Selver dormía. Luchaba con una pesadilla que se escapaba. Gritó de terror y se despertó.
Fue a beber un poco de agua en el arroyo; cuando volvió, le seguían seis o siete de los que siempre le seguían. La matriarca dejó a un lado su labor a medio terminar y dijo: —Ahora sé bienvenida, mensajera, y habla.
La mensajera se puso de pie, saludó a Ebor Dendep con una inclinación de cabeza, y habló.
—Vengo de Trethat. Mi mensaje viene de Sorbron Deva, antes de eso los marineros del Estrecho, antes de eso de Brotor en Sornol. Es para los oídos de toda Cadast pero he de decírselo al hombre llamado Selver nacido del Fresno en Eshreth. líe aquí el mensaje: Hay nuevos gigantes en la gran ciudad de los gigantes en Sornol, y muchos de ellos son mujeres. La amarilla nave de fuego sube y baja en el lugar que se llamaba Peha. Se sabe en Sornol que Selver de Eshreth quemó la ciudad de los gigantes en Kelme Deva. Los Grandes Soñadores de los Exiliados de Brotor han soñado gigantes más numerosos que los árboles de los Cuarenta Continentes. Estas son todas las palabras de mi mensaje.
Después de escuchar el mensaje, todos callaron. El pájaro, un poco más lejos, dijo: “¿Huit-Huit?”, experimentalmente.
—Este es un tiempo-mundo muy nefasto —dijo una Anciana frotándose una rodilla reumática.
Un pájaro gris voló desde un roble inmenso que marcaba el límite septentrional del pueblo, y ascendió en círculos, llevado por el viento de la mañana sobre alas perezosas.
Siempre había un árbol donde se aposentaban esos milanos grises en las cercanías de un poblado; eran el servicio de recolección de basura.
Un niñito gordo cruzó corriendo el bosquecillo de abedules, perseguido por una hermana apenas mayor, los dos chillando con vocecillas agudas como murciélagos. El niñito cayó de bruces y rompió a llorar, la niña lo levantó y le secó las lágrimas con una hoja grande. Se escabulleron bosque adentro tomados de la mano.
—Había uno que se llamaba Lyubov —le dijo Selver a la matriarca —. Le he hablado de él a Coro Mena, pero no a ti. Cuando aquel otro me estaba matando, fue Lyubov quien me salvó. Fue Lyubov quien me curó y me liberó. Quería saber de nosotros; y yo le respondía y él me respondía. Una vez le pregunté cómo podía sobrevivir la raza de él, teniendo tan pocas mujeres. Me dijo que en el lugar de donde vienen, la mitad son mujeres; pero los hombres no traerían a las mujeres a los Cuarenta Continentes hasta haberles preparado un lugar adecuado.
—¿Hasta que los hombres les preparen un lugar adecuado? ¡Vaya! Tendrán que esperar bastante —dijo Ebor Dendep —. Son como la gente del Sueño del Olmo que se presentan de espaldas, con las cabezas al revés. Convierten el bosque en una playa seca. —La lengua de Ebor Dendep no tenía una palabra para “desierto” —. ¿Y a eso lo llaman preparar las cosas para las mujeres? Tendrían que haber enviado primero a las mujeres. Tal vez entre ellos sean las mujeres las que sueñan, ¿quién sabe? Son primitivos, Selver. Están locos.
—Un pueblo entero no puede estar loco.
—Pero sólo sueñan cuando duermen, dijiste; ¡si quieren soñar despiertos toman venenos y no pueden gobernar lo que sueñan! ¡No puede haber locura mayor! No saben distinguir el tiempo-sueño del tiempo-mundo, no más que un bebé. ¡Tal vez cuando matan a un árbol creen que volverá a vivir!
Selver meneó la cabeza. Seguía hablando con la matriarca como si estuviesen solos en el bosque de abedules, en voz baja y vacilante, casi soñolienta.
—No, saben muy bien lo que es la muerte… Claro que no ven como vemos nosotros, pero de ciertas cosas saben y entienden más que nosotros. Lyubov sobre todo, entendía lo que yo le explicaba. Y mucho de lo que él me decía, yo no podía comprenderlo. No era la lengua lo que me impedía comprender; yo conozco la lengua de Lyubov y él aprendió la nuestra; escribimos un vocabulario de nuestras dos lenguas. Sin embargo, él decía algunas cosas que nunca pude entender. Decía que los yumenos vienen de más allá del bosque. Eso es perfectamente claro. Decía que ellos quieren el bosque: los árboles por la madera, la tierra para cubrirla de hierba. —La voz de Selver, aunque siempre baja, era ahora resonante; la gente que iba y venía entre los árboles plateados escuchaba —. Esto también es claro, para aquellos de nosotros que les han visto mutilar el mundo. Decía que los yumenos son hombres como nosotros, que en realidad somos parientes cercanos, tan cercanos quizá como el gamo y el ciervo. Decía que venían de otro lugar que no es el bosque; allí todos los árboles han sido arrancados; tienen un sol, no nuestro sol, que es una estrella. Todo esto, como entenderás, no era claro para mí.
Repito las palabras pero no sé qué significan. No tiene demasiada importancia. Lo que está claro es que quieren para ellos nuestros bosques. Tienen el doble de nuestra estatura, tienen armas muy superiores a las nuestras, y lanzafuegos, y naves voladoras.
Ahora han traído más mujeres, y tendrán hijos. Hay unos dos mil, quizá tres mil, la mayoría en Sornol. Pero dentro de una o dos generaciones se habrán reproducido, se habrán duplicado o cuadruplicado. Matan a hombres y mujeres; no perdonan a quienes piden clemencia. No saben cantar en las peleas. Han dejado sus raíces en otra parte, tal vez, en ese otro bosque de donde ellos vienen, ese bosque sin árboles. Por eso toman venenos para poder soñar, pero sólo consiguen embriagarse o enfermar. Nadie puede saber con certeza si son hombres o no lo son, si están cuerdos o locos, pero eso no importa. Hay que expulsarles del bosque, porque son peligrosos. Si no quieren irse habrá que quemar todas esas ciudades, así como hay que quemar los nidos de las hormigas dañinas en los bosques de las ciudades. Si no hacemos nada, seremos nosotros los que moriremos en el fuego. Pueden aplastarnos como nosotros aplastamos a las hormigas.
Una vez vi a una mujer, fue cuando incendiaron la ciudad de Eshretr, estaba de bruces en el sendero a los pies de un yumeno, pidiendo que no la matara, y él le pisoteó la espalda y le rompió el espinazo, y luego la pateó a un costado como si fuese una víbora muerta.
Yo lo vi. Si los yumenos son hombres son hombres ineptos, incapaces de soñar y de actuar como tales. Por eso mismo van de un lado a otro, atormentados, y destruyendo y matando, impulsados por los dioses que llevan dentro, esos dioses que no quieren liberar y que ellos tratan de destruir y negar. Si son hombres, son hombres malvados, que han renegado de sus propios dioses, y que temen verse las caras en la oscuridad. Matriarca de Cadast, escúchame. —Selver se puso de pie, alto y violento entre las mujeres acuclilladas —. Ha llegado la hora, creo, de que vuelva a mi tierra, a Sornol, a aquellos que están en el exilio y a los que están esclavizados. Diles a todos los que sueñen con una ciudad en llamas que me sigan hasta Brotor.
Saludó a Ebor Dendep con una leve reverencia, y salió del bosque de los abedules, todavía cojeando, con el brazo vendado; sin embargo, había una agilidad en su paso, una arrogancia en la posición de la cabeza que lo hacía parecer más sano que otros hombres.
Los jóvenes fueron detrás de él en silencio.
—¿Quién es? —preguntó la mensajera de Trethat, siguiéndole con la mirada.
—El hombre a quien venía destinado tu mensaje, Selver de Eshreth, un dios entre nosotros. ¿Habías visto alguna vez a un dios, hija?
—Cuando yo tenía diez años el Tocador de Lira vino a nuestro pueblo.
—El Viejo Ertel, sí. Era de mi Árbol, y de los Valles Septentrionales, lo mismo que yo.
Bueno, ahora hemos visto otro dios, y más grande. Háblales de él a los tuyos en Trethat.