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—¿Sin la espera de veintisiete años?

Gosse clavó la vista en Selver.

—Así es. Exactamente. Aprendiste mucho de Lyubov, ¿no?

—Si habrá aprendido —dijo Benton —. Era el verde amiguito del alma de Lyubov. Se enteraba de todo cuanto valía la pena saber y un poquito más. Como por ejemplo cuáles eran los puntos vitales y dónde estaban apostados los guardias, y cómo llegar a las armas en el Arsenal. Deben de haber estado en contacto hasta el momento mismo en que comenzó la masacre.

Gosse parecía molesto.

—Raj está muerto. Todo eso no tiene nada que ver ahora, Benton. Lo que tenemos que establecer…

—¿Está usted tratando de insinuar de algún modo que el capitán Lyubov estaba involucrado en alguna actividad que pudiera considerarse traición a la Colonia, Benton? dijo Dongh, echando fuego por los ojos y oprimiéndose el vientre con las manos —. No había espías ni traidores en mi personal. Lo seleccioné escrupulosamente antes de partir, y yo conozco a la gente con quien tengo que tratar.

—No estoy insinuando nada, coronel. Estoy diciendo claramente que fue Lyubov quien incitó a los creechis, y que si no se hubiesen modificado las órdenes después de que esa nave de la Flota estuvo aquí, nunca hubiera sucedido.

Gosse y Dongh empezaron a hablar al mismo tiempo —Todos ustedes están muy enfermos —observó Selver, levantándose y sacudiéndose, porque las húmedas hojas pardas del roble se le adherían como la seda a la corta pelambrera del cuerpo —. Lamento que hayamos tenido que retenerlos en el corral de los creechis, no es un sitio agradable para la mente. Por favor, hagan traer a los hombres de los otros campamentos. Cuando todos estén aquí y las armas grandes hayan sido destruidas, y la promesa haya sido pronunciada por todos nosotros, entonces les dejaremos en paz. Las puedas del corral serán abiertas hoy, cuando yo me haya marchado. ¿Hay algo más que decir?

Ninguno de ellos dijo nada. Todos bajaron la vista y lo miraron. Siete hombres, de piel tostada o trigueña, lampiños, vestidos con telas, de ojos sombríos, rostros malhumorados; doce hombrecillos verdes o verde parduscos, cubiertos de vello, con los grandes ojos de las criaturas seminocturnas, rostros soñadores; entre los dos grupos, Selver, el traductor, frágil, desfigurado, llevando en las manos vacías los destinos de todos. La lluvia caía silenciosamente alrededor, sobre la tierra parda.

—Adiós, entonces —dijo Selver, y se alejó con su grupo.

—No son tan estúpidos —dijo la matriarca de Berre cuando acompañaba a Selver a Endtor —. Pensaba que semejantes gigantes tenían que ser estúpidos, pero se dieron cuenta de que eres un dios; lo vi en sus caras al final de la charla. Qué bien hablas esa jerga. Feos son, ¿crees que sus hijos tampoco tendrán pelos?

—Eso nunca lo sabremos, espero.

—Aj, imagínate dar de mamar a un niño que no tiene pelo. Como tratar de amamantar a un pez —Están todos locos —dijo el viejo Tubab con una expresión de profunda tristeza —. Lyubov no era así, cuando venía a Tuntar. Era ignorante, pero sensible. Pero éstos discuten, y se burlan del viejo, y se odian unos a otros, así —y torció la cara gris para imitar la expresión de los terráqueos, cuyas palabras, naturalmente, no había podido entender —. ¿Fue eso lo que tú les dijiste, Selver, que están locos?

—Les dije que estaban todos enfermos. Pero no olvidemos que han sido derrotados, y heridos, y encerrados en esa jaula de piedra. Después de eso cualquiera podría estar enfermo p por lo tanto, necesitar curarse.

—Quién les va a curar —dijo la matriarca de Berre —si todas sus mujeres están muertas.

Mala suerte. Pobres cosas feas… grandes arañas desnudas, eso son, ¡aj!

—Son hombres, hombres, igual que nosotros —dijo Selver, la voz aguda y afilada como un cuchillo.

—Oh, mi amado señor dios, eso lo sé, sólo quise decir que parecen arañas —dijo la anciana, acariciándole la mejilla —. Escuchad, vosotros: Selver está extenuado con todo este ir y venir entre Endtor y Eslisen; sentémonos un ratito a descansar.

—Aquí no —dijo Selver. Todavía estaban en las Tierras Mutiladas, entre tocones y pendientes herbosas, bajo el cielo desnudo —. Cuando lleguemos a los árboles…

Se tambaleó, y aquellos que no eran dioses lo ayudaron a avanzar por el camino.

7

Davidson le encontró una utilidad a la grabadora del comandante Muhamed. Alguien tenía que registrar los sucesos de Nueva Tahití, hacer una historia de la crucifixión de la Colonia Terráquea. Para que cuando llegasen las naves desde la Madre Tierra pudieran conocer la verdad. Para que las futuras generaciones supieran de cuánta deslealtad, cobardía y estupidez eran capaces los humanos, y de cuánto coraje mostraban en la adversidad. En sus momentos libres —no mucho más que momentos desde que había asumido el mando —grababa toda la historia de la masacre de Campamento Smith, y llevaba al día los registros de Nueva Java, así como los de Isla King y Central, lo mejor que podía con ese histérico parloteo adulterado que era lo único que recibía a guisa de noticias desde el cuartel general de Central.

Exactamente lo que había sucedido allí, nadie lo sabría jamás, excepto los creechis, pues los humanos estaban tratando de esconder sus propias traiciones y errores. Las líneas generales eran claras; sin embargo. Una pandilla organizada de creechis, capitaneada por Selver, había tenido acceso al Arsenal y los hangares, y provista de dinamita, granadas, fusiles y lanzallamas se había desbandado por la ciudad destruyéndola y asesinando a los humanos. Que habían contado con la complicidad de alguien del poblado, lo probaba el hecho de que el primer edificio que volaron fuera el cuartel general. Lyubov, por supuesto, había estado en la traición, y sus verdes amiguitos del alma se lo habían agradecido como era de esperar, cortándole el gañote lo mismo que a los otros. Al menos Gosse y Benton pretendían haberlo visto muerto a la mañana siguiente de la masacre. Aunque en realidad, ¿se podía creer lo que dijera cualquiera de ellos? Estaba plenamente justificado suponer que de los humanos que quedaban con vida en Central después de aquella noche, todos, quien más quien menos, eran traidores.

Traidores a su propia raza.

Las mujeres estaban todas muertas, aseguraban. Esto era ya bastante grave pero había algo peor: podía no ser cierto. Era fácil para los creechis esconder prisioneros en los bosques, y nada más fácil de atrapar que una chica que huye despavorida de una ciudad en llamas. ¿Y no les gustaría a los pequeños demonios verdes apoderarse de una muchacha humana y tratar de experimentar con ella? Sabe Dios cuántas de las mujeres seguían con vida en las madrigueras de los creechis, atadas de pies y manos en una de esas hediondas cuevas subterráneas, toqueteadas y manoseadas y ensuciadas por los inmundos, los peludos pigmeos antropoides. Era inconcebible. Pero por Dios, algunas veces uno tenía que ser capaz de concebir lo inconcebible.

Un helicóptero de King había lanzado a los prisioneros de Central un receptor transmisor al día siguiente de la masacre, y a partir de ese día Muhamed había grabado todas las conversaciones con Central. Lo más increíble de todo era una conversación entre Muhamed y el coronel Dongh. La primera vez que la escuchó, Davidson había arrancado la cinta del aparato y la había quemado. Ahora deseaba haberla conservado, como documento, como una prueba perfecta de la absoluta incompetencia de los comandantes, tanto en Central como en Nueva Java. La había destruido en un arranque de furia, es cierto. Pero ¿cómo hubiera podido escuchar pacientemente las voces del coronel y del comandante tramando una rendición incondicional ante los creechis, decidiendo no tornar represalias, no defenderse, renunciar a todas las armas grandes, y amontonarse todos juntos en un pedacito de tierra elegido para ellos por los creechis, un reducto que les era concedido por los generosos vencedores, las bestezuelas verdes. Era increíble, literalmente increíble.