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Todos en realidad desconfiaban de él al principio. Ninguno de esos hombres de Nueva Java sabía nada acerca de la atrocidad de Campamento Smith, excepto que el Comandante en Jefe había viajado a Central una hora antes del ataque, y era por lo tanto el único humano que había salvado el pellejo. Dicho de esa manera, sonaba mal. Se podía comprender por qué en un principio todos le miraban como si fuese una especie de Jonás, o peor aún, una especie de Judas. Pero cuando le conociesen mejor cambiarían de idea. Empezarían a comprender que lejos de ser un desertor o un traidor, estaba empeñado en salvar de la traición a la colonia de Nueva Tahití. Y se darían cuenta de que el exterminio definitivo de los creechis era el único medio de lograr que este mundo fuese apto y seguro para el estilo de vida terráqueo.

No era demasiado difícil hacer correr la voz entre los leñadores. Ellos nunca habían simpatizado con las ratitas verdes, pues tenían que obligarlas a trabajar todo el día y vigilarlas toda la noche, pero ahora empezaban a comprender que los creechis no sólo eran repulsivos, sino también peligrosos. Cuando Davidson les contó lo que había encontrado en Campamento Smith, cuando les explicó cómo los dos humanoides de la flota les habían lavado el cerebro a los del Cuartel General, cuando les demostró que exterminar a los terráqueos en Nueva Tahití era sólo una mínima parte de la gran conspiración humanoide contra la Tierra, cuando les recordó las cifras frías, inexorables: dos mil quinientos humanos contra tres millones de creechis… entonces empezaron a apoyarle realmente.

Aquí, hasta el Oficial de Control Ecológico estaba de su parte. No corno el pobre tonto de Kees, furioso contra los hombres porque mataban ciervos, para terminar con las tripas reventadas por esos hipócritas de los creechis. Este individuo, Atranda, odiaba a muerte a los creechis. Le provocaban ataques de locura furiosa y sufría de geoshock o algo así; tenía tanto terror de que los creechis fuesen a atacar el campamento que parecía una de esas mujeres que viven temiendo que alguien las viole. De todos modos era útil tener como aliado al sabiondo local.

Tratar de convencer al comandante no tenía sentido; rápido para conocer a los hombres, Davidson se había dado cuenta de que era inútil, casi a primera vista. Muhamed era un hombre de mentalidad rígida. Además tenía un prejuicio contra Davidson, y nadie le haría cambiar de idea; tenía algo que ver con el asunto de Campamento Smith. Había llegado a decirle a Davidson que no lo consideraba un oficial digno de confianza.

Era un bastardo testarudo, pero el hecho de que gobernase el campamento Nueva Java con un sistema tan rígido era una ventaja. Una organización compacta, acostumbrada a obedecer órdenes, era más fácil de tomar que una liberal compuesta de individuos independientes, y más fácil de mantener unida en las operaciones militares defensivas y ofensivas, una vez que él, Davidson, asumiese el mando. Tendría que hacerlo. Moo era un buen capataz para un campamento de leñadores, pero no era un soldado.

Davidson siguió tratando de obtener el apoyo leal de algunos de los mejores leñadores y oficiales jóvenes. No tenía prisa. Cuando hubo reunido un número suficiente de hombres de confianza, un pelotón de diez, robó algunas armas de la cámara de seguridad del viejo Moo, en el subsuelo de la Receptoría, que estaba repleta de juguetes bélicos, y un domingo se fueron a los bosques a jugar Unas semanas atrás, Davidson había localizado el poblado creechi, y había reservado el festín para su gente. Hubiera podido hacerlo a solas, pero así era mejor. Se estimulaba el sentimiento de camaradería, una verdadera unión entre los hombres. No hicieron más que entrar en el lugar a plena luz del día, y embadurnaron de gelinita a todos los creechis que pudieron atrapar, y los quemaron, y luego vertieron gasolina sobre los techos de las madrigueras y asaron al resto. Los que trataban de escapar eran rociados con gelinita; ésa fue la parte artística, esperar a las ratas miserables a la salida de las ratoneras, hacerlas creer que se habían salvado, y luego freírlas tranquilamente de pies a cabeza, y verlas arder como antorchas. Esa pelambrera gris ardía de verdad.

En realidad no era mucho más excitante que cazar verdaderas ratas, que eran casi los únicos animales salvajes que quedaban en la Madre Tierra, pero había más emoción en la cosa; los creechis eran mucho más grandes que las ratas, y uno sabía que eran capaces de reaccionar, aunque esta vez no lo hicieron. En realidad, algunos de ellos se tiraban al suelo en lugar de huir, se tendían boca arriba y cerraban los ojos. Era repugnante. Los otros compañeros pensaban lo mismo, y uno de ellos hasta enfermó realmente y, vomitó después de que hubo quemado a uno de los que yacían en el suelo.

No dejaron con vida a ninguna de las hembras, y no las violaron, aunque no les faltaban ganas. Todos habían estado de acuerdo con Davidson: un acto así casi podía llamarse perverso. La homosexualidad se daba entre los humanos, era normal. Estos seres, en cambio, podían estar conformados como hembras humanas, pero no lo eran, y era preferible la excitación de matarlas, y conservarse limpios. Esto les había parecido sensato a todos, y lo habían respetado.

Ninguno de ellos abrió la boca en el campamento; no lo contaron ni siquiera a los amigos más íntimos. Eran hombres de una sola pieza. Ni una palabra acerca de la expedición llegó a los oídos de Muhamed. Hasta donde el viejo Moo sabía, todos sus hombres eran muchachos juiciosos que se dedicaban a aserrar troncos y mantenerse alejados de los creechis, sí señor; y podía seguirlo creyendo hasta que llegase el día D.

Porque los creechis iban a atacar. En alguna parte. Aquí, o en uno de los campamentos de Iba lüng, o en Central. Davidson lo sabía. Era el único oficial de toda la colonia que lo sabía con absoluta certeza. No era ningún mérito, pero él sabía pura y simplemente que no se equivocaba. Nadie más le había creído, excepto esos hombres a quienes había Negado a convencer. Pero todos los demás verían, tarde o temprano, que él tenía razón.

Y él tenía razón.

5

Al encontrarse cara a cara con Selver se había sobresaltado. Mientras volaba desde la aldea al le de la colina Pase Central, Lyubov intentaba saber por qué se había inquietado, analizaba por qué se le habían crispado los nervios. Porque, en definitiva, uno no se aterroriza cuando se encuentra por casualidad con un buen amigo.

No le había sido fácil conseguir que la matriarca le invitase. Tuntar había sido su principal lugar de estudio durante el verano; había tenido allí excelentes informadores y estaba en buenas relaciones con el Albergue y con la matriarca, que le había permitido observar y, participar libremente en las actividades de la comunidad. Obtener de ella una auténtica invitación, por mediación de algunos de los antiguos sirvientes que aún permanecían en el área, le había llevado mucho tiempo, pero al fin se la había concedido, brindándole, de acuerdo con las nuevas instrucciones, una genuina “ocasión propuesta por los athshianos”. El mismo, más que el coronel, había insistido en este detalle A Dongh le interesaba el encuentro. Estaba preocupado por la “amenaza creechi”. Le pidió a Lyubov que los observase, que “viera cómo reaccionan ahora que ya no los molestamos”. Esperaba noticias tranquilizadoras. Lyubov no sabía si el informe que traía tranquilizaría o no al coronel Dongh.

En las cepas del desmonte, en quince kilómetros alrededor de Centralville, se había cumplido el ciclo completo de descomposición, y el bosque era ahora un extenso y melancólico llano de fibrillas, grises y ensortijadas en la lluvia. Bajo esa hojarasca hirsuta crecían en las matas los primeros renuevos, los zumaques, los álamos temblones enanos y las salviformes que al crecer protegerían a su vez los embriones de los árboles. Si se la dejaba en paz, esa región, con ese clima lluvioso y uniforme, volvería a poblarse de árboles en menos de treinta años, y dentro de cien el bosque alcanzaría de nuevo la madurez.