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Davidson miraba al creechi, no podía sacarle los ojos de encima. Era como si ejerciese sobre él un poder hipnótico. Y eso no lo podía soportar. Nadie tenía sobre él ningún poder. Nadie podía hacerle daño.

—Tenía que haberte roto el pescuezo, directamente, el día que intentaste atacarme dijo, la voz todavía espesa y ronca.

—Tal vez hubiera sido lo mejor —respondió Selver —. Pero Lyubov se lo impidió. Como ahora me impide que le mate. La matanza ha terminado. Y el talado de los árboles. No quedan árboles para talar en Rendlep. Es el lugar que ustedes llaman Isla Dump. Ustedes no dejaron allí un solo árbol, de modo que no podrá construirse un bote y escapar. Ya no crece allí casi nada, y tendremos que mandarle víveres y leña para calentarse. No hay nada que se pueda matar en Rendlep. Ni árboles, ni gente. Había árboles 31 había gente, pero ahora sólo quedan allí los sueños de todos ellos. Me parece un lugar apropiado para que usted viva en él, ya que debe vivir. Allí tal vez aprenda a soñar, pero es más probable que siga con su locura hasta sus últimas consecuencias.

—Mátame ahora y acaba de una vez con este ensañamiento.

—¿Que le mate? —dijo Selver y los ojos alzados hada Davidson parecieron relampaguear, clarísimos y terribles, en la media luz del bosque —. Yo no puedo matarle, Davidson. Usted es un dios. Tendrá que hacerlo usted mismo.

Dio media vuelta y echó a andar, ligero y veloz, y a los pocos pasos desapareció entre los árboles grises.

Un lazo corredizo se deslizó por encima de la cabeza de Davidson y se le cerró alrededor del cuello. Unas lanzas pequeñas se le acercaron por los flancos y la espalda.

No trataban de hacerle daño. Podía echar a correr, huir, y ellos no le matarían. Las hojas de las lanzas eran pulidas, afiladas, como navajas. El lazo corredizo tironeaba apretándole el cuello. Los siguió adonde lo conducían.

Selver no había visto a Lyubov durante mucho tiempo. El sueño lo había acompañado hasta Rieshwel. Había evado con Lyubov cuando le habló a Davidson por última vez, y lego Lyubov había desaparecido, quizá durmiera ahora en la tumba de Eshsen, porque nunca se le apareció en el pueblo de Brotor donde Selver vivía ahora.

Pero cuando la nave grande regresó, y Selver fue a Eshsen, Lyubov se reunió allí con él. Una figura silenciosa y tenue, muy triste, que otra vez despertó en Selver aquella pena devoradora.

Lyubov lo acompañaba, una sombra en la mente, hasta cuando se reunía con los yumenos de la nave. Éstos eran poderosos, muy diferentes de todos los yumenos que Selver había conocido, excepto Lyubov, pero mucho más fuertes que él.

Ya no dominaba el yumeno como antes, y al principio dejó que hablaran ellos. Cuando supo con certeza qué clase de personas eran, empujó la pesada caja que había traído desde Brotor.

—Aquí adentro está la obra de Lyubov —dijo, buscando a tientas las palabras —. Él sabía más de nosotros que todos los demás. El aprendió mi lengua y la Lengua de los Hombres; lo anotamos todo. Él comprendía algo de cómo vivimos y cómo soñamos. Los otros no.

Les daré a ustedes la obra, si la llevan al lugar que Lyubov deseaba.

El alto, el de la tez muy blanca, Lepennon, parecía feliz, y le dio las gracias a Selver, diciéndole que los trabajos serían llevados adonde Selver deseaba, y serían altamente apreciados. Esto complació a Selver.

Pero había sido doloroso para él pronunciar en voz alta el nombre de su amigo; en el rostro de Lyubov había una tristeza amarga cada vez que Selver se volvía a él dentro de su mente. Se apartó un poco de los yumenos y les observó. Dongh y Gosse y otros de Eshsen se habían reunido allí junto con los cinco de la nave. Los nuevos estaban limpios y pulidos como hierro nuevo. A los viejos les habían crecido pelos en las caras, y ahora parecían unos athshianos gigantescos, de pelambrera negra.

Todavía llevaban ropas, pero estaban viejas y poco limpias. No habían adelgazado, excepto el Viejo, que seguía enfermo desde la Noche de Eshsen; pero todos daban la impresión de ser hombres extraviados o locos.

Este encuentro ocurrió en el límite del bosque, en la zona donde, por un acuerdo tácito, ni la gente del bosque ni los yumenos habían levantado viviendas ni acampado en los últimos años. Selver y sus acompañantes se instalaron a la sombra de un gran fresno que crecía un poco apartado de la orilla del bosque. Las bayas del fresno eran aún pequeños nudos verdes contra las ramas, las hojas largas y suaves, labiadas, de color verde estío.

Debajo del árbol la luz era débil, mezclada con sombras.

Los yumenos se consultaban e iban y venían, y por último uno de ellos fue hasta el fresno. Era el hombre duro de la nave, el comandante. Se sentó en cuclillas cerca de Selver, sin pedir permiso, pero sin ninguna visible intención de rudeza. Dijo: —¿Podemos conversar un poco?

—Naturalmente.

—Ya sabe que nos llevaremos de aquí a todos los terráqueos. Hemos traído con nosotros una segunda nave para poder transportarlos. Este mundo nunca más será una colonia.

—Ése fue el mensaje que escuché en Brotor hace tres días, cuando ustedes llegaron.

—Quería estar seguro de que usted lo entendía. La decisión es terminante. No volveremos. Este mundo ha sido declarado proscrito por la Liga. Eso significa para ustedes lo siguiente: puedo prometerles que nadie vendrá aquí a cortar los árboles o a ocupar las tierras, mientras subsista la Liga.

—Ninguno de ustedes volverá jamás —dijo Selver, afirmación o pregunta.

—No por cinco generaciones. Nadie. Luego quizá algunos pocos hombres, diez o veinte, no más de veinte, podrían venir a dialogar con ustedes, a estudiar este mundo, como lo hicieron aquí algunos de los hombres.

—Los científicos, los especialistas —dijo Selver. Meditó un momento —. Ustedes deciden las cosas todos a la vez —dijo, nuevamente entre afirmación y pregunta.

—¿Qué quiere decir?

El comandante parecía receloso.

—Bueno, usted dice que ninguno de ustedes cortará los árboles de Athshe: y todos dejan de hacerlo. Y sin embargo ustedes viven en muchos sitios. Aquí, si una matriarca diera una orden en Karach, ni aun los habitantes de la aldea más próxima la obedecerían en seguida, y nunca todos los habitantes del mundo al mismo tiempo…

—No, porque ustedes no tienen gobierno central. Pero nosotros lo tenemos, ahora, y le aseguro que las órdenes son obedecidas. Por todos nosotros al mismo tiempo. Aunque en verdad, tengo entendido, por lo que me han contado los colonos, que cuando usted, Selver, dio una orden, fue obedecida por todo el mundo en todas las islas a la vez.

¿Cómo lo consiguió?

—En aquel entonces yo en un dios —dijo Selver, inexpresivo.

El comandante se retiró y el hombre alto y blanco se fue acercando poco a poco y le preguntó si podía sentarse a la sombra del árbol. Tenía tacto, éste, y era sumamente inteligente. Selver se sentía intranquilo con él. Como Lyubov, este hombre era afable; comprendía, pero era también absolutamente incomprensible. Pues hasta el más bondadoso de ellos era tan inaccesible corno el más cruel. Por eso mismo la presencia de Lyubov en su mente seguía siendo dolorosa, y en cambio los sueños en los que veía y tocaba a su mujer muerta, Thele, eran hermosos y serenos.

—Cuando estuve aquí antes —dijo Lepennon —conocí a ese hombre, Raj Lyubov. Tuve muy pocas oportunidades de hablar con él pero recuerdo lo que dijo; y he tenido tiempo de leer algunos de sus estudios sobre el pueblo de usted. La obra de Lyubov, como usted dice. A esa obra se debe principalmente que Athshe ya no sea Colonia Terráquea. Esa libertad se había convertido en la meta de la vida de Lyubov, creo yo. Usted, como amigo de él, verá que la muerte no le impidió alcanzar esa meta, finalizar el viaje.

Selver estaba inmóvil. La inquietud se le transformaba en miedo. Este hombre hablaba como un Gran Soñador.