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Selver salió gateando por la puerta del túnel, se enderezó, parpadeó ante la claridad grisácea de la lluvia atenuada por el follaje. Alzó los ojos oscuros, y se encontró con los de Lyubov. Ninguno de los dos habló. Lyubov estaba muy asustado.

En el vuelo de regreso, cuando trataba de descubrir qué fibra le había tocado Selver, pensó ¿por qué miedo? ¿Por qué tuve miedo de Selver? ¿Un presentimiento inverificable, o una falsa analogía? Irracional en todo caso.

Nada había cambiado entre Selver y Lyubov. Lo que Selver había hecho en Campamento Smith podía justificarse; y aunque no pudiera justificarse, no importaba mucho. La amistad entre ellos era demasiado profunda para verse rota por una duda moral. Habían trabajado juntos intensamente; se habían enseñado el uno al otro, en algo más que en el sentido literal, sus respectivas lenguas. Habían hablado sin reservas. Y al afecto que Lyubov sentía por su amigo se sumaba esa gratitud que siente el salvador hacia aquel cuya vida ha tenido el privilegio de salvar.

En verdad, hasta ese momento casi no había advertido lo fuertes que eran los lazos de afecto y lealtad que le unían a Selver. El miedo que había sentido ¿habría sido acaso el miedo a que Selver, luego de conocer el odio racial, pudiese rechazarlo, despreciar su lealtad, y tratarlo no como “a un igual”, sino como a “uno de ellos”?

Después de aquella larga mirada Selver se había adelantado lentamente y saludado a Lyubov, tendiéndole las manos.

El contacto era una forma importante de comunicarse entre los habitantes del bosque.

Entre los terráqueos siempre puede implicar amenaza, agresión, y por eso no conocen casi otras formas de contacto que el formal apretón de manos y la caricia sexual. Todo ese vacío lo llenaban los athshianos con una variada serie de hábitos de contacto. La caricia destinada a tranquilizar era tan fundamental para ellos como entre una madre y un hijo, o entre amantes; pero podía tener además un significado social, no sólo maternal y sexual. La caricia era parte del lenguaje. Estaba por lo tanto reglamentada, codificada, pero era a la vez infinitamente modificable. “Siempre andan tocándose”, se burlaban algunos de los colonos, incapaces de ver en ese intercambio de caricias otra cosa que no fuera una imagen de ellos mismos; ese erotismo que, obligado a concentrarse exclusivamente en el sexo, y luego reprimido y frustrado, invade y emponzoña todo placer sensual, toda respuesta humana; la victoria de un Cupido furtivo, de ojos vendados sobre la gran madre que cobija en sí mima los mares y las estrellas, todas las hojas de los árboles, todos los gestos de los hombres, Venus Genetrix…

Selver se adelantó pues con las manos extendidas, estrechó la mano de Lyubov a la manera terráquea, y luego le tomó ambos brazos con un movimiento acariciador justo por encima del codo. Tenía poco más de la mitad de la altura de Lyubov, lo que dificultaba todos los gestos y los entorpecía, pero la caricia de esa mano pequeña, de huesos menudos y piel verde no tenía nada de inseguro ni de infantil. Era un contacto tranquilizador. Lyubov se sintió muy feliz.

—Selver, qué suerte encontrarte aquí Necesito tanto hablar contigo…

—No puedo ahora, Lyubov.

Selver hablaba con dulzura, pero cuando Lyubov le oyó, la esperanza de encontrar una amistad inquebrantable se le desvaneció inmediatamente. Selver había cambiado. Había cambiado, desde la raíz.

—¿Puedo volver otro día —dijo Lyubov con ansiedad —y hablar contigo, Selver? Es importante para mí…

—Me marcho de aquí hoy —dijo Selver con voz aún más dulce, pero soltando los brazos de Lyubov, y desviando la mirada.

Con este gesto se ponía literalmente fuera de contacto. La cortesía exigía que Lyubov hiciese lo mismo, y diese por terminada la conversación. Pero entonces no tendría a nadie con quien hablar. El viejo Tubab ni siquiera le había mirado; el pueblo entero le había vuelto la espalda. Y éste era Selver, que había sido su amigo.

—Selver, esa matanza en Kelme Deva, quizá piensas que eso nos separa. Pero no es así. Tal vez nos haya acercado más. Y tu gente en el pabellón de los esclavos, todos han sido puestos en libertad, así que ya no queda ningún resquemor entre nosotros. Y aun cuando quedase, siempre, de todos modos, yo… yo soy el mismo de antes, Selver.

Al principio el athshiano no respondió. El rostro extraño, los grandes ojos profundamente hundidos, las fuertes facciones desfiguradas por las cicatrices y desdibujadas por la piel corta y sedosa, que enmarcaba y a la vez ensombrecía los contornos, ese rostro se apartó de Lyubov, cerrado, obstinado. Luego, repentinamente, miró alrededor, como contra su propia voluntad.

—Lyubov, no tendrías que haber venido aquí. Tendrías que marchase de Central dentro de dos noches. No sé qué eres. Habría sido mejor no haberte conocido nunca.

Y con estas palabras se alejó, el paso ligero como un gato de patas largas, un revoloteo verde entre los robles oscuros de Tuntar, y desapareció. Tubab lo siguió lentamente, siempre apartando los ojos de Lyubov. Una lluvia fina caía silenciosa sobre las hojas de los robles y sobre los estrechos senderos que llevaban al Albergue y al río.

Sólo escuchando atentamente se podía oír la lluvia, una música demasiado multitudinaria para que una mente pudiera captarla, un único e interminable acorde tañido en toda la extensión del bosque.

—Selver es un dios —dijo la vieja Sherrar —. Ven a ver las redes de pesca ahora.

Lyubov declinó la invitación. Hubiera sido descortés e imprudente quedarse; de todos modos no se sentía con ánimos.

Trató de decirse que Selver no lo había rechazado a él, a Lyubov, sino a él como terráqueo. Pero eso no cambiaba las cosas. Nunca las cambia.

Siempre le sorprendía desagradablemente descubrir lo Vulnerables que eran sus sentimientos, cuánto le dolía que lo hiriesen. Esa especie de sensibilidad adolescente era vergonzosa; a esta altura de la vida tendría que haber desarrollado una coraza más resistente.

La viejecita, la piel verde cubierta de polvo y gotas plateadas de lluvia, suspiró con alivio cuando él se despidió. Cuando ponía en marcha el helicóptero, no pudo menos que sonreír al verla, brincando bosque adentro lo más rápido posible, como un renacuajo que ha escapado de una serpiente.

La calidad es un factor importante, pero también lo es la cantidad: la talla relativa. La reacción de un adulto normal frente a una persona mucho más pequeña puede ser de arrogancia, o de protección, o de condescendencia, o bien afectuosa o intimidatoria, pero cualquiera que sea, la mayoría de las veces actúa como si el otro fuera un niño y no un adulto. Y si la persona de la talla de un niño es peluda por añadidura, provocará forzosamente una segunda reacción, la que Lyubov denominaba Reacción Osito de Felpa. Los athshianos utilizaban muy frecuentemente la caricia, pero la motivación básica continuaba siendo sospechosa. Y por último, la inevitable Reacción a lo Extravagante, el rechazo de lo que siendo humano no lo parece del todo.

Pero aparte de todo eso los athshianos, lo mismo que los terráqueos, tenían a veces un aspecto realmente curioso. Ciertamente, algunos de ellos parecían renacuajos, búhos, orugas. Sherrar no era la primera viejecita que vista de espaldas tenía una figura extravagante a los ojos de Lyubov…