—Sí, fui yo.
—Entonces toda esta sangre pesa sobre tu cabeza —dijo Gosse, con una ferocidad repentina—, y también la de Lyubov, sabes, Lyubov, tu amigo… está muerto.
Selver no comprendió la expresión. Había aprendido a asesinar, pero de la culpa poco sabía fuera del nombre. Vio la mirada fría, resentida de Gosse, y sintió miedo. Se estremeció; un frío mortal le subió por el cuerpo. Trató de alejarlo cerrando un momento los ojos. Por último dijo: —Lyubov es mi amigo, y por eso no está muerto.
—Vosotros sois niños —dijo Gosse con odio —. Niños salvajes. No tenéis noción de la realidad. ¡Esto no es sueño, esto es real! ¡Tú mataste a Lyubov! Ahora está muerto. Tú mataste a las mujeres, las mujeres, ¡tú las quemaste vivas, las descuartizaste como animales!
—Tendríamos que haberlas dejado vivir? —preguntó Selver con igual vehemencia, pero con voz más suave, un poco cantarina —. ¿Para que procreasen como insectos en el capullo del Mundo? ¿Para que nos aplastaran? Las matamos para esterilizarlos a ustedes. Sé lo que es la realidad, señor Gosse. Lyubov y yo hemos hablado de esas palabras. Un hombre con sentido de la realidad es aquel que conoce el mundo y que también conoce sus propios sueños. Ustedes no son sanos: no hay entre ustedes un solo hombre que sepa soñar. Ni siquiera Lyubov, y él era el mejor. Ustedes duermen, se despiertan y olvidan lo que han soñado, y vuelven a dormir y a despertar, y así transcurre para ustedes toda la vida, ¡y creen que eso es la existencia, la vida, la realidad! Ustedes no son niños, son adultos, pero dementes. Y por eso tuvimos que matarles, antes que nos enloquecieran a nosotros. Ahora vuelva y hable de la realidad con los otros locos. ¡Hable largo, y bien!
Los guardias abrieron la puerta, amenazando con sus lanzas a los yumenos que se amontonaban en el interior; Gosse volvió a entrar en el pabellón, los anchos hombros encorvados como amparándose de la lluvia.
Selver estaba muy cansado. La matriarca de Berre y otra mujer se le acercaron y caminaron con él; se apoyó en los hombros de las mujeres para no caer si tropezaba. La joven cazadora Greda, una prima de su mismo Arbol, bromeaba con él, y Selver le respondía como atolondrado, riendo. La caminata de regreso a Endtor pareció durar días y días.
Estaba demasiado fatigado para comer. Bebió un poco de caldo caliente y se tendió a descansar junto a la Hoguera de los Hombres. Endtor no era una población sino un simple campamento a orillas del gran río, un lugar de pesca favorito de todas las ciudades que habían existido alguna vez en los bosques de alrededor, antes de la llegada de los yumenos. Allí no había Albergue. Dos fogones circulares de piedra negra y una larga ribera tapizada de hierbas donde se podía instalar las tiendas de cuero y junco trenzado, eso era Endtor. Allí el río Menend, el río más caudaloso de Sornol, hablaba incesantemente en el mundo y en el sueño.
Había muchos ancianos junto al fuego, algunos que Selver conocía de Brotor y Tuntar y Eshreth, su ciudad destruida, algunos que no conocía; podía ver en sus ojos y sus gestos, y oír en sus voces, que eran Grandes Soñadores; quizá nunca y en ningún sitio se habían reunido antes tantos soñadores. Tendido en el suelo, la cabeza apoyada en las manos, la mirada en las llamas, Selver dijo: —He llamado locos a los yumenos. ¿También yo estoy loco?
—Tú no distingues un tiempo de otro —dijo el viejo Tubab, empujando una piña hacia la hoguera —porque hace demasiado tiempo que no sueñas ni dormido ni despierto. El precio de eso es caro de pagar.
—Los venenos que toman los yumenos producen un efecto muy semejante al del no dormir y no soñar —dijo Heben, que había sido esclavo en Central y en el Campamento Smith —. Los yumenos se envenenan para poder soñar. Yo vi las caras de los soñadores después de tomar los venenos. Pero ellos no podían llamar a los sueños, ni gobernarlos, ni entretejerlos, ni modelarlos, ni dejar de soñarlos; eran arrastrados, dominados por los sueños. Lo mismo le ocurre a un hombre que no ha soñado durante muchos días. Aunque sea el más sabio de su Albergue, igual estará loco, de vez en cuando, por momentos, y durante mucho tiempo después de esa experiencia. Será arrastrado, esclavizado. No se comprenderá a sí mismo.
Un anciano muy venerable con el acento de Sornol del Sur puso la mano en el hombro de Selver, lo acarició, y dijo: —Mi amado y joven dios, lo que tú necesitas es cantar, eso te haría bien.
—No puedo. Canta por mí.
El anciano cantó; otros se unieron a él, las voces tenues y, aflautadas, casi disonantes, como el viento que soplaba en los cañaverales de Endtor. Cantaron una de las canciones del Fresno, que hablaba de las hojas delicadas que amarillean en otoño cuando las bayas se ponen rojas, y una noche las platea la primera escarcha.
Mientras Selver escuchaba la canción del Fresno, Lyubov yacía junto a él. Así, acostado, no parecía tan monstruosamente alto y grande de miembros. Detrás asomaba el edificio semidesmoronado, destripado por el fuego, negro contra las estrellas.
—Soy como tú —decía, sin mirar a Selver, con esa voz de los sueños que trata de revelar su propia irrealidad —. Me duele la cabeza —dijo Lyubov con su voz natural, frotándose la nuca como lo hacía siempre, y entonces Selver extendió el brazo para tocarlo, para consolarlo.
Pero en el tiempo-mundo Lyubov era sombra y resplandor de llamas, y los ancianos estaban cantando la canción del Fresno, las florecillas blancas en las ramas negras, en primavera, entre las hojas.
Al día siguiente los yumenos prisioneros en el pabellón quisieron hablar con Selver.
Selver llegó a Eslisen al atardecer, y se reunió con ellos fuera del pabellón, bajo las ramas de un roble, pues la gente de Selver se sentía un poco incómoda bajo el cielo abierto y desnudo. Eslisen había sido un robledal, y ese árbol era el más grande de los pocos que los colonos habían dejado en pie. Se alzaba en la larga pendiente que se extendía detrás de la cabaña de Lyubov, una de las seis o siete casas que habían salido indemnes de la noche del ataque. Junto a Selver, al abrigo del roble, estaban Reswan, la matriarca de Berre, Greda de Cadast, y algunos otros que deseaban asistir a la reunión, unos doce en total. Muchos arqueros montaban guardia; temían que los yumenos pudiesen tener armas ocultas, pero se habían apostado detrás de los arbustos o de los escombros del incendio, para no dominar la escena con la apariencia de una amenaza. Con Gosse y el coronel Dongh estaban tres de los yumenos llamados oficiales y dos del campamento de leñadores, a la vista de uno de los cuales, Benton, los ex esclavos contuvieron el aliento.
Benton acostumbraba castigar a los “creechis holgazanes” castrándolos en público.
El coronel había adelgazado, la tez normalmente de un color amarillo pardusco era ahora de un amarillo grisáceo; la enfermedad no había sido fingida.
—Bien, la primera cosa —dijo cuando estuvieron todos instalados, los yumenos de pie, la gente de Selver en cuclillas o sentada en el musgo húmedo y suave que rodeaba al roble—, la primera cosa es que yo quiero tener ante todo una definición clara de qué significan exacta y precisamente esos términos propuestos por ustedes, y qué significan como garantía de seguridad para mi personal aquí presente y bajo mis órdenes.
Hubo un silencio.
—Algunos de ustedes entienden mi lengua, ¿no?
—Sí. Lo que no entiendo es su pregunta, señor Dongh.
—¡Coronel Dongh, si me hace el favor!
—Entonces usted me llamará a mí coronel Selver, si me hace el favor.
Un canturreo vibró en la voz de Selver que se puso de pie, dispuesto a combatir, mientras las melodías le fluían como ríos por la mente.
Pero el viejo yumeno no se movió; enorme, pesado e iracundo, no aceptó el desafío.
—No vine aquí para ser insultado por vosotros, pigmeos humanoides —dijo.
¡Pero los labios le temblaron mientras lo decía. Era viejo, y se sentía acobardado y humillado. Toda esperanza de triunfo se extinguió en Selver. Ya no había triunfo en el mundo, sólo muerte. Se volvió a sentar.