Pero no sabía qué hacer para volver a subir. El borde de la portezuela estaba justo fuera del alcance de sus dedos.
Hubo una luz, un débil resplandor que brilló un instante y desapareció entre los árboles.
Aabi se había llevado la linterna y había salido a explorar, a orientarse, un muchacho muy despierto.
—¡Aabi! —llamó con un susurro penetrante.
Pisó algo extraño mientras trataba de ver de nuevo la luz. Lo pateó con las botas, luego acercó la mano, con cautela, pues no era prudente andar tocando cosas que no podía ver. Un montón de algo húmedo, pegajoso, como una rata muerta. Retiró rápidamente la mano. Tanteó en otro lugar al cabo de un momento; era una bota lo que tocaba, podía palpar los cordones cruzados. Tenía que ser Aabi que yacía allí, justo a sus pies. Había sido despedido del helicóptero cuando el aparato cayó. Bueno, se lo merecía por esa tramoya de Judas, tratando de escapar a Central. A Davidson no le gustó el tacto húmedo de las ropas y el cabello invisibles. Se enderezó. Otra vez estaba ahí la luz, un claroscuro recortado por los troncos negros de los árboles cercanos y distantes, un resplandor lejano que avanzaba.
Davidson se llevó la mano a la cartuchera. El revólver no estaba allí.
Lo había tenido en la mano, por si Post y Aabi se decidían a actuar. Ahora no lo tenía en la mano. Debía de estar en el helicóptero junto con la linterna.
Permaneció agazapado, inmóvil; de pronto, bruscamente echó a correr. No veía por dónde iba. Rebotaba en los troncos de los árboles y las raíces se le enredaban en los pies. Cayó de bruces, ruidosamente entre los arbustos. Avanzando a cuatro patas, trató de esconderse. Las ramas húmedas, desnudas, le rozaban y arañaban la cara. Se arrastró un poco más lejos. Tenía el cerebro totalmente ocupado por los complejos olores a podredumbre y vegetación, a hojas muertas, a descomposición, a renuevos y frondas y flores, los olores de la noche y de la primavera y de la lluvia. La luz lo iluminó de pleno.
Vio a los creechis.
Recordó lo que ellos hacían cuando alguien los acorralaba, y el comentario de Lyubov.
Se dio la vuelta poniéndose boca arriba y echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos. El corazón galopaba en su pecho.
No ocurrió nada.
Era difícil abrir los ojos, pero al cabo de un rato lo consiguió. Seguían allí, y eran muchos: unos diez o veinte. Llevaban esas lanzas que utilizaban para cazar, esas armas pequeñas que parecían de juguete, pero las hojas de hierro afiladas podían perforarle a uno las tripas. Cerró los ojos y permaneció tendido en la misma posición.
Y no pasaba nada.
Su corazón se había calmado, y le pareció que ahora podía pensar mejor. Algo se agitó dentro de él, algo que era casi una risa. Por Dios, ¡los creechis no podían con él! Si sus propios hombres le habían traicionado, y si ya la inteligencia humana no podía hacer nada por él, entonces recurría a la artimaña que ellos mismos utilizaban, se hacía el muerto así, y despertaba en ellos ese reflejo instintivo que les impedía matar a nadie que estuviera en esa postura. Y allí seguían, a su alrededor cuchicheando entre ellos. No podían hacerle daño. Era como si fuese un dios.
—Davidson.
Tuvo que abrir nuevamente los ojos. La antorcha de resina que llevaba uno de los creechis ardía aún, pero parecía más pálida, y el bosque era más gris ahora, ya no renegrido. ¿Qué había pasado? Habían transcurrido apenas cinco o diez minutos. La visibilidad era todavía escasa, pero ya no era de noche. Distinguía las hojas y las ramas, el bosque. Reconoció la cara que le miraba desde arriba. En la penumbra sin matices del amanecer, era un rostro incoloro. Las facciones marcadas por cicatrices parecían las de un hombre. Los ojos eran agujeros sombríos.
—Déjame levantar —dijo repentinamente Davidson con voz ronca, estridente.
Tendido allí, en el suelo húmedo, tiritaba de frío. No podía seguir acostado mientras Selver le mirada desde arriba.
Selver tenía las manos vacías, pero muchos de los pequeños demonios que le rodeaban no sólo llevaban lanzas sino también revólveres. Robados de la armería del campamento, sin duda. Se incorporó con dificultad. Las ropas le colgaban, heladas, de los hombros y del dorso de las piernas, y no podía dejar de temblar.
—Hazlo de una vez —dijo —. ¡Rápido-volando!
Selver lo miró. Ahora, por fin, tenía que levantar la vista, muy arriba, para encontrar los ojos de Davidson.
—¿Quiere que lo mate ahora? —preguntó.
Por supuesto, había aprendido a hablar de esta manera gracias a Lyubov; hasta por la voz, podía haber sido Lyubov el que hablaba. Era macabro.
—Puedo elegir, ¿no?
—Bueno, usted ha estado tendido toda la noche como pidiendo que le dejásemos vivir.
¿Quiere morir ahora?
El dolor en la cabeza y en el estómago, Ni el odio que senda por ese horrible monstruo diminuto que hablaba como Lyubov y que le tenía a su merced, esa combinación de dolor y de odio le revolvieron el estómago, sintió náuseas y estuvo a punto de vomitar.
Temblaba de frío. Trató de juntar valor. De pronto dio un paso adelante y le escupió a Selver en la cara.
Hubo una pequeña pausa, y entonces Selver, con una especie de paso de danza, le escupió a Davidson. Y rompió a reír. Y no hizo ningún movimiento para matar a Davidson.
Davidson se limpió de los labios el frío escupitajo.
—Mire, capitán Davidson —dijo el creechi con esa vocecita tranquila, que a Davidson le producía vértigo y repugnancia—, los dos somos dioses, usted y yo. Usted es un dios demente, y yo no sé si estoy cuerdo o no. Pero somos dioses. Nunca habrá en el bosque un encuentro semejante; como es costumbre entre dioses, nos hemos traído regalos.
Usted me trajo un don, la posibilidad de matar a seres de mi misma especie, el homicidio.
Ahora, hasta donde me es posible, yo le ofrezco a usted el don de mi pueblo, que es el de no matar. Creo que a cada uno de nosotros le pesará cargar con el regalo del otro. Sin embargo, usted tendrá que cargarlo solo. La gente en Eslisen me dice que si le llevo allí, le juzgarán y le matarán, pues al lo exige la ley. Por eso, porque deseo darle vida, no puedo llevarle a Eslisen con los otros prisioneros; y no puedo dejarle en el bosque; es usted demasiado dañino. De manera que será tratado como uno de los nuestros cuando se vuelve loco. Será llevado a Rendlep, donde ya no habita nadie y allí se quedará.