—Cuando yo digo Tierra, Kess, me refiero a la gente. A los hombres. A ti te preocupan los ciervos y los árboles y las fibrillas, la madera, fantástico, eso es asunto tuyo. Pero a mí me gusta ver las cosas en perspectiva, de cabo a rabo, y el cabo, por el momento, somos nosotros, los humanos. Ahora estamos aquí, y por lo tanto este mundo funcionará a nuestra manera. Te guste o no, es una realidad que tienes que asumir, porque así son las cosas. Escucha, Kees, iré un momento hasta Central para echar un vistazo a las nuevas colonias. ¿Quieres acompañarme?
—No, gracias, capitán Davidson —dijo el especialista encaminándose hacia la cabaña laboratorio. Estaba loco de remate el viejo Kees; perturbado por esos condenados ciervos. Eran unos animales formidables, era evidente. La excelente memoria de Davidson le permitió recordar el primer ciervo que había visto aquí, en la Tierra de Smith, una gran sombra roja dos metros de espalda, una corona de espesos cuernos dorados, una bestia ligera, temeraria, la mejor presa de caza que uno hubiera podido imaginar. Allá en la Tierra, ahora utilizaban ciervos robots, hasta en las Rocosas y en los parques del Himalaya, pues los de carne y hueso estaban poco menos que extinguidos. Estas bestias, las de aquí, eran el sueño de cualquier cazador. Y se las cazaría. Demonios, si hasta los creechis los cazaban, con sus piojosos y pequeños arcos. A los ciervos había que cazarlos, para eso estaban. Pero el viejo corazón herido de Kees no podía soportarlo. Era un hombre decente, seguro, pero que vivía fuera de la realidad, y de poco carácter. No entendía que uno tiene que ponerse del lado de los ganadores, o perder. Y es el hombre el que gana, siempre. El viejo conquistador.
Davidson cruzó a grandes zancadas la colonia. La luz de la mañana le daba en los ojos, y el olor dulzón de la madera aserrada y del humo de leña flotaba en el aire tibio. El campamento de leñadores, como tal, no era malo. En sólo tres meses terrestres los hombres habían transformado una gran zona de tierras vírgenes. Campamento Smith: un par de grandes aparatos geodésicos de plástico corrugado, cuarenta cabañas de madera construidas con mano de obra creechi el aserradero, el incinerador que arrastraba el humo azul por encima de los troncos y de la madera cortada; y allá arriba, en las colinas, el campo de aviación y los grandes hangares prefabricados para los helicópteros y las máquinas pesadas. Eso era todo. Pero cuando llegaron no había nada. Árboles. Una oscura maraña de árboles, espesa, intrincada, interminable; sin ningún sentido. Un río perezoso invadido y ahogado por los árboles, algunas madrigueras de creechis escondidas entre ellos, algunos ciervos rojos, monos peludos, aves. Y árboles. Raíces, troncos, ramas, hojas arriba y abajo que se le metían a uno en la cara y en los ojos, una infinidad de hojas en una infinidad de árboles.
Nueva Tahití era en su mayor parte agua, mares poco profundos y templados, interrumpidos aquí y allá por arrecifes, islotes, archipiélagos y los cinco continentes que se extendían en un arco de 2.500 kilómetros a lo largo del cuadrante del Noroeste. Y todos aquellos lunares y verrugas de tierra estaban cubiertos de árboles. Océano: bosque. La alternativa era obvia para Nueva Tahití. Agua y sol, u oscuridad y hojas.
Pero ahora estaban aquí los hombres, para acabar con la oscuridad y convertir la maraña de árboles en tablones pulcramente aserrados, más preciados que el oro en la Tierra. Literalmente, porque el oro se podía encontrar en el agua de los mares y bajo el hielo de la Antártida, pero la madera no, la madera sólo la producían los árboles. Y en la Tierra era un lujo realmente necesario. Así pues, los bosques de aquel planeta extraño eran convertidos en madera. En tres meses, doscientos hombres con sierras robot y maquinaria de transporte habían limpiado ya una extensión de diez kilómetros en Tierra de Smith. Las cepas del Desmonte más próximo al campamento eran ahora unos desechos blanquecinos; tratados químicamente caerían en la tierra transformados en cenizas fertilizadas, y en ese momento los colonos definitivos, los agricultores, se instalarían en Tierra de Smith. No tendrían mucho que hacer: plantar las semillas, y esperar a que germinasen.
Eso ya había ocurrido una vez. Era una coincidencia rara; en realidad, era la evidencia de que Nueva Tahití estaba destinada a ser habitada por seres humanos. Todo lo que había aquí se había traído de la Tierra alrededor de un millón de años atrás, y la evolución había seguido pautas tan similares que uno reconocía inmediatamente cada especie: pino, roble, nogal, castaño, abeto, acebo, manzano, fresno; ciervo, ave, ratón, gato, ardilla, mono. Los humanoides de Hain-Davenant aseguraban, naturalmente, que lo habían hecho ellos en la misma época en que colonizaron la Tierra, pero si uno se tomaba en serio a esos extraterrestres parecía que hubieran colonizado todos los planetas de la Galaxia, y que por añadidura lo hubieran inventado todo, desde el sexo hasta los clavos. Eran mucho más verosímiles las teorías sobre la Atlántida; ésta podía ser perfectamente una colonia atlante desconocida. Pero la especia humana se había extinguido, y del desarrollo del mono había nacido la especie que sustituiría a los humanos: el creechi; un metro de altura y una pelambrera verde. Como extraterrestres eran de lo más vulgar, pero como hombres eran un engendro, un verdadero aborto de la naturaleza. Si hubiesen contado con un millón de años más, quizá. Pero los conquistadores habían llegado primero. Ahora la evolución avanzaba no al ritmo de una mutación casual cada mil años, sino a la velocidad de las astronaves de la Flota Terráquea.
—¡Eh, capitán!
En apenas un microsegundo, Davidson se volvió, pero fue suficiente para sentirse inquieto. Algo pasaba en este maldito planeta, en este sol dorado y en el cielo nublado, en esos vientos tranquilos que olían a moho y a polen, algo que le hacía soñar a cualquiera.
Sin darse cuenta, uno iba y venía, pensando en conquistadores y en el destino, y terminaba moviéndose con la misma pereza y lentitud que los creechis.
—¡Buen día, Ok!
Davidson saludó con vivacidad al capataz de los leñadores.
Negro y recio como una cuerda de metal, Oknanawi Nabo era físicamente el polo opuesto de Kees, pero tenía la misma expresión preocupada.
—¿Tiene medio minuto?
—Desde luego. ¿Qué te preocupa. Ok?
—Los pequeños bastardos.
Los dos hombres se apoyaron de espaldas contra una cerca de alambre y Davidson encendió el primer canuto del día. Los rayos del sol cortaban el aire en medio del humo azulado del porro. Desde detrás del campamento, en el bosque, una parcela de quinientos metros todavía sin desbrozar, llegaban los leves e incesantes rumores, crujidos, zumbidos, ronroneos y sonidos que se oyen por la mañana en los bosques. Ese claro podía haber estado en Idaho en 1950. O en Kentucky en 1830. O en la Galia en el año 50 antes de Cristo.
—Ti-huit —llamó un pájaro a lo lejos.
—Me gustaría quitármelos de encima, capitán.
—¿A los creechis? ¿Qué quieres decir, Ok?
—Dejarlos en libertad, nada más. Lo que producen en el aserradero no es suficiente para poder alimentarlos. Y además los quebraderos de cabeza que provocan.
Sencillamente, no trabajan.
—Claro que trabajan, si sabes cómo obligarles a hacerlo. Ellos construyeron el campamento.
El rostro de obsidiana de Oknanawi era impenetrable.
—Bueno, usted tiene ese don, supongo. Yo no lo tengo. —Hizo una pausa —. En ese curso de Historia Aplicada que seguí cuando me preparaba para el Lejano Exterior, decían que la esclavitud nunca dio resultado. Que era antieconómica.
—De acuerdo, pero esto no es esclavitud, mi querido Ok. Los esclavos son seres humanos. Cuando crías vacas, ¿llamas a eso esclavitud? No. Y da resultado.
Impasible, el capataz asintió con un movimiento de cabeza, pero dijo: —Son demasiado pequeños. Quise matar de hambre a los más huraños. Se quedan quietos y aguantan.