Llegó al bar una hora antes para comer algo antes de empezar a beber Lyubov estaba allí en compañía de un par de tipos de la Flota, eruditos de una u otra calaña, que habían bajado en la cápsula del Shackleton; Davidson no apreciaba demasiado a la Armada, una pandilla de rufianes engreídos, que dejaban en manos del Ejército los trabajos sucios, pesados y peligrosos; pero galones eran galones, y de todas maneras le divirtió ver a Lyubov yendo de juerga con gente de uniforme. Estaba hablando, agitando las manos de un lado a otro, como de costumbre. Davidson le palmeó el hombro al pasar y le dijo: —Hola, Raj, viejo. ¿Qué hay de nuevo?
Siguió de largo in esperar la mueca de odio, aunque le dolía perdérsela. Era francamente divertida la forma en que Lyubov le aborrecía. Un afeminado, probablemente, que envidiaba la virilidad de los otros. De todos modos, Davidson no iba a tomarse la molestia de odiar a Lyubov, no valía la pena.
El Luau servía un bistec de venado de primera. ¿Qué dirían en la vieja Tierra si vieran a un hombre engullirse un kilo de carne en una sola comida? ¡Pobres infelices, condenados a beber jugo de soja! Ad reo llegó Juju acompañado —como Davidson confiaba y esperaba —por la flor y nata de las nuevas damiselas: dos bellezas suculentas, no Novias sino Personal de Esparcimiento. ¡Ah, la decrépita Administración Colonial de vez en cuando hada las cosas bien! Fue una larga y cálida tarde.
En el vuelo de regreso al campamento cruzó el Estrecho Smith al nivel del sol, que flotaba por encima del mar en lo alto de un banco de niebla dorada. En el asiento del piloto. Davidson canturreaba al compás de los balanceos del helicóptero. Tierra de Smith apareció a la vista envuelta en la bruma; había una humareda sobre el campamento, un hollín oscuro como si hubiesen echado petróleo en el incinerador de residuos. Era tan espeso que Davidson no podía ver los edificios. Hasta que tocó tierra en el aeródromo no vio el avión carbonizado, los despojos ennegrecidos de los helicópteros, el hangar quemado hasta los cimientos.
Volvió a despegar y voló sobre el campamento, a tan poca altura que hubiera podido chocar con la chimenea cónica del incinerador, lo único que quedaba en pie. Todo lo demás había desaparecido: el aserradero, el horno, los depósitos de madera, el Cuartel General, las cabañas, las barracas, el pabellón de los creechis, todo. Armazones ennegrecidos y ruinas, todavía humeantes. Pero no había sido un incendio en el bosque.
El bosque estaba allí, siempre verde, a un paso de las ruinas. Davidson regresó al aeródromo, posó el aparato, y bajó en busca de la motocicleta, pero también ella era un despojo negro, junto a las ruinas humeantes, pestilentes, del hangar y las máquinas. Bajó corriendo hacia el campamento. De pronto, al pasar junto a lo que fuera la cabaña de radiocomunicaciones, su cerebro volvió a funcionar. Sin dudar ni un momento cambió de dirección y abandonó el camino, detrás de la cabaña destripada. Allí se detuvo. Escuchó.
No había nadie. Todo estaba en silencio. las llamas se habían extinguido hacía bastante rato; sólo las grandes pilas de madera humeaban aún, y había ascuas rojas bajo las cenizas y el carbón. Más valiosos que el oro, habían sido esos rectangulares montones de ceniza. Pero de los negros esqueletos de las barracas y cabañas no brotaba humo; y había huesos medio calcinados entre las cenizas.
Se escondió detrás de la cabaña de radio. Ahora tenía la mente más activa y lúcida que nunca. Había dos posibilidades. Primera: un ataque extraplanetario. Davidson vio la torre dorada en el muelle espacial de Centralville. Pero si al Shackleton le hubiera dado por la piratería, ¿por qué iba a empezar borrando del mapa un campamento pequeño, en lugar de tomar Centralville? No, tenía que ser una invasión, seres de otro planeta. Alguna raza desconocida, o quizá los cetianos o los hainianos, que habían decidido ocupar las colonias terrestres. Davidson nunca había confiado en esos malditos humanoides sabihondos. Sin duda, habían arrojado una bomba de calor aquí Y las fuerzas invasoras, con aviones, carros voladores, bombas nucleares, bien podían estar ocultas en una de las islas, o en un arrecife, o en cualquier paraje del Cuadrante del Sudeste. Tenía que volver al helicóptero, dar la alarma y luego tratar de echar un vistazo a los alrededores, hacer un reconocimiento e informar sobre la situación al Cuartel General. Estaba levantándose cuando oyó las voces.
No eran voces humanas. Un parloteo ininteligible, agudo, susurrante. Gente de otros mundos.
Se estiró en el suelo, detrás del techo de plástico deformado por el calor, parecido a unas alas de murciélago extendidas. Davidson se quedó muy quieto y prestó atención.
Cuatro creechis venían por el camino, a pocos metros de donde él se encontraba. Eran creechis salvajes; excepto los flojos cinturones de cuero de los que pendían cuchillos y bolsitos, iban totalmente desnudos.
Ninguno de ellos usaba los pantalones cortos y el collar de cuero que se suministraba a los creechis domesticados. Los Voluntarios del pabellón habían sido incinerados sin duda junto con los humanos.
Se detuvieron a corta distancia de su escondrijo, hablando en ese lento parloteo, y Davidson contuvo el aliento. No quería que lo descubriesen. ¿Qué diablos estaban haciendo aquí? Sólo podían estar actuando como espías e informadores de las fuerzas invasoras.
Uno de ellos habló señalando el sur, y cuando volvió la cabeza Davidson le vio la cara.
Y la reconoció. Los creechis parecían todos iguales, pero éste era diferente. No hacía un año que Davidson le había marcado toda la cara. Era el loco furioso que le había atacado en Central, el homicida, el niñito mimado de Lyubov. ¿Qué diantres estaba haciendo aquí?
La mente de Davidson funcionó rápidamente, cambió de onda. Se incorporó repentinamente, alto, tranquilo, fusil en mano.
—¡Quietos, creechis! ¡Alto ahí! ¡Ni un paso más! ¡No os mováis!
La voz de Davidson restalló como un latigazo. Las cuatro criaturas verdes quedaron inmóviles. La de la cara estropeada le miró a través de los escombros negros con unos ojos inmensos, inexpresivos, sin ninguna luz.
—Contestad ahora. Este incendio, ¿quién lo provocó?
No hubo respuesta.
—Contestad ahora mismo: ¡Rápido-volando! Si no contestáis, quemo primero a uno, luego a otro, luego a otro, ¿entendido? Este incendio, ¿quién lo provocó?
—Nosotros quemamos el campamento, capitán Davidson —dijo el de Central, con una voz baja y extraña que a Davidson le pareció casi humana —. Todos los humanos están muertos.
—¿Vosotros lo quemasteis? ¿Qué quieres decir?
Por alguna razón no podía recordar el nombre de Caracortada.
—Había aquí doscientos humanos. Y noventa de mi gente, todos esclavos. Novecientos de mi pueblo salieron de los bosques. Primero matamos a los humanos en el sitio del bosque donde cortaban los árboles; luego matamos a los que quedaban aquí, mientras ardían las casas. Pensé que también usted habría muerto. Me alegro de verle, capitán Davidson.
Era una locura, y por supuesto una mentira. No podían haberlos matado a todos, a Ok, a Birno, a Van Sten, y a todos los demás, doscientos bombeo alguno tendría que haberse salvado. Los creechis no tenían armas, sólo arcos y flechas. Y de todas maneras, era imposible que lo hubiesen hecho. Los creechis no peleaban, no mataban, no hacían la guerra. Eran una especie intermedia no agresiva, siempre víctimas. No se defendían.
Nunca masacrarían a doscientos hombres de un solo golpe. Era una locura. El silencio, el vago y nauseabundo olor a quemado en la larga y cálida luz del anochecer, el verde pálido de las caras y esos ojos que le miraban sin pestañear, todo era nada, un sueño absurdo, una pesadilla.
—¿Quién hizo esto por vosotros?