Una pausa.
—Sí, mándelo, y nada más.
—Fantástico. Preparen las cosas en una red, para que los muchachos puedan pescarlas sin necesidad de aterrizar.
Sonrió mostrando los dientes.
Hubo algunas idas y venidas allá en Central, y de pronto el viejo Dongh apareció en la línea, la primera vez que le hablaba a Davidson. La voz sonaba débil y sin aliento en la crepitante onda corta.
—Escuche, capitán, quiero saber si se da cuenta realmente de las medidas que tendré que tomar por las acciones que usted está dirigiendo en Nueva Java; si continúa desobedeciendo las órdenes. Estoy tratando de razonar con usted como soldado leal y razonable. A fin de garantizar la seguridad de mi gente aquí en Central, entienda que me veré en la necesidad de informar a los nativos de que no podemos asumir absolutamente ninguna responsabilidad por las acciones de usted.
—Eso es correcto, señor.
—Lo que estoy tratando de hacerle entender es que esto significa que nos veremos obligados a tener que decirles que no podemos impedir que usted viole la tregua allá en Java. El personal ahí es de sesenta y seis hombres, ¿correcto?; pues bien, quiero tener a esos hombres sanos y salvos aquí en Central con nosotros para esperar la llegada del Shackleton y mantener unida la Colonia. Usted está empeñado en una carrera suicida y soy responsable por los hombres que están ahí con usted.
—No, usted no es responsable, señor. Yo lo soy. Usted quédese tranquilo. Pero cuando vean la selva en llamas, corran y busquen algún Desmonte. No queremos asarlos vivos junto con los creechis.
—Escuche ahora, Davidson, le ordeno entregar inmediatamente el mando al teniente Temba y presentarse aquí —dijo la voz distante y llorosa, y Davidson, asqueado, apagó la radio de golpe.
Estaban todos locos de remate, todavía jugando a los soldados, fuera de todo contacto con la realidad. Eran en verdad muy pocos los hombres capaces de enfrentar la realidad cuando las cosas se ponían difíciles.
Tal como esperaba, los creechis no reaccionaron a los ataques a las madrigueras. El único modo de tenerlos a raya, como él lo había sabido desde el principio, era aterrorizarlos y no darles cuartel. De esa manera, ellos sabían quién mandaba, y se mostraban sumisos. Al parecer, y en un radio de treinta kilómetros, los creechis abandonaban las aldeas antes de que él llegara, pero continuaba enviando hombres a incendiarlas cada tres o cuatro días.
Los muchachos empezaban a impacientarse. Hasta entonces, los había mantenido atareados en los desmontes, ya que cuarenta y ocho de los cincuenta y cinco sobrevivientes leales eran leñadores. Pero todos sabían que las naves automáticas no bajarían a cargar la madera, seguirían llegando una tras otra y se pondrían en órbita, esperando la señal que nunca recibirán. No tenía sentido seguir cortando árboles inútilmente. Era un trabajo demasiado duro. Mejor quemarlos. Ejercitaba a sus hombres en equipos, desarrollando técnicas incendiarias. El tiempo era aún demasiado lluvioso, pero les mantenía el cerebro ocupado. Si al menos tuviese los otros tres helicópteros, entonces sí que podría dar el gran golpe. Estudiaba la posibilidad de una incursión en Central para liberar los helicópteros, pero no había mencionado aún esta idea ni siquiera a Aabi y Temba, sus mejores hombres. A algunos de los muchachos podría amedrentarlos la idea de una invasión armada a su propio cuartel general. Seguían hablando de “cuando volvamos a reunirnos con los otros”. No sabían que aquellos otros les habían abandonado, les habían traicionado, se habían vendido a los creechis. Y él no podía decirles semejante cosa, no la soportarían.
Un buen día, él, Aabi, Temba y otro hombre con la cabeza bien puesta y de confianza llegarían en helicóptero; luego tres de ellos bajarían con metralletas, montarían cada uno en un helicóptero, y de vuelta a casa, ta-ta-ta. Con cuatro buenas batidoras para batir los huevos. No se puede hacer una tortilla In batir los huevos. Davidson se rió a carcajadas en la oscuridad de la cabaña. Mantuvo este plan en secreto un tiempo más porque le divertía mucho pensar en él.
Al cabo de otras dos semanas habían destruido todas las madrigueras creechis de los alrededores, y el bosque estaba ahora limpio y reluciente. No más humaredas por encima de los árboles. Ya nadie saltaba desde atrás de un arbusto y se despatarraba en el suelo con los ojos cerrados, esperando que uno le pisara la cabeza. No más monstruitos verdes. Sólo un revoltijo de árboles y algunos parajes quemados. Los muchachos empezaban a mostrarse inquietos y aburridos; era hora de hacer la incursión de rescate de los helicópteros. Una noche les confió el plan a Aabi, Temba y Post.
Ninguno de ellos dijo nada durante un minuto; luego Aabi preguntó: —¿Y el combustible, capitán?
—Tenemos combustible suficiente.
—No para cuatro helicópteros; no duraría ni una semana.
—¿Quieres decir que para ése nos queda combustible sólo para un mes?
Aabi asintió.
—Y bien, en ese caso, sacamos también un poco de combustible, me parece.
—¿Cómo?
—Pensad un poco.
Los tres seguían mudos e inmóviles, con caras de estúpidos. Eso le enfurecía.
Dependían de él para todo. Él era un jefe nato, pero le gustaban los hombres que tenían ideas propias.
—Piensa algún medio, es tu especialidad, Aabi —dijo.
Y salió a quemar un poco de hierba, asqueado por la forma en que todos se comportaban, como si estuviesen acobardados. No eran capaces de enfrentar la cruda realidad.
Andaban escasos de marihuana y Davidson no fumaba desde hacía un par de días. No le sirvió de nada. La noche negra e impenetrable, húmeda, calurosa, olía a primavera.
Pasó Ngenene caminando como un patinador sobre el hielo, o casi como un robot sobre ruedas; giró sobre sí mismo con un lento movimiento felino y contempló largamente a Davidson, que estaba en el porche de la cabaña a la luz mortecina de la entrada. Era un hombre inmenso que manejaba una sierra eléctrica en el aserradero.
—La fuente de mi energía está conectada con el Gran Generador y no me puedo desenchufar —dijo con voz monótona, sin dejar de mirar a Davidson.
—¡Vuélvete a tu barraca a dormir la mona! —dijo Davidson con esa voz restallante que nadie desobedecía jamás.
Al cabo de un momento Ngenene se alejó deslizándose con paso cauteloso, ligero y grácil. Era excesivo el número de hombres que abusaban cada vez más de los alucinógenos. Había alucinógenos en abundancia, pero estaban destinados a aliviar las tensiones de los leñadores durante los domingos, no a los soldados de una guarnición minúscula abandonada en un mundo hostil. No podían darse el lujo de volar, de soñar.
Tendría que guardarlos bajo llave. Además, a algunos de los muchachos podían reventarlos. Y bueno, que reventaran. No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Tal vez pudiera mandarlos a Central a cambio de un poco de combustible.
Ustedes me dan dos, tres tanques de gas y yo les daré dos, tres cuerpos calientes, soldados leales, buenos leñadores, justo lo que ustedes necesitan, un poco perdidos en el país de los sueños…
Sonrió, y se disponía a entrar para exponerles esta nueva idea a Temba y los oros, cuando oyó un grito del guardia apostado en la chimenea del aserradero.
—¡Aquí vienen! —chilló con voz aflautada, como un crío que juega a negros y rhodesianos.
Alguien más se puso a gritar también desde el oeste, del otro lado de la empalizada.
Sonó un disparo.
Y venían, Cristo, venían. Era increíble. Miles y miles. Ningún rumor ningún sonido, haba ese grito del guardia; y en seguida ese único disparo; luego una explosión —una de las minas terrestres que volaba y luego otra, y otra, y centenares y centenares de antorchas que se encendían y volaban en el aire húmedo como cohetes, y los muros de la empalizada eran ahora un hervidero de creechis, una lluvia de creechis, un diluvio, movedizos, pululantes, millares de creechis. Le recordaron un ejército de ratas que había visto una vez cuando era chico, durante la última Hambruna, en las calles de Cleveland, Ohio, donde se había criado. Algo había impulsado a las ratas a abandonar sus agujeros y habían salido a plena luz del día, una legión de ratas que trepaba por las paredes, un manto palpitante de piel y ojos y manos y dientes diminutos, y él había gritado llamando a mamá y corriendo como loco, ¿o era sólo un sueño que había tenido entonces? No podía perder la cabeza. El helicóptero se encontraba en el corral de los creechis, todavía a oscuras y llegó allí rápidamente. La puerta estaba cerrada con llave, siempre la tenía cerrada por si a alguna de las hermanitas pusilánimes se le meta en la cabeza la idea de volar a los brazos de Papá Ding Dong en una noche oscura. Le pareció una eternidad el tiempo que tardó en sacar la llave e introducirla en la cerradura y hacerla girar, pero sólo era cuestión de no perder la cabeza, y luego tardó otra eternidad en correr hasta el helicóptero y abrir la portezuela, también cerrada con llave. Post y Aabi estaban con él ahora. Por fin oyó el estruendo trepidante de los rotores, batiendo huevos, tapando todos los otros ruidos sobrenaturales, las voces aflautadas que gritaban, chillaban y cantaban.