar a los humanoides y desoír los consejos de hombres que realmente sabían cómo eran los creechis. Ninguno de ellos había vuelto al campamento y encontrado cenizas y ruinas y cadáveres calcinados, como le había sucedido a él. Y el cuerpo de Ok, allí donde habían masacrado a la cuadrilla de leñadores, con una flecha clavada en cada ojo, como un insecto monstruoso con las antenas tendidas al aire. Cristo, esa imagen no se le borraba de la mente Pero eso sí, dijeran lo que dijesen las “instrucciones” apócrifas, los muchachos de Central no iban a contentarse con usar “armas blancas pequeñas” para defensa personal. Tenían lanzallamas y ametralladoras; los dieciséis helicópteros pequeños estaban armados con ametralladoras y eran útiles para lanzar granadas incendiarias; los cinco grandes contaban con todo un arsenal, pero no sería necesario emplear los grandes aparatos. Bastaría volar sobre una de las áreas desbrozadas, y sorprender allí a un montón de creechis con sus malditos arcos y flechas, y empezar a bombardearlos con granadas de fuego, y verlos correr de un lado a otro despavoridos y ardiendo como ratas.
Sería divertido. Se le calentaba a uno un poco la sangre al imaginarlo, como cuando uno pensaba en el cuerpo de una mujer, o cuando se acordaba del momento en que ese creechi, Sam, le había atacado y él le había destrozado la cara de cuatro puñetazos, uno tras otro. Memoria eidética, y también una imaginación más vívida que la de la mayoría de los hombres. No se jactaba, simplemente así era él.
Lo cierto es que un hombre es real e íntegramente un hombre sólo en dos momentos; cuando acaba de estar con una mujer o cuando acaba de matar a otro hombre. Eso no era original, lo había leído en algún viejo libraco, pero era verdad. Por eso le gustaba imaginar escenas de este tipo. Aunque los creechis no fuesen realmente hombres.
Nueva Java era el más austral de los cinco grandes continentes, justo al norte del ecuador, y por lo tanto también más caluroso que Central o Smith, donde el clima era casi perfecto. Más caluroso y muchísimo más húmedo. En la estación húmeda llovía todo el tiempo en todos los sitios de Nueva Tahití, pero en los continentes norteños la lluvia era fina y silenciosa, no dejaba de caer pero nunca mojaba, ni enfriaba. Aquí, en cambio, llovía a cántaros, y soplaban unos vendavales tipo monzón que impedían caminar y mucho más trabajar. Lo único que protegía de la lluvia era un techo bien sólido, o el bosque. El maldito bosque era tan espeso que ni las tormentas penetraban en él. Uno se mojaba, claro está, por el goteo de las hojas, pero en la espesura no había viento, y si de pronto uno salía a un claro, el huracán le derribaba a uno, y le embadurnaba con ese barro líquido, rojizo y baboso que formaba la lluvia en los terrenos desbrozados. Entonces ya no era posible regresar rápidamente al refugio del bosque; estaba oscuro, hacía calor, y era fácil perderse.
Y para colmo el comandante en Jefe, el mayor Muhamed, era un asqueroso bastardo.
En Nueva Java se hacía todo de acuerdo con el reglamento: el talado se hacía invariablemente por franjas de determinados kilómetros, la fibrilla volvía a plantarse en los desmontes, las licencias para ir a Central se concedían según un orden rotatorio y estricto, los alucinógenos estaban racionados, y prohibidos en horas de trabajo, y así sucesivamente. Sin embargo, una de las cosas buenas que tenía Muhamed era que no se pasaba la vida mandando radiogramas a Central. Nueva Java era su campamento, y lo manejaba a su manera. No le gustaban las órdenes del Cuartel General. Las obedecía, por supuesto, había dejado en libertad a todos los creechis y requisado todas las armas excepto las pistolas de bolsillo, cuando llegaron las órdenes. Pero no se lo pasaba mendigando órdenes ni consejos. Ni de Central ni de nadie. Era un hombre farisaico: siempre creía tener razón. Ése era su defecto principal.
Cuando Davidson estaba en el Cuartel General con la plana mayor de Dongh, había tenido de vez en cuando la oportunidad de hojear los legajos de los oficiales. Tenía una memoria extraordinaria para esas cosas, y recordaba por ejemplo que el CI de Muhamed era 107. El suyo en cambio era 118 Había una diferencia de once puntos; pero por supuesto no podía decirle eso al viejo Moo, y Moo no podía saberlo, así que no había forma de hacerlo entrar en razón. Se creía más listo que Davidson, y así eran las cosas.