Probablemente el viejo Ding Dong y Moo no eran en realidad traidores conscientes. Se habían vuelto locos, estaban reblandecidos. Y la culpa la tenía este planeta del demonio.
Había que tener una personalidad fuerte para aguantarlo. Había algo en el aire, tal vez el polen de todos esos árboles, que actuaba como una especie de droga, que hacía que los humanos comunes empezaran a volverse tan estúpidos y a vivir tan fuera de la realidad como los propios creechis. Para colmo, al ser tan inferiores numéricamente, eran meras piltrafas, fáciles de exterminar para los creechis.
Era una lástima que Muhamed hubiera tenido que ser eliminado pero nunca habría estado dispuesto a aceptar los planes de Davidson, eso era evidente; había ido demasiado lejos. Cualquiera que hubiese oído aquella grabación increíble pensaría lo mismo. Por eso fue mejor fusilarlo antes de que supiera realmente lo que estaba pasando, y ahora él tenía un nombre sin mancha, no como Dongh y todos los otros oficiales que seguían con vida en Central.
Dongh no había aparecido por la radio últimamente. Casi siempre hablaba Juju Sereng, de Ingeniería. Davidson había salido de juerga frecuentemente con Juju y le consideraba un amigo, pero ahora no se podía confiar en nadie. Y Juju era otro asiatiforme. En verdad, parecía raro que tantos de ellos hubiesen sobrevivido a la masacre de Centralville; de todos los hombres con quienes había hablado, el único no-asio era Gosse. Aquí en Java los cincuenta y cinco hombres leales que quedaban luego de la reorganización eran casi todos eurafs como él, algunos afros y afroasiáticos, pero ninguno asio puro. La sangre es la sangre. Uno no podía ser verdaderamente humano si no llevaba en las venas unas gotas de sangre de la Cuna del Hombre. Eso no le impediría, por supuesto, salvar a los infelices bastardos amarillos de Central, pero explicaba en parte el colapso moral y la escasa resistencia de esa gente.
—¿No te das cuenta del aprieto en que nos estás metiendo, Don? —de había preguntado Juju Sereng con esa voz insulsa que tenía —. Hemos pactado una tregua formal con los creechis. Y tenemos órdenes directas de la Tierra de no interferir en la vida de los esvis, ni tomar represalias. Y de todas maneras, ¿qué represalias podríamos tomarnos? Ahora que todos los hombres de Isla King y Central del Sur están aquí con nosotros, no llegamos a dos mil, y ¿cuántos tienes tú allí en Java, unos sesenta y cinco, no? ¿Crees de veras que dos mil hombres pueden dominar a tres millones de enemigos inteligentes, Don?
—Juju, cincuenta hombres pueden hacerlo. Es cuestión de voluntad, habilidad, y armamento.
—¡Mierda! Pero el hecho es, Don, que se ha pactado una tregua. Y si se viola, estamos perdidos. Es lo único que nos mantiene a flote por el momento. Tal vez cuando la nave vuelva de Prestno y vea lo que ha pasado, decidan acabar con los creechis. No lo sabemos. Pero al parecer, los creechis tienen la intención de respetar la tregua, al fin y al cabo fue idea de ellos, y tuvimos que aceptarla. Pueden acabar con nosotros en cualquier momento, por simple superioridad numérica, como lo hicieron en Centralville. Eran miles y miles. ¿No puedes entenderlo, Don?
—Escucha, Juju, claro que lo entiendo. Si vosotros tenéis miedo de usar los tres helicópteros que os quedan, podríais mandarlos aquí, con algunos hombres que vieran cómo hacemos las cosas. Si voy a liberaros a todos sin ayuda, algunos helicópteros más me vendrían muy bien.
—Novas a liberarnos, vas a incinerarnos, ¡pedazo de estúpido! Manda ese helicóptero que te queda aquí a Central, ahora mismo: es una orden personal del coronel, como comandante efectivo. Utilízalo para mandar aquí a tus hombres; doce viajes, en cuatro días locales podrás hacerlo. Acata esas órdenes y manos a la obra.
Clic, había cortado… tenía miedo de seguir discutiendo con él.
Al fin empezó a preocuparle que pudieran mandar los tres helicópteros y bombardear o ametrallar el Campamento Nueva Java; porque técnicamente, él, Davidson, estaba desobedeciendo órdenes, y al viejo Dongh no le gustaba la gente independiente. Bastaba ver cómo se las había tomado ya con Davidson, a causa de esa incursión insignificante en represalia por lo de Campamento Smith. La iniciativa era castigada. Lo que a Ding Dong le gustaba era la sumisión, como a la mayoría de los oficiales. El peligro era que el oficial mismo podía volverse sumiso. Davidson comprendió finalmente, con genuina sorpresa, que los helicópteros no representaban ninguna amenaza para él, pues Dongh, Sereng, Gosse y hasta Benton tenían miedo de mandarlos. Los creechis les habían ordenado conservar los helicópteros dentro del Reducto Humano: y estaban obedeciendo órdenes.
Cristo, le daba náuseas. Era tiempo de actuar. Habían estado esperando de brazos cruzados durante casi dos semanas. Él tenía su campamento bien defendido; habían reforzado la empalizada para que ningún hombre mono enano y verde pudiese saltarla, y ese chico tan hábil, Aabi, había armado montones de minas terrestres y las había sembrado alrededor de la empalizada en un círculo de cien metros. Era hora de demostrar a los creechis que a esos borregos de Central podían llevarles por las narices, pero que aquí, en Nueva Java, era con hombres con quienes tenían que habérselas. Salió en el helicóptero y con él guió a un escuadrón de infantería de quince hombres hasta una madriguera creechi al sur del campamento. Había aprendido a localizarlas desde el aire; lo que las delataba eran los huertos, las concentraciones de ciertos tipos de árboles, aunque no los plantaban en hileras como los humanos. Era increíble la cantidad de madrigueras que aparecían una vez que uno aprendía a localizarlas. El bosque era un verdadero vivero. El grupo invasor incendió a mano esa madriguera, y luego, en el vuelo de regreso con un par de los muchachos, Davidson localizó otra, a menos de cuatro kilómetros del campamento. En, ésa, sólo para dejar su firma bien clara y que todos pudieran leerla, dejó caer una bomba. Una simple bomba incendiaria, no una de las grandes, pero cómo hizo volar la piel verde. Dejó un enorme agujero en el bosque, y los bordes del agujero estaban en Ramas.
Naturalmente, ésa seda su auténtica arma cuando llegase la hora de las represalias en masa. Incendios en los bosques. Con bombas y gelinita arrojadas desde el helicóptero, podía arrasar con fuego cualquiera de esas islas. Tendría que esperar un mes o dos, hasta que pasara la estación de las lluvias. ¿Por dónde empezaría, por King, Smith o Central? King primero, quizá, a modo de advertencia, ya que allí no quedaban humanos.
Luego Central, si no reaccionaban por las buenas.
—¿Qué diantre está tratando de hacer? —dijo la voz en la radio, y Davidson no pudo menos que sonreír, tan agónica sonaba, como una vieja a la que tienen contra la pared —. ¿Se da cuenta de lo que está haciendo, Davidson?
—Ajá.
—¿Se imagina que va a vencer a los creechis?
No era Juju esta vez; quizá el sabihondo de Gosse, o cualquiera de ellos; ninguna diferencia: todos balaban baa baa.
—Sí, eso creo —dijo Davidson con irónica mansedumbre.
—¿Supone que si sigue quemando aldeas irán a buscarlo para rendirse… tres millones?
¿Eso supone?
—Tal vez.
—Mire, Davidson —dijo la radio, al cabo de un momento, zumbando y gimiendo; estaban utilizando un equipo de emergencia, ya que habían perdido el transmisor grande, junto con ese ansible de pacotilla que más valía perderlo —. Oiga, ¿hay alguien más allí con quien podamos hablar?
—No; todos están muy ocupados. Mire, por aquí todo anda de perlas, pero nos hemos quedado sin postres, sabe, ensalada de frutas, melocotones, esas menudencias. Y algunos de los muchachos las echan de menos, realmente. Y estábamos esperando una partida de marihuana cuando los volaron a ustedes. Si mando hasta allí un helicóptero, ¿podrían separarnos unos cuantos cajones de golosinas y un poco de hierba?