Subieron, y el infierno desapareció debajo: un corral repleto de ratas, ardiendo.
—Se necesita sangre fría para dominar rápidamente una situación de emergencia —dijo Davidson —. Ustedes, muchachos, pensaron y actuaron rápidamente. Buen trabajo.
¿Dónde está Temba?
—Con una lanza clavada en el estómago —dijo Post.
Le pareció que Aabi, el piloto, quería dirigir la máquina, trepó a uno de los asientos traseros y se tendió relajando los músculos. Allá abajo el bosque era un mar de sombras, negro sobre negro.
—¿Qué rumbo estás tomando, Aabi?
—Central.
—No. No queremos ir a Central.
—¿Adónde queremos ir? —dijo Aabi con una especie de risita afeminada —. ¿A Nueva York? ¿A Pekín?
—Continúa volando sobre el campamento, Aabi. En grandes círculos. Por donde no nos oigan.
—Capitán, a esta altura ya no hay ningún Campamento Nueva Java —dijo Post, un capataz de leñadores; era un hombre rechoncho y tranquilo.
—Cuando los creechis hayan acabado de quemar el campamento, iremos nosotros y quemaremos a los creechis. Ha de haber unos cuatro mil amontonados allí, en un solo lugar. Hay seis lanzallamas en la parte de atrás de ese helicóptero. Les daremos unos veinte minutos. Comencemos con las bombas de gelinita y luego atrapemos con los lanzallamas a los que intentan huir.
—Cristo —dijo Aabi con violencia—, algunos de nuestros hombres podrían estar allí, quizá los creechis han tomado prisioneros, no lo sabemos. Yo no voy a volver allí a quemar humanos.
No había cambiado el rumbo del helicóptero.
Davidson puso el caño de su revólver contra la nuca de Aabí y dijo: —Sí, vamos a volver; así que cálmate y no me pongas en una situación difícil.
—Hay combustible suficiente como para llegar a Central, capitán —dijo el piloto. Movía la cabeza tratando de esquivar el contacto del revólver, como si fuese una mosca que lo importunaba —. Pero no hay más. Es todo cuanto nos queda.
—Entonces tenemos de sobra para muchos kilómetros. Vuelve, Aabi.
—Creo que es preferible que vayamos a Central, capitán —dijo Post con su voz estólida.
Esa conjuración contra él enfureció a Davidson. Le dio la vuelta al revólver y atacó con la celeridad de una serpiente y le asestó a Post un culatazo por encima de la oreja. El leñador se dobló sobre sí mismo como una tarjeta de Navidad, y se quedó allí inmóvil en el asiento delantero con la cabeza entre las rodillas y las manos colgando contra el suelo.
—Da la vuelta, Aabi —dijo Davidson, el restallido del látigo en la voz.
El helicóptero giró en un arco amplio.
—Demonios, ¿dónde está el campamento? Nunca volé en este aparato de noche y sin señales —dijo Aabi, con una voz que sonó apagada y nasal, como si estuviese acatarrado.
—Sigue hacia el este y busca el incendio —dijo Davidson, frío y tranquilo.
Ninguno de ellos tenía verdaderas agallas. Ninguno le había respaldado cuando la situación se puso realmente difícil. Tarde o temprano todos se unirían contra él, y sólo porque nadie era como él. Los débiles conspiran contra los fuertes, y el hombre fuerte tiene que luchar a solas y cuidar de sí mismo. Así eran las cosas. ¿Dónde estaba el campamento?
En esa oscuridad total tendrían que haber visto a kilómetros de distancia los edificios en llamas, aún bajo la lluvia. No se veía nada. Cielo gris negro, suelo gris. Los incendios debían de haberse apagado. O los habrían apagado. ¿Sería posible que los humanos hubiesen derrotado a los creechis? ¿Luego que él huyera? El pensamiento le cruzó por la mente como un rocío de agua helada. No, claro que no, no cincuenta contra miles. Pero por Dios, de todos modos tenía que haber montones de creechis despedazados por allí, dispersos por los campos minados. Los creechis habían atacado en filas apretadas. Nada hubiera podido detenerlos. Él no podía haberlo previsto. ¿De dónde habían salido?
Durante días y días no se había visto un solo creechi merodeando —por los bosques de alrededor. Tenían que haberse desplegado desde algún escondrijo, desde todas direcciones, arrastrándose por los bosques, saliendo de las cuevas como ratas. No había forma de detener a millares y millares de creechis. ¿Dónde demonios estaba el campamento? Aabi fingía, había cambiado de rumbo, por supuesto.
—Encuentra el campamento, Aabi —dijo en voz baja.
—Por amor de Cristo, es lo que trato de hacer —dijo el muchacho.
Post, doblado allí, junto al piloto, no se había movido.
—No puede haberse esfumado, no, Aabi. Tienes siete minutos para encontrarlo.
—Encuéntrelo usted —dijo Aabi, con voz hosca y chillona.
—No hasta que tú y Post dejéis de insubordinaros, querido. Baja un poco ahora.
Al cabo de un minuto Aabi dijo: —Eso parece el río.
Había un río, y un gran claro pero ¿dónde estaba el Campamento Java? No aparecía por ninguna pase a medida que volaban hacia el norte por encima del claro.
—Tiene que ser éste, no hay ningún otro claro grande ¿no? —dijo Aabi, volviendo a volar sobre el área sin árboles.
Los faros de aterrizaje del helicóptero refulgían, pero fuera de los conos de luz no se veía absolutamente nada; lo mejor era apagarlos. Davidson pasó el brazo por encima del hombro del piloto y apagó las luces. La oscuridad húmeda, impenetrable, les azotó los ojos como toallas negras.
—¡Por Cristo! —gritó Aabi, y encendiendo otra vez las luces giró rápidamente el helicóptero hacia la izquierda y hacia arriba, pero no con bastante rapidez.
Los árboles asomaron inmensos en la noche y atraparon la máquina.
Las paletas chillaron, lanzando un ciclón de hojas y ramas a través de las sendas luminosas de los faros, pero los troncos de los árboles eran muy Tejos y fuertes. La pequeña máquina alada cayó de cabeza, pareció que se elevaba otra vez, y se hundió de costado ende los árboles. Las luces se apagaron. Los ruidos se interrumpieron.
—No me siento muy bien —dijo Davidson.
Lo repitió, y no lo dijo más, porque no había nadie a quien decírselo. Luego se dio cuenta de que ni siquiera lo había dicho. Se sentía como atontado. Seguramente se había golpeado la cabeza. Aabi no estaba allí. ¿Dónde estaba? Esto era el helicóptero; caído de costado, pero él seguía en su asiento. La oscuridad se cerraba alrededor; era como estar ciego. Buscó a tientas y encontró a Post, inerte, siempre doblado, hecho un ovillo entre el asiento delantero y el tablero de control. El helicóptero temblaba cada vez que Davidson se movía, y entendió al fin que no estaba en el suelo sino encajado entre los árboles, enganchado como una cometa. Ahora se sentía mejor de la cabeza y deseaba cada vez más salir de aquella cabina oscura y peligrosamente inclinada. Trepó al asiento del piloto y sacó las piernas afuera, colgado de las manos, y no sintió el suelo, Sólo ramas que le raspaban las piernas suspendidas en el aire. Por último se dejó caer, sin conocer la distancia, pero tenía que salir de esa cabina. Era poco más de un metro. La cabeza le trepidó con el golpe, pero ahora se sentía mejor. Si al menos no hubiese tanta oscuridad, tanta negrura. Tenía una linterna en el cinto, siempre llevaba una cuando andaba de noche por el campamento. Pero no estaba allí. Eso era extraño. Debía de habérsele caído. Lo mejor sería volver al helicóptero a buscarla. Quizá Aabi se la había sacado. Aabi había estrellado el helicóptero a propósito, le había robado la linterna a Davidson y había huido. El pequeño y viscoso bastardo, igual a todos los demás. El aire era negro y húmedo y uno no sabía dónde ponía el pie, todo era raíces y arbustos y marañas. Había ruidos alrededor, agua que goteaba, crujidos, susurros, animales pequeños que reptaban y se escabullían en la oscuridad. Mejor volver al helicóptero, se dijo, a buscar la linterna.