Súbitamente reapareció el bosque, en el espacio no en el tiempo: bajo el helicóptero el verde infinitamente variado de las hojas tapizaba las suaves elevaciones y los profundos repliegues de las colinas de Sornol septentrional.
Como les sucede en Terra a la mayoría de los terráqueos, Lyubov nunca había caminado entre árboles silvestres, no había visto jamás un bosque más grande que una manzana urbana. Al principio en Athshe se había sentido oprimido y angustiado en el bosque, ahogado por la infinita multitud e incoherencia de troncos, ramas, hojas en la perpetua penumbra verdosa o pardusca. La compacta maraña de varias vidas competitivas pujando y expandiéndose hacia arriba y afuera, en busca de la luz, el silencio nacido de una multitud de susurros sin sentido, la indiferencia total, vegetativa a la presencia del pensamiento, todo eso lo había perturbado, y como los demás, no se había alejado de los claros y de la playa. Pero poco a poco había empezado a gustarle. Gosse le tomaba el pelo, llamándolo señor Gibón; en realidad, Lyubov se parecía bastante a un gibón, la cabeza redonda, la cara morena, los largos brazos y el pelo prematuramente encanecido; pero el gibón era una especie extinguida. A gusto o a disgusto, como experto que era, tenía que internarse en los bosques en busca de los esvis; y ahora, al cabo de cuatro años, se sentía perfectamente cómodo bajo los árboles, quizá más que en cualquier otro lugar.
También había aprendido a gustar de los nombres que los atlishianos daban a sus territorios y poblados: sonoras palabras bisilábicas: Sornol, Tuntar, Eshreth, Eslisen —que ahora era Centralville—, Endtor, Abtan y sobre todo Athshe, que significaba el Bosque, y el Mundo. De modo que tierra, terra, tellus significaba a la vez el suelo y el planeta, dos significados y uno. Pero para los atlishianos el suelo, la tierra, no era el lugar adonde vuelven los muertos y el elemento del que viven los vivos: la sustancia del mundo no era la tierra sino el bosque. El hombre terráqueo era arcilla, polvo rojo. El hombre atlishiano era rama y raíz. Ellos no esculpían imágenes de sí mismos en la piedra; sólo tallaban la madera…
Posó el helicóptero en un pequeño claro al norte del poblado, y fue caminando hasta más allá del Albergue de Mujeres. Los olores penetrantes de un caserío athshiano flotaban en el aire: humo de madera, pescado, hierbas aromáticas, sudor extraño. La atmósfera de una casa subterránea, si un terráqueo hubiera podido de algún modo acomodarse en ella, era una rara mezcla de CO2 y olores desagradables. Lyubov había pasado muchas horas intelectualmente estimulantes doblado en dos y sofocado en la nauseabunda penumbra del Albergue de Hombres en Tuntar. Pero no le parecía que esta vez fueran a invitarlo.
Naturalmente los pobladores estaban enterados de la masacre de Campamento Smith, seis semanas atrás. Tenían que haberse enterado pronto, pues las noticias corrían rápidamente entre las islas, si bien no tan rápidamente como para constituir un “misterioso poder telepático”, como les gustaba creer a los leñadores. La gente del poblado también sabía que después de la masacre de Campamento Smith, mil doscientos esclavos habían sido liberados en Centralville, y Lyubov estaba de acuerdo con el coronel en que los nativos podrían interpretar el segundo acontecimiento como consecuencia del primero. Eso crearía lo que el coronel llamaba “una impresión falsa”, pero probablemente no tendría mucha importancia. Lo importante era que los esclavos habían sido liberados.
Los daños ya causados eran irremediables, pero al menos no se volverían a cometer.
Ahora podían comenzar de nuevo: los nativos sin esa dolorosa pregunta sin respuesta de por qué los “yumenos” trataban a los hombres como animales; y él sin el peso abrumador de la explicación y el mordisco de la culpa irremediable.
Sabiendo cuánto valoraban el candor y la franqueza al tratar temas escabrosos o alarmantes, esperaba que la gente de Tuntar le hablaría de esas cosas en tono de triunfo, o de disculpa, o de regocijo, o de desconcierto. Nadie lo hizo. Nadie le dirigió una sola palabra.
Había llegado a última hora de la tarde, que era como llegar a una ciudad terráquea justo después del amanecer. En realidad los athshianos dormían —los colonos, como solía suceder, habían pasado por alto la evidencia—, pero en ellos el bajón fisiológico se producía entre el mediodía y las cuatro de la tarde, en tanto que entre los terráqueos ocurre normalmente entre las dos y las cinco de la madrugada; y tenían un doble ciclo de alta temperatura y alta actividad, que culminaba en los dos crepúsculos, el matutino y el vespertino. La mayoría de los adultos dormía cinco o seis horas de las veinticuatro del día, en varias siestas breves; y los adeptos dormían apenas dos horas de las veinticuatro; de modo que si se descontaban como “holgazanería” las siestas y los estados de ensoñación, se podía decir que no dormían nunca. Era mucho más sencillo decirlo que comprenderlo. A esa hora, en Tuntar, todos empezaban a activarse nuevamente después del reposo vespertino.
Lyubov reparó en la presencia de muchos forasteros. Todos le miraban, pero ninguno se acercó a hablarle; eran meras presencias que pasaban de largo por otros senderos en la penumbra del robledal. Al fin, una conocida, Sherrar, la prima de la matriarca, una anciana de poca importancia y escaso entendimiento, se cruzó en su camino. Le saludó cortésmente, pero no respondió sus preguntas sobre el paradero de la matriarca y sus dos mejores informadores, Egath el Hortelano y Tubab el Soñador. Oh, la matriarca estaba muy ocupada, y quién era Egath, no decir Geban, y Tubab podía estar por aquí o por allá, o no. No dejaba a Lyubov ni a sol ni a sombra, y nadie más se acercó a hablarle.
Acompañado por la coja, quejosa y diminuta viejecita verde, Lyubov se encaminó a través de los bosques y los claros de Tuntar al Albergue de Hombres.
—Allí están ocupados —le dijo Sherrar.
—¿Soñando?
—¿Qué puedo saber yo? Ven conmigo, Lyubov, ven a ver… —Sabía que él siempre quería ver cosas, pero no se le ocurría qué podía mostrarle para alejarlo —. Ven a ver las redes de pescadores —dijo débilmente.
Una muchacha, una de las Jóvenes Cazadoras, lo miró al pasar: una mirada sombría, cargada de una animosidad como nunca había visto en un athshiano, excepto quizá en una niña pequeñita, asustada por la estatura y la cara lampiña de Lyubov. Pero esta muchacha no estaba asustada.
—Está bien —le dijo a Sherrar, comprendiendo que la única actitud posible era la docilidad.
Si en verdad los athshianos habían desarrollado, al fin y bruscamente, el sentido de enemistad de grupo, él tenía que aceptarlo, y por demostrarles simplemente que él seguía siendo un amigo leal e invariable.
Pero ¿cómo, después de tanto tiempo, podían haber cambiado tan rápidamente de manera de sentir y pensar? Y, ¿por qué? En Campamento Smith la provocación había sido inmediata e intolerable: la crueldad de Davidson hubiera incitado a cualquiera a la violencia. Pero este pueblo, Tuntar, no había sido atacado por los terrestres, allí no se reclutaron esclavos, ni se talaron o quemaron los bosques. Él, Lyubov en persona, había estado allí —el antropólogo no siempre puede dejar su sombra fuera del cuadro —pero de eso hacía ya más de dos meses. No ignoraban los sucesos de Smith, y había entre ellos nuevos refugiados, ex esclavos, que habían sufrido en manos de terráqueos y que hablarían de eso.
Pero ¿a posible que las noticias y rumores hubiesen transformado de ese modo a los athshianos, que los hubiesen cambiado radicalmente? ¿A ellos para los que la no agresividad era un sentimiento tan acendrado que constituía la esencia misma de su cultura y su sociedad, de su subconsciente, lo que llamaban el “tiempo-sueño”, y acaso de su fisiología misma? Que la inaudita crueldad podía incitarles a matar, él lo sabía: lo había comprobado una vez. Que una comunidad desmantelada podía asimismo ser provocada por atrocidades igualmente intolerables, tenía que creerlo: había ocurrido en Campamento Smith. Pero que simples comentarios y rumores, por muy brutales y aterradores que fuesen, pudieran enfurecer a una apacible comunidad de athshianos hasta el punto de que actuasen en contra de sus costumbres y de su razón, destruyendo por completo todo un estilo de vida, eso no podía admitirlo. Era psicológicamente improbable. El cuadro no estaba completo El viejo Tubab salía del Albergue en el momento en que Lyubov pasaba por allí; detrás iba Selver.