Las firmes instrucciones de la Administración no permitían adivinar cómo funcionaba la liga y qué clase de política estaba desarrollando. A Dongh le preocupaban esos múltiples futuros posibles, pero Lyubov disfrutaba con ellos. En la diversidad está la vida y donde hay vida hay esperanza, era la suma total de su credo, bastante modesto por cierto.
Los colonos dejaban en paz a los athelianos y ésos dejaban en paz a los colonos. Un estado de cosas saludable, que no tenía sentido perturbar innecesariamente. Lo único que acaso pudiera perturbarlo era el miedo.
De momento cabía suponer que los athshianos se sintiesen recelosos y todavía resentidos, pero no particularmente amedrentados. En cuanto al pánico que había cundido en Centralville ante la noticia de la masacre de Campamento Smith, nada había acontecido que lo reavivara. Ningún athshiano había dado señales de violencia desde entonces. Y con la liberación de los esclavos, y la reintegración de los creechis a los bosques, el constante factor irritativo de la xenofobia había desaparecido. La tensión de los colonos empezaba por fin a aflojarse.
Si Lyubov informaba que había visto a Selver en Tuntar, Dongh y los oros se alarmarían. Quizá Insistirían en que era necesario capturar a Selver y llevarlo a Central para que lo juzgaran. El Código Colonial prohibía que se procesara a un miembro de una sociedad planetaria de acuerdo con la legislación de otro planeta, pero la Corte Marcial pasaba por alto esas discriminaciones. Podían juzgar a Selver, probar que era culpable y fusilarlo. Davidson vendría desde Nueva Java a prestar testimonio. Oh no, pensó Lyubov, guardando el diccionario en un estante lleno a rebosar. Oh no, pensó y olvidó el asunto.
De este modo eligió sin siquiera saber que había elegido algo.
Presentó un informe breve al día siguiente; decía que en Tuntar continuaba la rutina de costumbre, y que no había notado repudio ni amenazas. Era un informe tranquilizador, y el más inexacto que Lyubov hubiera escrito en su vida. Omitía todo lo que era significativo; la no aparición de la matriarca, el hecho de que Tubab le negase el saludo, el gran número de forasteros que había en el lugar, la expresión de la joven cazadora, la presencia de Selver… Naturalmente, esta última era una omisión deliberada, pero fuera de eso el informe era bastante imparcial, pensó; sólo había omitido las impresiones subjetivas, como es deber de un científico. Tuvo una fuerte jaqueca mientras lo escribía, y otra peor después de presentarlo.
Tuvo muchos sueños esa noche, pero por la mañana no pudo recordarlos. Tarde en la segunda noche después de su visita a Tuntar, despertó bruscamente, y en medio del aullido histérico de la sirena de alarma y el estampido sordo de las explosiones, se encaró, por fin, con lo que se había negado a ver: que sólo él en toda Centralville no estaba sorprendido. En ese momento supo lo que era: un traidor.
Y sin embargo ni siquiera estaba convencido de que aquél pudiese ser un ataque athshiano. Era el terror en la noche.
Su cabaña, en medio de un pequeño huerto y dejada de las otras casas, había sido ignorada; tal vez la protegerán los árboles de alrededor, pensó mientras salía corriendo.
El centro de la ciudad estaba en Danos. Incluso la mole de piedra del cuartel general ardía desde dentro como una estufa rota. El ansible estaba allí: el precioso eslabón.
También había incendios en la zona del helipuerto y del Campo. ¿De dónde habían sacado los explosivos? ¿Cómo se explicaba que todos los incendios hubieran estallado al mismo tiempo? Todos los edificios a ambos lados de la Calle Mayor, construidos en madera, ardían a la vez; el rugido de las llamas era pavoroso. Lyubov corrió hacia los incendios. El camino estaba inundado; al principio pensó que el agua venía de una manguera de extinción, luego advirtió que el río Menend se estaba desbordando inútilmente sobre el terreno mientras las casas ardían con ese espantoso rugido aspirante. ¿Cómo lo habían hecho? Había guardias motorizados en el Campo… Disparos: descargas, el tableteo de una ametralladora. Alrededor de Lyubov unas figuras pequeñas corrían de un lado a otro, y él corría en medio de ellas sin prestarles demasiada atención.
Ahora estaba frente a la Hostería, y vio a una muchacha de pie en la entrada, el fuego le lamía la espalda y tenía delante un camino seguro, por donde podía escapar. No se movía. Lyubov la llamó a gritos, luego cruzó el patio y por la fuerza le arrancó las manos del quicio de la puerta donde se había aferrado, enloquecida de pánico, la arrastró y le habló con dulzura: “Vamos, amor, vamos”. Entonces ella le siguió, pero no con suficiente rapidez. Cuando cruzaban el patio, el frontispicio de la planta superior, ardiendo desde dentro, cayó lentamente hacia adelante, empujado por el maderamen del techo que se hundía. Las tejas y las vigas volaban como fragmentos de metralla; el extremo de una viga incandescente golpeó a Lyubov y le derribó. Cayó de bruces en el lago de barro iluminado por el fuego. No vio a una pequeña cazadora cubierta de piel verde que se abalanzaba sobre la muchacha, la arrastraba hacia atrás y le acuchillaba el cuello. No vio nada.
6
No hubo cantos esa noche; sólo gritos y silencio. Cuando las naves voladoras empezaron a arder, Selver sintió que habían triunfado, y las lágrimas le vinieron a los ojos, pero ninguna palabra le vino a la boca. Se alejó en silencio, el lanzallamas pesándole en los brazos, para guiar a su grupo de regreso a la ciudad.
Cada grupo de gente venida del oeste y del norte era capitaneado por un ex esclavo como él, alguien que había servido a los yumenos en Central y conocía los edificios y las costumbres de la ciudad.
La mayor parte de los que habían participado en el ataque esa noche no había visto nunca la ciudad yumena; muchos de ellos no habían visto nunca a un yumeno. Habían venido porque seguían a Selver, porque eran impulsados por el mal sueño y sólo Selver podía enseñarles a dominarlo. Eran centenares y centenares, hombres y mujeres; habían aguardado en profundo silencio a las orillas de la ciudad, mientras los ex esclavos, en grupos de dos o de tres, hacían lo que consideraban más urgente: romper el acueducto, cortar los cables de distribución eléctrica desde la Central Hidroeléctrica, penetrar por la fuerza en el Arsenal y robar las armas. Las primeras muertes, las de los guardias, habían sido silenciosas, consumadas con armas de caza, lazos corredizos, cuchillos, flechas, rápidamente, en la oscuridad. La dinamita, robada aquella misma noche en el campamento de leñadores, quince kilómetros al sur, fue preparada en el Arsenal, el subsuelo del edificio del cuartel general, mientras provocaban incendios en otros sitios, y luego estalló la alarma y crepitaron las llamas y huyeron la noche y el silencio. La mayor parte del estrépito y de los estampidos de la metralla provenía de los yumenos al defenderse, pues sólo los ex esclavos habían sacado armas del Arsenal y las utilizaban; todos los demás se valían de sus lanzas, cuchillos y arcos. Pero fue la dinamita, preparada y encendida por Reswan y otros que habían trabajado en el pabellón de esclavos del campamento de leñadores, lo que produjo el ruido que dominó a todos los demás ruidos, y voló las paredes del edificio del cuartel general y destruyó los hangares y las naves.