Había llevado a Selver a su cabaña; le entablilló la muñeca rota, hizo todo lo que pudo por la herida, y lo acodó en su cama; noche tras noche trataba de hablarle, de llegar a él, a aquella desolación de dolor y humillación. Todo eso era, por supuesto, contrario al reglamento.
Nadie le mencionó los reglamentos. No tenían por qué. Si alguna vez había disfrutado de una cierta posición entre los oficiales de la colonia, sabía que ahora la estaba perdiendo.
Siempre había intentado estar del lado del cuartel general, cuestionando sólo los casos de brutalidad extrema contra los nativos, tratando de persuadir antes que desafiar, y de conservar en lo posible un mínimo de poder e influencia. El no podía impedir la explotación de los athshianos. Era mucho peor de lo que su entrenamiento le había permitido esperar, pero poco podía hacer al respecto aquí y ahora. Sus informes a la Administración y a la Comisión de Derechos podrían —luego del viaje circular de cincuenta y cuatro años —tener algún efecto; era posible incluso que Terra decidiese que la política de Colonia Abierta aplicada en Athshe era un craso error. Mejor cincuenta y cuatro años tarde que nunca. Si sus superiores dejaban de tolerarlo, censurarían o invalidarían sus informes, y entonces no habría ninguna esperanza.
Pero ahora estaba demasiado indignado para atenerse a esa estrategia. Al demonio con todos, si insistían en ver los cuidados que le prestaba a un amigo como un insulto a la Madre Tierra y como una traición a la colonia.
Si le ponían el mote de “enamorado de los creechis” ya no podría ayudar mucho a los athshianos; pero él no podía poner un bien posible, general, por encima de las imperiosas necesidades de Selver. Uno no puede salvar a un pueblo vendiendo al amigo. Davidson, curiosamente enfurecido por Es pequeñas heridas que Selver le había infligido y por la intromisión de Lyubov, se había paseado por ahí anunciando su propósito de exterminar a ese creechi rebelde; y de tener una oportunidad lo haría, sin lugar a dudas. Lyubov permaneció junto a Selver noche y día durante dos semanas, y lo sacó en helicóptero de Central y lo dejó en Brotor, una población de la costa occidental, donde tenía parientes.
No había castigos por ayudar a huir a los esclavos, ya que los athshianos no eran en ningún sentido esclavos salvo en los hechos; eran Personal Voluntario de Mano de Obra Autóctona. A Lyubov ni siquiera le llamaron la atención. Pero desde entonces, los oficiales regulares ya no desconfiaban de él en pare, sino del todo; y hasta sus colegas de los Servicios Especiales, el exobiólogo, los coordinadores de agua y de forestación, los ecólogos le hicieron saber por distintos medios que su conducta había sido irracional, quijotesca o estúpida.
—¿Creías que habías venido de excursión? —le preguntó Gosse.
—No, no creí que venía a una excursión de caza —le respondió Lyubov, malhumorado.
—No entiendo por qué hay expertos en esvis que se alistan como voluntarios para una Colonia Abierta. Tú sabes que la gente que estás estudiando va a ser explotada, y probablemente exterminada. Es algo que está en la naturaleza humana, y sabes que eso no puedes cambiarlo. ¿Por qué entonces vienes a observar qué pasa? ¿Masoquismo?
—No sé qué es la “naturaleza humana”. Quizá sea parte de esa naturaleza humana dejar descripciones de aquello que exterminamos. ¿Es tanto más agradable para un ecólogo, realmente?
Gosse hizo oídos sordos.
—De acuerdo entonces, redacta tus descripciones. Pero no te metas en el matadero. Un biólogo que estudia una colonia de ratas no tratará de rescatar a la rata mascota cuando las atacan, eso lo sabes.
Lyubov estalló. Había soportado demasiado.
—No, claro que no —dijo —. Una rata puede ser una mascota, pero no un amigo. Selver es mi amigo. En realidad es el único hombre en este mundo a quien considero amigo.
Eso le había dolido al pobre Gosse, que quería ser una figura paterna para Lyubov, y no le había hecho ningún bien a nadie. Sin embargo había sido verdad. Y la verdad os hará libres… Quiero a Selver; lo respeto; le salvé la vida; sufrí con él; le tengo miedo.
Selver es mi amigo.
Selver es un dios.
Eso era lo que había dicho la viejecita verde como si todo el mundo lo supiera, de la misma manera como hubiera podido decir Fulano es un cazador.
—Selver sha’ab.
Pero ¿qué significaba sha’ab? Muchas palabras de la Lengua de las Mujeres, el lenguaje cotidiano de los athshianos, venían de la Lengua de los Hombres, que era la misma en todas las comunidades, y a menudo esas palabras no sólo eran bisilábicas sino también bifacéticas. Eran monedas, anverso y reverso. Sha’ab significaba dios, o ente numinoso, o ser poderoso; también significaba algo muy diferente, pero Lyubov no podía recordar qué. A esa altura de sus reflexiones, Lyubov ya había llegado a su cabaña, y no tuvo más que consultar el diccionario que Selver y él habían compilado en cuatro meses de trabajo agotador pero armónico. Claro: sha’ab, traductor.
Era casi demasiado exacto, demasiado a propósito.
¿Había una relación entre los dos significados? La había a menudo, pero no tanto como para constituir una regla. Si un dios era un traductor ¿qué traducía? Selver era en verdad un intérprete de talento, pero ese talento sólo había podido manifestarse en el hecho fortuito de que una lengua verdaderamente extranjera hubiese entrado en su mundo. ¿Era un sha’ab alguien que traducía el lenguaje del sueño y la filosofía, la Lengua de los Hombres, al lenguaje cotidiano? Pero eso podían hacerlo todos los Soñadores.
Entonces, podía ser alguien capaz de traducir a la vida de la vigilia la experiencia capital de la visión: alguien que sirviera de eslabón entre las dos realidades, consideradas por los athshianos como idénticas, el tiempo-sueño y el tiempo-mundo, y cuyas relaciones, aunque vitales, son oscuras. Un eslabón: alguien que podía expresar con palabras las percepciones del subconsciente. “Hablar” esa lengua es actuar. Hacer una cosa nueva.
Cambiar o ser cambiado, desde la raíz. Porque la raíz es el sueño.
Y el traductor es el dios. Selver había introducido una palabra nueva en el lenguaje de su pueblo. Había cometido un acto nuevo. La palabra, el acto, el crimen. Sólo un dios podía llevar de la mano a través del puente entre los mundos a un recién llegado tan majestuoso como la Muerte.
Pero ¿había aprendido a matar a sus semejantes en medio de sus propios sueños de duelo y atrocidades, o de los actos jamás soñados de los forasteros? ¿Hablaba su propio idioma o el del capitán Davidson? Aquello que parecía nacer de la raíz misma del dolor y expresar el cambo radical de un ser, quizá no fuese sino una infección, una peste extranjera, y no convertiría a la raza de Selver en un pueblo nuevo, sino que la destruiría.
No estaba en la naturaleza de Raj Lyubov preguntarse ¿qué puedo hacer? Por carácter y formación tendía a no inmiscuirse en los asuntos de otros hombres. Su trabajo consistía en descubrir lo que hacían, y su inclinación era dejar que lo siguieran haciendo. Prefería aprender a enseñar, buscar verdades más que la Verdad. Pero aun un alma poco misionera, a menos que pretenda no tener sentimientos, se ve a veces obligada a elegir entre comisión y omisión. El “¿Qué están haciendo?” se convierte de pronto en un “¿Qué estamos haciendo?”, y acto seguido en un “¿Qué debo hacer?”.
Ahora sabía que había llegado a ese punto crítico de tomar una opción, y sin embargo no sabía claramente por qué, ni cuál era la alternativa.
En ese momento nada podía hacer por mejorar las perspectivas de supervivencia de los athshianos; Lepennon, Or y él ansible habían conseguido mucho más de lo que él había esperado ver alguna vez. La Administración en Terra era explícita en cada comunicación transmitida por el ansible, y el coronel Dongh, a pesar de las protestas de parte de la plana mayor y los leñadores jefes, estaba cumpliendo las órdenes. Era un oficial leal; y además, el Shackleton regresaría para observar e informar. Los informes que se enviaban a Terra tenían algún valor, ahora que este ansible, esta máquina de máquinas funcionaba para impedir la vieja y cómoda autonomía colonial, y permitir que uno fuese responsable, en vida, de lo que hacía. Ya no había un margen de error de cincuenta y cuatro años. Y la política ya no era estática. Una decisión de la Liga de los Mundos ahora podía limitar de la noche a la mañana la existencia de la colonia a un Continente, o prohibir el talado de árboles, o incitar a la matanza de nativos… nadie podía saberlo.