Selver estaba en Esbsen, en una habitación pequeña. La puerta no estaba trabada, pero sabía que si la abría algo maligno iba a entrar. Mientras la mantuviese cerrada todo iría bien. Pero allí fuera, había árboles jóvenes, un huerto frente a la casa; no eran árboles frutales, ni de los que daban nueces, eran árboles de alguna otra especie y Selver no recordaba cuál. Salió a ver qué árboles eran. Yacían despedazados, arrancados de raíz.
Alzó una rama plateada y del extremo roto brotó un poco de sangre.
—No, aquí no, no otra vez, Thele —dijo —. ¡Oh, Thele, ven a mí antes de morir!
Pero ella no vino. Sólo su muerte estaba allí, el abedul quebrado, la puerta abierta.
Selver se volvió y regresó de prisa a la casa, descubriendo que estaba construida sobre el nivel del suelo, como una casa yumena, muy alta y llena de luz. La otra puerta, en la pared opuesta de la alta habitación, daba a la larga calle de la ciudad yumena, Central.
Selver tenía el fusil en el cinto. Si Davidson venía, podría matarle. Esperó, detrás del umbral, con la puerta abierta, mirando el sol. Apareció Davidson, inmenso, corriendo.
Selver apenas podía seguirle con la mira del fusil, mientras Davidson zigzagueaba enloquecido por la ancha calle, muy rápido, cada vez más cerca. El fusil le pesaba. Selver disparó, pero no salió ningún fuego del fusil, y enfurecido y aterrorizado arrojó a lo lejos el fusil y el sueño.
Disgustado y deprimido, escupió y suspiró.
—¿Un mal sueño? —le preguntó Ebor Dendep.
—Todos son malos, y todos iguales —dijo Selver, pero mientras respondía se sintió menos angustiado, menos intranquilo Los fríos rayos del sol matutino se filtraban en manchas y dardos de luz a través del follaje menudo y las ramas del bosque de abedules de Cadast. Allí estaba sentada la matriarca, tejiendo una cesta de tallos de helecho negro, porque le gustaba tener los dedos ocupados, mientras a su Ido yacía Selver, en un semisueño o soñando. Hacía quince días que estaba en Cadast, y la herida ya se le había cerrado. Aún dormía largamente, pero por primera vez en muchos meses había empezado a soñar otra vez despierto, regularmente, no una o dos veces en un día y una noche sino con el pulso y el ritmo verdaderos del sueño, que se manifiesta y desaparece entre diez y catorce veces por día. Por malos que fueran los sueños, mero terror y vergüenza, los recibía con alegría.
Había temido estar definitivamente separado de sus raíces, haberse internado demasiado en las regiones muertas de la acción y no poder encontrar nunca más el camino de regreso a las fuentes de la realidad. Ahora, aunque el agua era muy amarga, volvía a beberla.
Por un instante, tuvo de nuevo a Davidson abatido entre las cenizas del campamento incendiado, y esta vez, en lugar de cantar sobre él, le golpeaba la boca con una piedra. A Davidson se le rompían los dientes, y la sangre le corría entre las esquirlas blancas.
El sueño le fue útil, la clara realización de un deseo, pero allí se detuvo, pues lo había soñado muchas veces, antes de encontrar a Davidson en las cenizas de Keime Deva, y después. Ese sueño sólo le aliviaba, nada más. Un sorbo de agua dulce. Era el agua amarga la que él necesitaba. Tenía que regresar, no a Kelme Deva sino a la calle larga y aterradora de la ciudad extraña llamada Central, donde había atacado a la Muerte, y donde había sido derrotado.
Ebor Dendep tarareaba mientras tejía. Las manos frágiles, de pelusa verde y sedosa plateada por la edad, entrelazaban los tallos negros de los helechos, diestras y veloces.
Entonaba una canción que hablaba de la recolección de los helechos, una canción de muchacha. “Estoy juntando helechos, me pregunto si él volverá…” La voz débil y vieja trinaba como un grillo. En las hojas de los abedules temblaba el sol. Selver apoyó la cabeza en los brazos.
El bosque de abedules estaba casi en el centro del pueblo de Cadast. Ocho senderos partían del pueblo y se alejaban entre los árboles serpenteando. Una vaharada de humo de leña flotaba en el aire; en el límite sur del bosque, allí donde las ramas raleaban se veía el humo que brotaba de una chimenea, como una hebra de hilo azul que se desenroscara entre las hojas. Si uno miraba atentamente entre las encinas y otros árboles, descubría tejados que asomaban a poco más de medio metro del nivel del suelo, quizá unos cien o doscientos, era muy difícil contarlos. Las casas de madera estaban construidas bajo tierra en sus tres cuartas partes, incrustadas entre las raíces de los árboles como madrigueras de tejones. Una barda de ramas menudas, pinocha, cañas, humus, recubrían los techos de vigas. Eran aislantes, impermeables, y casi invisibles. El bosque y la comunidad de ochocientas personas continuaban sus quehaceres, todo alrededor del bosquecillo de abedules donde Ebor Dendep tejía una cesta de helechos.
Un pájaro entre las ramas encima de ella dijo “Ti-huit”, dulcemente. Había más bullicio humano que de costumbre, porque cincuenta o sesenta forasteros, hombres y mujeres jóvenes en su mayoría, habían estado llegando en los últimos días, atraídos por la presencia de Selver. Algunos eran de otras ciudades del norte, otros eran los que habían ayudado a Selver en la matanza de Kelme Deva; le habían seguido hasta aquí guiados por los rumores. Sin embargo, las voces que llamaban aquí y allá y el parloteo de las mujeres que se bañaban o de los niños que jugaban a la orilla del arroyo, eran menos fuertes que el canto de las aves y el zumbido de los insectos en la mañana y los susurros del bosque vivo del que el pueblo era sólo un elemento.
Una muchacha llegó súbitamente, una joven cazadora del color de las hojas pálidas del abedul.
—Mensaje hablado de la costa sur, madre —dijo —. La mensajera está en el Albergue de Mujeres.
—Mándala aquí cuando haya comido —replicó con dulzura la matriarca —. Silencio, Tolbar, ¿no ves que está durmiendo?
La muchacha se inclinó a recoger una ancha hoja de tabaco silvestre y la puso sobre los ojos de Selver, en los que se había posado un rayo del sol empinado y brillante. Selver yacía con las manos entreabiertas, el rostro lastimado cubierto de cicatrices, mirando al sol, vulnerable e inocente, un Gran Soñador que se había quedado dormido como un niño. Pero era el rostro de la muchacha lo que Ebor Dendep observaba. Resplandecía, en esa penumbra inquieta, con piedad y terror, con adoración.
Tolbar escapó, veloz como una flecha. Poco después dos de las Ancianas llegaban con la mensajera, avanzando en fila, silenciosas por el sendero moteado de sol. Ebor Dendep levantó la mano, imponiendo silencio. La mensajera se tendió inmediatamente en el suelo, y descansó; tenía la piel verde, con vetas pardas, manchada de sudor y polvo; venía de muy lejos y había corrido mucho. Las Ancianas se sentaron en los sitios soleados, y se quedaron muy quietas. Como dos viejas piedras verdegrises, de ojos vivos y brillantes.