Выбрать главу

—Novecientos de mi gente —dijo Caracortada con esa maldita voz que casi parecía humana.

—No, eso no. ¿Quién más? ¿Quién dio las órdenes? ¿Quién dijo que lo hicierais?

—Mi mujer.

Hasta ese momento Davidson no había notado la tensión contenida pero clara en la actitud de la criatura; sin embargo, cuando se le fue encima, el salto fue tan solapado y felino que Davidson, tomado por sorpresa, erró el tiro: le quemó el brazo o el hombro, no pudo meterle la bala entre los ojos tal corno había pensado. Y ahora le tenía encima, y le atacaba con tanta furia que herido y todo, y a pesar de ser la mitad de grande y tener la mitad de peso de Davidson, consiguió hacerle perder el equilibrio y derribarle. Davidson había confiado en su fusil y no había previsto el ataque. Aquellos brazos eran delgados pero fuertes, y la pelambrera era áspera al tacto. Mientras Davidson luchaba con uñas y dientes para liberarse, la criatura cantaba.

Ahora Davidson estaba tirado en el suelo boca arriba, inmovilizado, desarmado. Cuatro caras verdosas le miraban sin parpadear. Caracortada seguía tarareando algo apenas audible, pero muy parecido a una melodía. Los otros tres escuchaban, sonriendo y mostrando los dientes. Davidson nunca había visto sonreír a un creechi. Nunca había mirado desde abajo la cara de un creechi. Siempre desde arriba. Desde su altura. Trató de no forcejear, pues por el momento toda resistencia era inútil. Aunque pequeños, le superaban en número, y ahora Caracortada tenía el fusil. Había que esperar. Pero sentía un malestar, una náusea que le crispaba y le sacudía el cuerpo de arriba abajo. Las manos diminutas le sujetaban contra el suelo sin esfuerzo, las caras verdes se movían y sonreían encima de él.

Caracortada terminó de cantar. Se arrodilló sobre el pecho de Davidson, un cuchillo en una mano, el fusil de Davidson en la otra.

—Usted no sabe cantar, capitán Davidson ¿verdad que no? Muy bien, entonces, puede correr hasta el helicóptero, y huir, y avisar al coronel en Central que este sitio ha sido incendiado y que los humanos han muerto.

Sangre, de un rojo tan impresionante como el de la sangre humana, empapaba la pelambrera del brazo derecho del creechi. La zarpa verde blandía el cuchillo. La cara afilada, entrecruzada de cicatrices le miraba desde muy cerca, y Davidson veía ahora la luz extraña que ardía en lo probando de aquellos los negros como el carbón. La voz era siempre suave y tranquila.

Le soltaron.

Davidson se puso de pie con cautela, todavía atontado por el golpe que había recibido al caer. Ahora los creechis se habían apartado, conscientes de que los brazos de Davidson eran dos veces más largos que los suyos; pero Caracortada no era el único que estaba armado; había otro fusil apuntándole a las tripas. Y era Ben el que lo empuñaba. Ben, su propio creechi, el bastardo de mierda, gris y sarnoso, con la cara de estúpido de siempre, pero empuñando un fusil.

No es fácil volverle la espalda a dos fusiles que le están apuntando a uno, pero Davidson echó a andar hacia el campo.

Detrás de él alguien dijo en voz alta y chillona una palabra creechi. Otra voz dijo: —¡Rápido-volando!

Y hubo un rumor extraño, como un gorjeo de pájaros que quizá era la risa de los creechis. Sonó un disparo y la bala pasó zumbando por el camino, a un paso de Davidson. Cristo, eso no era justo, ellos tenían los fusiles. Echó a correr. Corriendo podía ganarle a cualquier creechi. Y ellos no sabían disparar un fusil.

—Corra —dijo a sus espaldas la voz tranquila y lejana.

Ése era Caracortada. Selver, así se llamaba. Sam, le decían, hasta que Lyubov impidió a Davidson que se vengara del nativo, y le convirtió en un niño mimado; después de eso todo el mundo le llamaba Selver. Cristo, qué era todo aquello, una pesadilla. Corrió.

Sentía el golpeteo de la sangre en los oídos. Corrió, corrió en el atardecer humeante y dorado. Había un cuerpo junto al camino; Davidson no le había visto al venir, no estaba quemado, parecía un gran globo blanco que acaba de desinflarse, y los ojos saltones y azules estaban abiertos y le miraban fijamente. A él, a Davidson, no se atreverían a matarle. No habían vuelto a disparar. Era imposible. No podían matarle. Allí estaba el helicóptero, brillante y seguro. Se precipitó sobre el asiento y levantó el vuelo antes que los creechis intentaran algo nuevo. Las manos le temblaban, no demasiado; nervios, nada más. No podían matarle. Rodeó la colina y luego volvió, veloz y a poca altura, tratando de ver a los cuatro creechis. Pero nada se movía entre los montones de escombros del campamento.

Esa mañana había existido un campamento en aquel lugar. Doscientos hombres. Y había cuatro creechis allí, pocos minutos antes. Él no había soñado todo eso. No podían haber desaparecido así como así. Tenían que estar allí, escondidos. Movió la llave que ponía al descubierto la ametralladora en la nariz del helicóptero, y barrió el suelo quemado, ametralló el verde follaje del bosque, bombardeó los huesos calcinados y los cuerpos fríos de los hombres, los restos de las máquinas y las cepas blanquecinas y putrefactas, una y otra vez hasta que se le acabaron las municiones. Los espasmos de la ametralladora cesaron bruscamente.

Ahora tenía las manos firmes, el cuerpo aplacado, y sabía que no era la víctima de un mal sueño. Enfiló el aparato hacia el estrecho, para ir a dar la noticia en Centralville.

Mientras volaba sintió que los músculos del rostro se le distendían, que recuperaba la calma habitual. No podían culparle del desastre, porque ni siquiera había estado allí. Tal vez advirtieron que los creechis habían esperado a que él no estuviera para dar el golpe, sabiendo que si él hubiera podido organizar la defensa habrían fracasado. Y algo bueno iba a resultar de todo esto. Harían lo que hubieran tenido que hacer desde el principio, limpiar el planeta de una vez por todas para que lo ocuparan los humanos. Ni el mismo Lyubov podía impedirles ya que terminasen con los creechis, cuando supieran que quien había encabezado la masacre era el niño mimado de Lyubov. Ahora, por un tiempo, habla que concentrarse en la tarea de exterminar las ratas; y podía ser, podía ser que le confiasen a él ese pequeño trabajo. En este momento hubiera podido sonreír. Pero se contuvo.

Allá abajo el mar era gris a la luz débil, y ante él se extendían las colinas de la isla, los bosques enmarañados de muchos arroyos, de muchas hojas, envueltos en la penumbra del atardecer.

2

Soplaba el viento, y las mil tonalidades del moho y el crepúsculo, los marrones y rojizos y los verdes pálidos cambiaban sin cesar en las alargadas hojas de los sauces. Espesas y rugosas, las raíces estaban cubiertas de un musgo verde a orillas de los arroyos, que fluían lentamente como el viento, demorados por suaves remolinos y falsos remansos, atascados en piedras y raíces, las ramas colgantes y hojarasca Id había ni un solo claro, ni un resquicio de luz traspasaba la espesura. Hojas y ramas, troncos y raíces —lo umbrío, lo complejo —invadían el viento, el agua, la luz del sol, el resplandor de las estrellas.

Debajo de las ramas, alrededor de los troncos y sobre las raíces corrían senderos pequeños, ninguno en línea recta, todos se desviaban ante un mínimo obstáculo, tortuosos como nervios. El suelo no era seco y compacto sino húmedo y esponjoso, producto de la colaboración de los seres vivos y la lenta, la morosa muerte de las hojas y los árboles; y en aquel fértil cementerio crecían árboles de treinta metros de altura, y hongos diminutos que brotaban en círculos de un centímetro de diámetro. Había un olor en el aire, sutil, variado y dulzón. El campo visual nunca era demasiado amplio, a menos que espiando a través del ramaje alguien alcanzara a divisar las estrellas. Nada era puro, seco, árido, llano. La Revelación no se conocía allí. Abarcarlo todo de una sola mirada era un imposible: ninguna certeza. Las tonalidades del moho y el crepúsculo seguían cambiando en las ramas colgantes de los sauces, y nadie hubiera podido decir si el color de las hojas era bermejo o verderrojizo, o verde.