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Selver subía por un sendero en la orilla del agua; avanzaba lentamente y tropezaba a menudo con las raíces de los sauces. Vio a un anciano que dormía, y se detuvo. El anciano le miró a través de las largas hojas de los sauces y le vio en sus sueños.

—¿Puedo ir a tu Albergue, mi Señor Soñador? He recorrido un largo camino.

El anciano no se movió. Selver se sentó en cuclillas al lado del camino, junto al arroyo.

La cabeza le cayó sobre el pecho porque estaba exhausto y necesitaba dormir. Había andado durante cinco días.

—¿Vienes del tiempo-sueño o del tiempo-mundo? —le preguntó el anciano al cabo de un rato.

—Del tiempo-mundo.

—Ven conmigo entonces. —El anciano se levantó rápidamente y guió a Selver por el sinuoso sendero más allá de los sauces, hasta un paraje más seco y oscuro de robles y espinos —. Te tomé por un dios —le dijo, adelantándose un paso —. Y me pareció que te había visto antes, tal vez en sueños.

—No en el tiempo-mundo. Vengo de Sornol. Nunca estuve aquí antes.

—Este pueblo es Cadast. Yo soy Coro Mena. Del Espino Blanco.

—Me llamo Selver. Del Fresno.

—Hay gente del Fresno entre nosotros, hombres y mujeres. También gente de vuestros clanes matrimoniales, Abedul y Acebo; no tenemos mujeres del Manzano. Pero tú no vienes en busca de mujer ¿verdad?

—Mi mujer ha muerto —dijo Selver.

Llegaron al Albergue de Hombres, en un terreno alto en medio de un plantío de robles jóvenes. Se agacharon y se arrastraron por el túnel de la entrada haba cruzarlo. Dentro, a la luz de la hoguera, el anciano se enderezó, pero Selver permaneció agachado, apoyado sobre las manos y rodillas, incapaz de levantarse. Ahora que tenía consuelo y ayuda al alcance de la mano, el cuerpo exhausto se negaba a dar un paso más. Se dejó caer en el suelo y se le cerraron los ojos, y se deslizó, con alivio y gratitud, en la gran oscuridad.

Los hombres del Albergue de Cadast cuidaron de él, y el curandero fue a atenderle la herida del brazo derecho. Esa noche, Coro Mena y el curandero Torber se sentaron junto al fuego. La mayoría de los otros hombres de Cadast pasaban la noche con sus mujeres; sólo había sentados en los bancos un par de jóvenes aprendices de soñadores, y ambos se habían quedado profundamente dormidos.

—No sé qué pudo haberle causado cicatrices como la de la cara —dijo el curandero—, y menos aún la que tiene en el brazo. Una herida muy extraña.

—También llevaba en el cinto una máquina rara —dijo Coro Mena.

—Yo la vi y no la vi.

—La puse debajo del banco. Parece de hierro pulido, pero no es obra de hombres.

—Viene de Sornol, te dijo.

Ambos permanecieron silenciosos un rato. Coro Mena sintió la presión de un miedo inexplicable, y se deslizó hacia el sueño para buscar la razón de ese miedo, pues era anciano y un adepto desde mucho tiempo atrás. En el sueño los gigantes caminaban, pesados, horrendos. Tenían miembros secos y escamosos y los llevaban envueltos en ropas; tenían ojos pequeños y claros, como cuentas de estaño. Detrás reptaban unas enormes cosas móviles de hierro pulido. Los árboles caían al paso de las máquinas.

De entre los árboles que caían salía corriendo un hombre gritando desesperadamente, la boca ensangrentada. El sendero por el que corría llevaba al Albergue de Cadast.

—Bueno, no queda ninguna duda —dijo Coro Mena, deslizándose fuera del sueño —. Vino por el mar directamente de Sornol, o bien caminando desde la costa de Keime Deva en nuestro continente. Los gigantes están en los dos lugares, dicen los viajeros.

—Le seguirán —dijo Torber.

Ni el uno ni el otro respondió a la pregunta, que no era una pregunta sino la mera expresión de una posibilidad.

—¿ Viste a los gigantes una vez, Coro?

—Una vez —dijo el anciano.

Coro soñó; algunas veces, ya viejo y no tan fuerte como antaño, se echaba a dormir un rato. Llegó la mañana, pasó el mediodía. Alrededor del Albergue se preparaba una partida de caza, los niños gorjeaban, las mujeres hablaban con voces susurrantes como arroyuelos. Una voz más seca llamó a Coro Mena desde la puerta. Coro Mena salió arrastrándose por el túnel a la luz del atardecer. Allí fuera estaba su hermana, aspirando con placer la fragancia del viento, pero con la cara muy seria.

—¿Se ha despertado ya el extranjero, Coro?

—Todavía no. Torber le está cuidando.

—Tenemos que escuchar su historia.

—Sin duda pronto despertará.

Ebor Dendep frunció el ceño. Matriarca de Cadast, la suerte de su pueblo le preocupaba; pero no quería pedir que perturbasen el sueño de un hombre herido, ni ofender a los soñadores recordándoles que tenía derecho a entrar en el Albergue de los Hombres.

—¿No puedes despertarle, Coro? ¿Y si le estuvieran persiguiendo?

Coro Mena no podía contener las emociones de su hermana como contenía las propias, pero las sentía; la ansiedad de Ebor Dendep prendió en él.

—Si Torber lo permite, le despertaré —dijo.

—Trata de enterarte de las nuevas que trae, rápidamente. Ojalá fuera una mujer y hablase con sensatez…

El forastero había despertado espontáneamente, y yacía febril en la penumbra del Albergue. Los sueños des bocados del delirio desfilaban por delante de sus ojos. Se sentó, sin embargo, y habló con serenidad. Al escucharle, los huesos de Coro Mena parecieron encogérsele en el cuerpo, como si tratasen de rehuir esa historia terrible, ese suceso inaudito.

—Yo era Selver Thele, cuando vivía en Eshreth en Sornol. Mi ciudad fue arrasada por los yumenos cuando destruyeron los árboles. Yo y mi mujer Thele fuimos apresados, junto con otros. Ella fue violada por uno de ellos y murió. Yo ataqué al yumeno que la había matado. El hubiera podido matarme en ese momento, pero otro de ellos me salvó la vida y me liberó. Me fui de Sornol, donde ningún poblado está ahora a salvo de los yumenos, y vine aquí, a la Isla Septentrional, y viví en la costa de Kelme Deva en los Bosques Bermejos. Y allí llegaron los yumenos y comenzaron a destrozar el mundo.

Destruyeron una ciudad, Penle. Capturaron un centenar de hombres y mujeres y los obligaron a trabajar para ellos, y a vivir en pocilgas. A mí no me capturaron. Yo vivía con otros que habían huido de Penle en los cenagales al norte de Kelme Deva. A veces, por la noche, iba a reunirme con mi gente en la pocilga de los yumenos. Ellos me dijeron que aquél estaba allí. Aquél a quien yo había tratado de matar. Al principio pensé en intentarlo de nuevo; o bien sacar a la gente del pabellón. Pero todo el tiempo veía árboles que se desplomaban y el mundo mutilado y putrefacto. Los hombres hubieran podido escapar, pero no las mujeres, estaban recluidas en sitios más seguros, y empezaban a morirse.

Hablé con la gente que se ocultaba allí en los cenagales. Todos sentíamos mucho miedo y una inmensa cólera, y no sabíamos cómo librarnos de tanta angustia. Por fin, después de largas conversaciones, y de mucho soñar, con un plan cuidadosamente preparado, fuimos allí a la luz del día y matamos a los yumenos de Kelme Deva con flechas y lanzas de caza, y quemamos la ciudad y las máquinas. No dejamos nada. Pero aquél no estaba allí. Regresó solo. Canté sobre él y le dejé en libertad.

Selver calló.

—Entonces… —murmuró Coro Mena.

—Entonces vino de Sornol una nave voladora, y nos buscó en el bosque, pero no encontró a nadie. Entonces incendiaron el bosque; pero llovió, y poco daño causaron. La mayoría de la gente que escapó de las pocilgas y los otros se han ido más lejos, al norte y al este, hacia las Colinas Holle, porque temíamos que muchos yumenos salieran a perseguirnos. Yo me marché solo. Los yumenos me conocen, sabes, conocen mi rostro; y eso me asusta, a mí y también a aquellos con quienes estoy.