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—No me dejas mucho donde elegir —dijo.

—Es exactamente mi propósito —replicó Filo Agudo en un tono meramente práctico, en absoluto petulante.

Espejo cambió de forma, abandonando su cuerpo de dragón fuerte y poderoso para adoptar la débil y frágil figura de un humano. Asumió el aspecto de un joven con cabello plateado, vestido con la blanca túnica de un místico de la Ciudadela. Sus ojos, espantosamente heridos, iban cubiertos con un paño negro.

Avanzó lentamente, tanteando con las manos y con pasos inseguros. Al arrastrar los pies tropezaba con todas las piedras que había en el suelo del cubil. Resbaló con la sangre de Skie y cayó de rodillas, haciéndose un corte en la débil carne. Espejo dio gracias porque al menos no tenía que ver la expresión de lástima de Filo Agudo.

El Azul era un guerrero, y no se burló a costa del Plateado. Incluso guió sus pasos sosteniéndolo con una firme garra y ayudándolo a encaramarse a su ancho lomo.

El hedor a muerte era muy intenso en el cubil donde yacía el cadáver maltrecho de Skie, y tanto el Azul como el Plateado se alegraron de abandonar aquel lugar. Al borde de la cornisa de la caverna, Filo Agudo inhaló una bocanada de aire fresco, extendió las alas y remontó el vuelo. Espejo se asió con fuerza a la crin del Azul y apretó las piernas contra sus flancos.

—Agárrate —advirtió Filo Agudo mientras trazaba un amplio arco y ascendía más y más en el aire.

Espejo adivinó lo que se proponía hacer el Azul y se agarró con todas sus fuerzas. Sintió que Filo Agudo inhalaba profundamente hasta llenarse los pulmones, y luego cómo exhalaba el aire. Olió a azufre y escuchó el siseo y el chisporroteo del rayo. Se produjo un estampido, seguido por el ruido de rocas partiéndose y el estruendo de toneladas de piedra cayendo por la escarpada cara del risco en medio del trueno. Filo Agudo lanzó un segundo rayo, y en esta ocasión Espejo tuvo la impresión de que la montaña entera se derrumbaba.

—Así parte Khellendros, conocido como Skie —entonó el Azul—. Fue un guerrero valiente y leal a su jinete, como su jinete le fue leal a él. Ojalá se diga lo mismo de todos nosotros cuando nos llegue la hora de abandonar este mundo.

Cumplido su deber para con el muerto, Filo Agudo hizo un último saludo con sus alas y después giró y enfiló hacia otra dirección. Por el cálido roce del sol en su nuca, Espejo dedujo que volaban hacia el este. Se agarró bien a la crin de Filo Agudo y sintió el fuerte soplo del viento en su cara. Imaginó los árboles, rojos y dorados con la proximidad del otoño, como gemas engastadas en el verde terciopelo de las praderas. Vio mentalmente las montañas gris purpúreas, coronadas por las primeras nieves estacionales. Lejos, allá abajo, los lagos azules y los sinuosos ríos con el borrón dorado de un pueblo con la cosecha del trigo otoñal, o la mancha gris de una alquería rodeada de los campos de labranza.

—¿Por qué lloras, Plateado? —inquirió Filo Agudo.

Espejo no respondió, y el Azul, tras pensar un momento, no repitió la pregunta.

6

La pétrea fortaleza de la mente

La Elfa Salvaje conocida como La Leona observaba a su esposo con creciente preocupación. Habían pasado dos semanas desde que supieron la terrible noticia de la muerte de la reina madre y la destrucción de Qualinost, la capital elfa. Desde aquel momento, Gilthas, el joven rey de Qualinesti, apenas había hablado con nadie, ni con ella ni con Planchet ni con los miembros de su escolta. Dormía solo, envuelto en su manta y apartándose de ella cuando intentaba ofrecerle el consuelo de su presencia. Lo poco que comía, lo hacía a solas también, y parecía que la carne se le iba consumiendo, dejándolo en los huesos. E igualmente cabalgaba solo, rumiando sus tristes pensamientos.

Su pálido semblante mostraba un gesto severo, en tensión. No lloraba. No había derramado lágrimas desde la noche en que les dieron las horribles nuevas. Cuando hablaba, era sólo para plantear una única pregunta: ¿cuánto faltaba para llegar al lugar de encuentro?

La Leona temía que Gilthas estuviera sumiéndose de nuevo en la antigua enfermedad que lo había atormentado durante los primeros años de su impuesta soberanía del pueblo qualinesti. Rey sólo de nombre y prisionero de las circunstancias, había caído en una profunda depresión que lo dejó apático e indiferente. Con frecuencia se había pasado días enteros durmiendo en su lecho, prefiriendo los horrores del mundo de los sueños a los de la realidad. Había superado la postración, luchando a brazo partido para salir de las negras aguas en las que casi se había ahogado. Había sido un buen monarca que hizo uso de su poder para ayudar a los rebeldes, dirigidos por su esposa, en su lucha contra la tiranía de los caballeros negros. Sin embargo, todo cuanto había logrado parecía haberse perdido ahora, con la noticia de la muerte de su amada madre y la destrucción de la capital elfa.

Planchet temía lo mismo. Como guardia personal y ayuda de cámara de su majestad, había sido responsable, junto con La Leona, de hacer que Gilthas saliera de su mundo de pesadillas y volviera con quienes lo amaban y necesitaban.

—Se culpa a sí mismo —dijo La Leona, que cabalgaba al lado de Planchet, ambos mirando con preocupación la figura solitaria que cabalgaba sola entre sus guardias personales, con los ojos fijos en la calzada pero sin verla—. Se culpa por haber dejado a su madre sola allí, para que muriera. Se culpa por el plan que acabó destruyendo la ciudad y que costó tantos cientos de vidas. No se da cuenta de que gracias a su plan Beryl está muerta.

—Pero a un alto precio —dijo Planchet—. Sabe que su pueblo no podrá volver nunca a Qualinost. Beryl habrá muerto, pero sus ejércitos no han sido destruidos. Cierto, se perdieron muchos de sus soldados, pero según los informes, los que quedan siguen incendiando y saqueando nuestro hermoso país.

—Lo que arde puede reconstruirse. Lo que se destruye puede reedificarse. Los silvanestis regresaron a sus hogares para combatir la pesadilla —adujo la elfa—. Recuperaron su patria. Nosotros podemos hacer lo mismo.

—No estoy seguro —argumentó Planchet, sin quitar los ojos de su rey—. Los silvanestis lucharon contra la pesadilla, pero mira dónde los ha conducido: a un miedo aun más acentuado por el mundo exterior y a un intento de aislarse tras su escudo.

—Los qualinestis tienen más sentido común —insistió La Leona.

Planchet sacudió la cabeza. No quería discutir con ella, de modo que dejó el tema. Recorrieron varios kilómetros en silencio, y entonces Planchet comentó en voz queda:

—Sabes lo que le ocurre realmente a Gilthas, ¿verdad?

—Creo que sí —contestó ella al cabo de unos segundos.

—Se culpa a sí mismo por no encontrarse entre los que han muerto —musitó Planchet.

Con los ojos húmedos de lágrimas, La Leona asintió.

Por mucho que odiara su vida ahora, Gilthas tenía que vivir. No por él, sino por su pueblo. Últimamente había empezado a preguntarse si esa razón era suficiente para seguir soportando tanto dolor. No veía esperanza para nadie en ningún lugar de este mundo. Sólo un fino hilo lo mantenía unido a la vida: la promesa que le había hecho a su madre. Le había jurado a Laurana que conduciría a los refugiados, a los que habían logrado escapar de Qualinesti y estaban esperándole al borde de las Praderas de Arena. La promesa hecha a un muerto había que cumplirla.