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En la tarde siguiente a la Noche de Eslisen, un avión apareció atronando desde el este y descendió como si fuese a aterrizar, luego alzó vuelo como un ave de rapiña que ha errado su presa, y voló en círculo sobre el desmantelado campo de aterrizaje, la ciudad todavía humeante, y las Tierras Mutiladas. Reswan se había encargado de destruir todas las radios, y fue tal vez el silencio de las radios lo que atrajo a la aeronave desde Kushil o Rieshwel donde había tres pequeñas poblaciones yumenas. Los prisioneros se precipitaron fuera de las barracas y gritaban a la máquina cada vez que pasaba atronando por encima de sus cabezas; arrojó un objeto, en un pequeño paracaídas, dentro del corral; por último, zumbando, se perdió en el cielo.

En Athshe quedaban ahora cuatro naves aladas semejantes; tres en Elushil y una en Rieshwel, todas de tamaño pequeño, con capacidad para cuatro hombres; también tenían ametralladoras y lanzallamas, y eran una grave preocupación para Reswan y los otros, mientras que Selver yacía perdido para ellos, transitando por los caminos crípticos del otro tiempo.

Despertó al tiempo-mundo en el tercer día, flaco, mareado, hambriento y silencioso. Se bañó en el río y comió, y luego escuchó a Reswan y a la matriarca de Berre y a los otros elegidos como jefes. Ellos le contaron lo que había sucedido en el mundo mientras él dormía. Selver escuchó, y los miró uno a uno, y ellos vieron al dios en él. En la repulsión y el temor que habían seguido a la Noche de Eshsen algunos llegaron a dudar. Tenían sueños turbulentos de sangre y fuego; pasaban el día entero rodeados por extraños, gente venida de todos los confines de los bosques, en centenares, en millares, todos se precipitaban a este lugar como cuervos sobre la carroña, todos desconocidos entre sí; y les parecía que había llegado el Fin, que nada volverá ser como antes, que nada estaría bien de nuevo. Pero en presencia de Selver recordaron el propósito, y la angustia que los dominaba se calmó, y esperaron a que hablase.

—La matanza ha terminado —dijo —. Aseguraos de que todo el mundo lo sepa. —Los miró uno a uno —. Tengo que hablar con los del corral, ¿Quién los dirige allí?

—Pavo, Pieplano, Ojosllorosos —dijo Reswan, el ex esclavo.

—¿Pavo vive? Bien. Ayúdame a levantarme, Greda, noto los huesos blandos…

Cuando llevaba un rato levantado, se sintió más fuerte, y una hora después se ponía en marcha hacia Eshsen, a dos horas de camino de Endtor.

Cuando llegaron, Reswan trepó por una escalera apoyada contra el muro del pabellón y gritó en la jerga que se les enseñaba a los esclavos: —¡Dong —venir —puerta Rápido-volando!

Allá abajo en los pasillos que separaban las achaparradas barracas de cemento, algunos de los yumenos le gritaron y le arrojaron cascotes de tierra. Reswan desapareció y esperó.

El viejo coronel no apareció, pero Gosse, a quien ellos llamaban Ojosllorosos, salió cojeando de una cabaña y llamó a Reswan: —El coronel Dongh está enfermo, no puede salir.

—¿Enfermo de qué?

—Intestinos, enfermo por el agua. ¿Qué quieres?

—Hablar —hablar. Mi señor dios —dijo Reswan en su propia lengua, mirando a Selver—, el Pavo se esconde, ¿quieres hablar con Ojosllorosos?

—Está bien.

—¡Vigilad la puerta, arqueros! A la puerta, se-ñor Goss-a, ¡Rápido-volando!

La puerta se abrió apenas el tapado y el tiempo suficiente para que Gosse pudiera escurrirse afuera. Se detuvo, solo, frente al grupo de Selver. Se apoyaba con precaución en una pierna, herida en la Noche de Eshsen. Vestía un pijama andrajoso, sucio de barro y empapado por la Bula. El cabello gris le caía liso alrededor de las orejas y sobre la frente. Dos veces más alto que sus captores, se mantenía muy tieso, y les observaba con temeraria, indignada consternación.

—¿Qué quieres?

—Tenemos que hablar, señor Gosse —dijo Selver, que había aprendido de Lyubov el inglés común —. Soy Selver del Fresno de Eshreth. Soy amigo de Lyubov.

—Sí, te conozco —¿Qué tienes que decir?

—Tengo que decir que la matanza ha terminado, si puede haber una promesa respetada por la gente de usted y por mi pueblo. Todos ustedes podrán quedar en libertad, si todos los hombres de los campamentos de leñadores de Sornol del Sur, Kushil y Rieshwel se concentran y se quedan aquí juntos. Ustedes pueden vivir aquí donde el bosque está muerto, donde ustedes cultivan sus cereales. No habrá más talado de árboles.

Ahora la expresión de Gosse era de ansiedad.

—¿Los campamentos no fueron atacados?

—No.

Gosse no dijo nada. Selver lo miró, y volvió a hablar: —De los hombres de usted, quedan menos de dos mil con vida, creo yo. Las mujeres han muerto todas. En los otros campamentos todavía hay armas; ustedes podrían matar a muchos de los nuestros. Pero nosotros tenemos algunas armas. Y somos más de los que ustedes podrían matar. Supongo que lo saben, y que por eso no han tratado de que las naves voladoras les trajeran lanzallamas, para matar a los guardias y huir. Sería inútil; somos realmente muchos. Si lo prometen, junto con nosotros, será para bien de todos, y entonces podrán esperar sin peligro hasta que llegue una de sus Grandes Naves, y podrán marcharse del mundo. Esto será dentro de tres años, creo.

—Sí, tres años locales… ¿Cómo lo sabes?

—Bueno, los esclavos tienen oídos, señor Gosse.

Gosse lo miró al fin abiertamente. Desvió los ojos, se movió, intranquilo, trató de acomodar la pierna lastimada. Volvió a mirar a Selver, y de nuevo desvió los ojos —Nosotros ya habíamos “prometido” no hacer daño a ninguno de tu pueblo. Por eso dejamos en libertad a los trabajadores. No sirvió de nada, no escuchasteis.

—No nos prometieron nada a nosotros.

—¿Cómo podemos llegar a un acuerdo o un pacto con un pueblo que no tiene gobierno, sin una autoridad central?

—No lo sé. No estoy seguro de que ustedes sepan lo que es una promesa. La quebrantaron pronto.

—¿Qué quieres decir? ¿Por quiénes? ¿Cómo?

—En Rieshwel, Nueva Java. Hace catorce días. Unos yumenos del Campamento de Rieshwel incendiaron una población y mataron a los habitantes.

—Eso no es cierto. Estuvimos en contacto radial directo con Nueva Java todo el tiempo, hasta la masacre. Nadie mató a los nativos allí, ni en ningún otro sitio.

—Usted dice la verdad que conoce —dijo Selver—, yo la verdad que conozco. Acepto que ignore la matanza en Rieshwel, y usted acepte que yo le diga que hubo una matanza.

Esto queda en pie: la promesa será hecha a nosotros y con nosotros, y será respetada.

Quizá usted quiera discutir estas cuestiones con el coronel Dongh y los demás.

Gosse hizo un movimiento como si fuese a entrar en el pabellón, y en seguida se volvió y dijo con su voz ronca, profunda: —¿Quién eres tú, Selver? Fuiste tú… fuiste tú quien organizó el ataque? ¿Tú los dirigiste?