—Son pequeños, de acuerdo, pero no te dejes engañar, Ok. Son fuertes; tienen una resistencia asombrosa; y no son sensibles al dolor como los humanos. Eso no lo tienes en cuenta, Ok. Crees que pegarle a uno de ellos es como pegarle a un crío, o algo así.
Créeme, para el dolor que sienten, es como si le pegaras a un robot. Oye, tú te acostaste con algunas de sus hembras, tú sabes que parecen no sentir absolutamente nada, ni placer, ni dolor, se quedan allí tendidas como colchones y te aguantan cualquier cosa. Y todos son iguales. Probablemente tienen nervios más primitivos que los humanos. Como los peces. A propósito, te voy a contar una historia bastante desagradable que me ocurrió.
Cuando yo estaba en la Central, antes de venir aquí, uno de los machos domesticados me embistió. Ya sé que te habrán dicho que ellos nunca pelean, pero a éste se le subió la sangre a la cabeza, perdió la chaveta; por suerte no estaba armado, porque si no me liquida. Casi tuve que matarle a puñetazos para que me soltara. Pero insistió. Es increíble la de puñetazos que le di, y en ningún momento sintió nada. Como uno de esos escarabajos que tienes que pisar una y otra vez porque no se da cuenta de que lo has triturado. Mira esto. —Davidson agachó la cabeza casi pelada al cero para mostrar una zona nudosa y tumefacta detrás de la oreja —. Por un pelo me salvé de una conmoción. Y me lo hizo con un brazo roto y la cara metida en salsa de arándanos. Me atacaba, me atacaba y volvía a atacarme. Así son las cosas, Ok, los creechis son holgazanes, son torpes, son traicioneros, y no tienen dolor. Tienes que ser duro con ellos y mantenerte impasible.
—No merecen que uno se tome todo este trabajo, capitán. Malditos bastardos minúsculos, verdes y ariscos, no quieren pelear, no quieren trabajar, no quieren nada. Lo único que quieren es reventarme.
Las quejas del refunfuñón Oknanawi no podían ocultar su obstinación. Ok no dejaba de castigar a los creechis porque fueran mucho más pequeños, eso lo tenía bien claro, y también Davidson lo sabía ahora, lo aceptó en seguida. Él sabía cómo manejar a sus hombres., y —Mira, Ok. Prueba esto. Llama a los cabecillas y diles que les vas a meter un pinchazo de alucinógenos. Mescalina, ele ese, cualquiera, no saben cuál es CUÉLL Pero les aterroriza, No exageres y todo irá bien. Puedo asegurártelo.
—¿Por qué les tienen tanto miedo a los alucinógenos? —preguntó con curiosidad el capataz.
—¡Qué sé yo! ¿Por qué las mujeres les tienen miedo a los ratones? ¡No les pidas a las mujeres y a los creechis que tengan sentido común, Ok! A propósito de mujeres, precisamente iba a Centralville esta mañana. ¿Quieres que le ponga la mano encima por ti a alguna de las chicas?
—Es mejor que la tenga lejos hasta que yo salga de permiso —dijo Ok con una sonrisa.
Un grupo de creechis pasó transportando una larga viga de doce por doce para la Sala de Reunión, que se estaba construyendo más abajo, en la orilla del río. Unas figuras pequeñas, lentas, bamboleantes, que arrastraban penosamente la enorme viga, como una hilera de hormigas que arrastrase una oruga muerta, hoscos e ineptos. Oknanawi les observó y dijo: —Capitán, de verdad me dan escalofríos.
Eso era extraño, viniendo de un hombre rudo, tranquilo como Ok.
—Bueno, en realidad, Ok, estoy de acuerdo contigo en que no vale la pena tomarse tanto trabajo, o correr tantos riesgos. Si ese marica de Lyubov no estuviera rondando por aquí, y si el coronel no se empeñase tanto en atenerse al Código, creo que nosotros mismos podríamos despejar las áreas que colonizamos, en vez de aplicar el acta de Mano de Obra Voluntaria. Al fin y al cabo, tarde o temprano les van a liquidar, y quizá cuanto antes lo hagan mejor. ¿por qué no? Porque así son las cosas. Las razas primitivas siempre han tenido que dar paso a las razas civilizadas. La alternativa es la asimilación.
Pero ¿para qué demonios vamos a querer asimilar a un montón de monos verdes? Y como tú dices, tienen la inteligencia mínima como para que no podamos confiar en ellos.
Como esos monos enormes que había en el Africa. ¿Cómo se llamaban?
—Eso mismo. De igual manera que en el África nos fue mejor in los gorilas, aquí nos irá mejor sin los creechis. Son un estorbo… Pero Papaíto Ding-Dong dice que hay que utilizar la mano de obra creechi, y nosotros la utilizamos. Por algún tiempo. ¿Entendido? Hasta la noche, Ok.
—Entendido, capitán.
Davidson miró el helicóptero desde el Cuartel General de Campamento Smith: un cubo de tabánes de pino de cuatro metros de lado, dos escritorios, un refrigerador de agua, el teniente Birno reparando un radiotransmisor.
—No dejes que se queme el campamento, Birno.
—Tráigame una chica, Capitán. Rubia. Ochenta y cinco, cincuenta y cinco, noventa.
—Cristo ¿nada más?
—Me gustan menuditas, no desbordantes, sabe.
Birno dibujó expresivamente el modelo preferido en el aire. Con una sonrisa, Davidson siguió cuesta arriba hacia el hangar. Mientras volaba sobre el campamento, le echó una ojeada: las viviendas de los muchachos, los caminos esbozados apenas, los grandes claros de cepas y rastrojos, todo empequeñeciéndose a medida que el aparato ganaba altura; el verde de los bosques de la gran id, que no habían talado aún, y más allá de ese verde sombrío el verde pálido del mar inmenso y ondulante. Ahora Campamento Smith parecía una mancha amarilla, un lunar en el ancho tapiz verde.
Dejó atrás el estrecho Smith y la boscosa y escarpada cordillera al norte de Isla Central, y a eso del mediodía aterrizó en Centralville. Parecía toda una ciudad, al menos ahora, después de tres meses en los bosques; aquí había calles y edificios de verdad; aquí estaban desde hacía cuatro años, cuando se había fundado la Colonia. Uno no se daba cuenta de lo que era en realidad —una población fronteriza, pequeña y endeble hasta que la miraba desde el sur a un kilómetro y veía resplandecer por encima de los tocones y las callejuelas de hormigón una torre dorada y solitaria, más alta que cualquier otra cosa de Centralville. No era una nave grande, pero aquí parecía grande. En verdad no era más que una cápsula de aterrizaje, un nódulo auxiliar, un bote salvavidas de la astronave; la nave de ruta NAFAL, el Shackleton, estaba en órbita, medio millón de kilómetros más arriba. La cápsula era apenas una muestra, una huella digital de la grandiosidad, la potencia, la precisión y el esplendor prodigioso de la tecnología astronáutica terrestre.
Davidson se quedó mirando la nave, y durante un segundo los ojos se le llenaron de lágrimas. Y no se avergonzó. Aquella nave había venido del hogar. Y de esta manera él era un buen paños.
Un momento después, mientras caminaba por las calles del pueblecito fronterizo. con sus vastas perspectivas de casi nada en los extremos, empezó a sonreír. Porque allí estaban las damas, seguro, y uno se daba cuenta en seguida de que eran carne fresca.
Casi todas iban vestidas con faldas estrechas y largas y unos zapatos que parecían chanclos, de color rojo, púrpura, dorado, y camisas con volantes dorados o plateados.
Nada de: pezones a la vista. Las modas habían cambiado; mala suerte. Todas llevaban el cabello recogido muy alto, rociado seguramente con ese empasto pringoso que ellas usaban. Pero sólo a las mujeres se les ocurría ponerse esas cosas en los cabellos, y por lo tanto era provocativo. Davidson sonrió a una euraf pequeñita y oronda con más cabello que cabeza; no obtuvo la sonrisa que esperaba pero sí un meneo de nalgas que decía a las claras: sigue, sigue, sígueme. Sin embargo, no la siguió. Todavía no. Fue al Cuartel Generaclass="underline" piedra reconstituida y chapa plástica estándar, 40 oficinas, 10 refrigeradores de agua, un arsenal en el subsuelo, y conexión directa con el Comando Central de la Administración Colonial de Nueva Tahití. Se cruzó con un par de tripulantes de la cápsula, presentó en Selvicultura un pedido de un nuevo descortezador semirobot, y concertó una cita con su camarada de toda la vida Juju Sereng en el Luau Bar a las catorce cero cero.