Había unos mil setecientos yumenos en la ciudad esa noche, y de ellos unos quinientos eran mujeres; se sabía que en ese momento todas las mujeres yumenas estaban en la ciudad, y por esa razón Selver y sus compañeros habían decidido actuar en seguida, aunque todavía no había llegado toda la gente que deseaba participar. Entre cuatro y cinco mil hombres y mujeres habían acudido a través de los bosques al Cónclave de Endtor, y de allí a este lugar, a esta noche.
Las llamas crepitaban, inmensas, y el olor a quemado y a carnicería era nauseabundo.
Selver tenía la boca seca y le dolía la garganta; no podía hablar, y necesitaba un sorbo de agua. Cuando guiaba su grupo por el callejón central de la ciudad, un yumeno corrió hacia él, una figura inmensa la amenazante en la cerrazón y el resplandor del aire ennegrecido. Selver levantó el lanzallamas y oprimió la lengüeta, en el preciso instante en que el yumeno resbalaba en el barro y caía a sus pies. Ningún chorro de llama brotó siseante del aparato; la carga se le había agotado mientras incendiaba las aeronaves que no estaban en el hangar. Selver dejó caer la pesada máquina. El yumeno no llevaba armas, y era hombre. Selver llegó a decir: —Dejadle escapar.
Pero la voz le flaqueó, y dos atlishianos, cazadores de los Páramos de Abtam, se le habían adelantado de un salto mientras hablaba, empuñando unos largos cuchillos. Las manos grandes, desnudas, oprimieron el aire y cayeron blandamente. El gran cuerpo se desplomó hecho un ovillo en el camino. Había muchos otros cadáveres tendidos allí, en lo que fuera el centro de la ciudad. Las llamas crepitaban, y ya casi no se oía otro ruido.
Selver despegó los labios y gritó roncamente la llamada que pone fin a la caza; los que iban con él lo repitieron en voz más clara y firme, en un falsete sostenido; otras voces respondieron, cercanas y lejanas, en medio de la niebla y el humo y la oscuridad de la noche interrumpida de tanto en tanto por súbitas y rugientes llamaradas. En vez de abandonar inmediatamente la ciudad al frente del grupo, Selver les indicó que siguieran caminando, y se desvió entrando en un terreno fangoso entre el sendero y un edificio que se había quemado y desmoronado. Cruzó por encima del cadáver de una yumena y se inclinó sobre otro que yacía bajo una gran viga de madera carbonizada. No podía verle el rostro, oscurecido por el fango y las sombras.
No era justo; no era necesario; no tenía por qué haber mirado a aquél, ende tantos muertos. No tenía por qué haberlo reconocido en la oscuridad. Echó a andar detrás del grupo. De pronto se volvió; con mucho esfuerzo retiró la viga de la espalda de Lyubov; se arrodilló, deslizando una mano debajo de la pesada cabeza, que ahora parecía descansar más cómodamente, la cara separada del suelo; así permaneció, de rodillas, inmóvil.
Hacía cuatro días que no dormía, ni había tenido tiempo de soñar en muchos más… ya no sabía cuántos. Había actuado, hablado, viajado, planeado noche y día, desde que dejaran Brotor, él y la gente de Cadast. Había ido de ciudad en ciudad hablando a los pueblos de los bosques, explicándoles aquella cosa nueva, despertándolos del sueño al mundo, preparando la acción de esta noche, hablando, siempre hablando, y escuchando hablar a otros, nunca en silencio y jamás solo. Ellos lo habían escuchado y habían decidido seguirlo, seguir el nuevo camino. Habían aprendido a tocar con las manos el fuego que tanto temían, habían aprendido a dominar el mal sueño: y lanzaron sobre el enemigo la muerte que tanto temían. Todo se hizo tal como dijera Selver. Todo había ocurrido tal como él había anunciado. Los albergues y muchas viviendas de los yumenos fueron quemados, las naves voladoras incendiadas o destrozadas, las armas robadas o destruidas; y las hembras estaban muertas. Los incendios empezaban a extinguirse, la noche crecía negra e impenetrable, saturada de un humo pestilente. Selver apenas veía; alzó los ojos hacia el este, preguntándose si pronto llegaría la aurora. Arrodillado allí en el barro entre los muertos pensó: Este es el sueño, ahora el mal sueño. Creí que yo manejaba el sueño pero él me maneja a mí.
En el sueño, los labios de Lyubov se movieron apenas contra la palma de su propia mano; Selver miraba hacia abajo y veía abiertos los ojos del muerto. El resplandor ya mortecino de las llamas brillaba en la superficie de aquellos ojos. Un momento después Lyubov pronunció el nombre de Selver.
—Lyubov, ¿por qué te quedaste aquí? Te dije que salieras de la cuidad esta noche.
Así habló Selver en sueños, con aspereza, como si estuviese enfadado con Lyubov.
—¿Eres tú el prisionero? —dijo Lyubov débilmente sin levantar la cabeza, pero con una voz tan natural que Selver supo por un instante que aquél no era el tiempo-sueño sino el tiempo-mundo, la noche del bosque —. ¿O yo?
—Ninguno de los dos, o ambos ¿cómo puedo saberlo? Todas las máquinas y aparatos están quemados. Todas las mujeres están muertas. Dejamos escapar a los hombres, si querían escapar. Les dije que no incendiaran tu casa, los libros han de quedar intactos.
Lyubov, ¿por qué no eres como los otros?
—Soy igual que ellos. Un hombre. Como ellos. Como tú.
—No. Tú eres diferente…
—Soy como ellos. Y tú también. Escúchame, Selver. No sigas. No sigas matando hombres. Tienes que volver… a tus… a tus propias raíces.
—Cuando tu pueblo se haya marchado, entonces el sueño cesará.
—Ahora —dijo Lyubov, tratando de levantar la cabeza, pero tenía la espalda rota.
Miró a Selver y abrió la boca para hablar. Pero la mirada había desaparecido, ahora escudriñaba el otro tiempo, y los labios seguían entreabiertos, y mudos. El aliento le silbaba ligeramente en la garganta.
Estaban llamando a Selver por su nombre, muchas voces lejanas, llamando una y otra vez.
—¡No puedo quedarme contigo, Lyubov! —dijo Selver llorando, y al no obtener respuesta se incorporó e intentó correr.
Pero en la oscuridad del sueño sólo podía avanzar lentamente. El Espíritu del Fresno caminaba delante de él, más alto que Lyubov o que cualquier yumeno, sin volver hacia él la máscara blanca. Y mientras se alejaba, Selver le hablaba a Lyubov.
—Volveré —le decía —. Todos volveremos. ¡Te lo prometo, Lyubov!
Pero su amigo, el bondadoso, el que le había salvado la vida y le traicionara el sueño, Lyubov, no respondía. Caminaba por algún lugar de la noche cerca de Selver, invisible, y silencioso como la muerte.
Un grupo de gente de Tuntar encontró a Selver vagando en la oscuridad, llorando y hablando, dominado por el sueño; lo llevaron en seguida de regreso a Enoltor.
Allí, en el improvisado Albergue, una tienda a la orilla del río, yació desvalido y delirante dos días y dos noches, atendido por los Ancianos.
Durante todo ese tiempo seguía llegando gente a Enoltor, y volvía a marcharse, regresaba al Lugar de Eshsen que antes fuera Central, para sepultar allí a los muertos propios y a los ajenos; de los propios más de trescientos, de los ajenos más de setecientos. Había unos quinientos yumenos encerrados en los corrales de los creechis, que al estar vacíos y apartados no habían sido alcanzados por el fuego. Otros tantos habían huido, y algunos de éstos buscaron refugio en los campamentos de leñadores situados más al sur, que no habían sido atacados; aquellos que todavía se escondían y erraban por los bosques o las Tierras Mutiladas eran perseguidos día y noche. A veces los mataban porque muchos de los cazadores más jóvenes aún seguían oyendo la voz de Selver que les gritaba “¡Matadlos!”. Otros habían dejado atrás la noche de la matanza como si fuese una pesadilla, el mal sueño que ha de ser comprendido para que no se repita; y éstos, al encontrarse frente a un yumeno sediento y exhausto escondido entre la maleza, no podían matarle. Entonces tal vez el yumeno los mataba a ellos. Había grupos de diez y veinte yumenos armados con hachas y fusiles, si bien a pocos les quedaban municiones; a estos grupos los atlishianos les seguían el rastro, y cuando les tenían cercados en los bosques en número suficiente los capturaban y los llevaban otra vez a Eslisen. Todos fueron capturados al cabo de dos o tres días, pues esa región de Sornol era un hervidero de habitantes de los bosques; nunca en la memoria de ningún hombre se había congregado en un solo lugar ni la décima parte de la gente que había ahora; algunos seguían llegando aún de pueblos distantes y otros Continentes, unos empezaban ya a regresar a las ciudades. Los yumenos capturados fueron encerrados en los corrales junto con los otros, pese a que ya estaban colmados y las barracas eran demasiado pequeñas para los yumenos. Dos veces por día les daban agua y comida, y un par de centenares de cazadores armados los custodiaba a toda hora.