Tan convencidos estaban de esto, era tal la confianza que tenían en los defensores de su hermosa Qualinost, que la atmósfera reinante en el campamento de refugiados, sombría al principio, se había tornado casi alegre.
Había muertos a los que llorar, cierto, ya que Beryl había disfrutando matando a los elfos sorprendidos en campo abierto. Algunos de los refugiados habían sido víctimas del dragón. Otros habían sufrido el ataque de humanos que saqueaban y destrozaban todo a su paso, o los habían golpeado y torturado los Caballeros de Neraka. Pero el número de muertos era sorprendentemente bajo considerando que se habían enfrentado a la destrucción y la aniquilación. Merced al plan de su joven monarca y de la ayuda de la nación enana, los qualinestis habían sobrevivido. Empezaron a mirar al futuro, y ese futuro estaba en Qualinesti. No podían imaginarlo en ningún otro sitio.
Los sensatos entre los elfos siguieron preocupados ya que veían ciertas señales de que no todo iba bien. ¿Por qué no habían tenido noticias de los defensores de Qualinost? En la ciudad había montaraces, listos para dirigirse rápidamente al campamento de refugiados. A esas alturas tendrían que haber llegado con noticias, fueran buenas o malas. El hecho de que no hubieran aparecido era muy inquietante para algunos, si bien a otros no les preocupaba.
«Que no haya noticias es una buena noticia», a decir de los humanos, o «Que no haya explosión es un paso positivo», como dirían los gnomos.
Los elfos instalaron las tiendas en las playas del Nuevo Mar. Sus hijos jugaban en el agua, que rompía en suaves olas, y hacían castillos de arena. Por la noche se encendían hogueras con maderas que arrastraba el mar hasta la orilla y, mientras contemplaban los colores siempre cambiantes de las llamas, contaban historias de tiempos pasados en que los elfos se habían visto obligados a huir de su tierra, unas historias que siempre tenían un final feliz.
El tiempo había sido estupendo, con temperaturas inusitadamente cálidas para esa época del año. El mar tenía el intenso color azul oscuro que sólo se veía en los meses otoñales y que presagiaba la llegada de las tormentas invernales. Los árboles se encontraban cargados de frutos, y había comida de sobra. Los refugiados encontraron agua fresca para beber y bañarse. Los soldados montaban guardia día y noche, mientras que soldados enanos vigilaban desde los bosques, ojo avizor a la posible aparición de ejércitos invasores y también a los elfos. Los refugiados esperaban que Gilthas llegara para decirles que se había derrotado al dragón y que podían regresar a casa.
—Señor —dijo uno de sus guardias personales, que avanzó hasta poner su caballo a la altura del de Gilthas—. Me pedisteis que os avisara cuando nos encontrásemos a pocas horas del campamento de refugiados. El lugar de acampada se halla allí —señaló—, detrás de esas estribaciones.
—Entonces nos detendremos aquí —anunció Gilthas mientras tiraba de las riendas. Alzó la vista al cielo, donde el pálido sol brillaba casi en perpendicular—. Reanudaremos la marcha al anochecer.
—¿Por qué nos paramos, esposo? —preguntó La Leona, que llegó a medio galope, justo a tiempo de oír las instrucciones de Gilthas—. Casi nos hemos roto el cuello para llegar junto a los nuestros, y ahora que estamos cerca, ¿nos detenemos?
—Las noticias que les traigo sólo pueden darse mientras hay oscuridad —respondió al tiempo que desmontaba, sin mirarla—. La luz de ningún sol ni de ninguna luna ha de alumbrar nuestro dolor. Me molesta incluso la luz de las estrellas, y si pudiera las haría desaparecer del firmamento.
—Gilthas... —empezó ella, pero el rey esquivó su rostro y se alejó, desapareciendo en la maleza.
A una señal de La Leona, su guardia lo siguió a una distancia discreta pero lo bastante cerca para protegerlo.
—Le estoy perdiendo, Planchet —dijo la elfa con la voz preñada de dolor y tristeza—, y no sé qué hacer, cómo recuperarlo.
—Seguir amándolo —aconsejó Planchet—. Es lo único que puedes hacer. El resto ha de hacerlo él.
Gilthas y su séquito entraron en el campamento de refugiados a primeras horas de la noche. En la playa ardían hogueras. Los niños eran sombras danzantes entre las llamas. Para ellos, aquello era una fiesta, una gran aventura. Las noches pasadas en los oscuros túneles, con los enanos de voces gruñonas y aspecto atemorizador, habían pasado a ser recuerdos lejanos. Las clases de la escuela se habían suspendido y les habían dispensado de sus tareas diarias. Gilthas los observó mientras danzaban y pensó en lo que tenía que comunicarles. La fiesta terminaría esa noche. Por la mañana empezarían una lucha amarga, una lucha por conservar la vida.
¿Cuántos de esos niños que ahora bailaban tan alegres alrededor del fuego morirían en el desierto, sucumbiendo al calor y a la falta de agua, o cayendo presa de las malignas criaturas que se decía deambulaban libremente por las Praderas de Arena? ¿Cuántos más de sus súbditos perecerían? ¿Sobrevivirían siquiera como raza, o a este éxodo se lo conocería como el último de los qualinestis?
Entró a pie en el campamento, sin fanfarria. Quienes lo vieron pasar se sobresaltaron al ver a su rey; pero no todos: Gilthas estaba tan cambiado que muchos no lo reconocieron.
Delgado y adusto, demacrado y pálido, Gilthas había perdido casi todo rastro de su ascendencia humana. Su delicada estructura ósea de elfo resultaba más visible, más acusada. Era, susurraron algunos con sobrecogimiento, la viva imagen de los grandes reyes elfos de la antigüedad, Silvanos y Kith-Kanan.
Atravesó el campamento en dirección al centro, donde ardía la gran hoguera. Su séquito se quedó atrás, obedeciendo una orden de La Leona. Lo que Gilthas tenía que decirle a su pueblo debía decirio él solo.
Al reparar en su semblante, los elfos interrumpieron sus risas, cesaron sus relatos, dejaron de bailar e hicieron callar a los niños. A medida que se propagaba la noticia de que el rey se encontraba con ellos, solo y silencioso, los elfos se agruparon a su alrededor. Los miembros del senado se acercaron presurosos a recibirlo, rezongando entre dientes, irritados porque les hubiese privado de la oportunidad de recibirlo con la ceremonia debida. Repararon en su rostro —cadavérico a la luz de las llamas— y olvidaron sus rezongos, sus parlamentos de bienvenida, y esperaron oír sus palabras con funesta aprensión.
Con la música de fondo de las olas, que llegaban una tras otra, persiguiéndose hasta la orilla y retrocediendo, Gilthas les contó la caída de Qualinost. Lo hizo sin tapujos, serena y desapasionadamente. Habló de la muerte de su madre. Habló del heroísmo de los defensores de la ciudad. Alabó el de los enanos y humanos que habían muerto defendiendo una tierra y a unas gentes que no eran las suyas. Habló de la muerte del dragón.
Los elfos lloraban por la reina madre y por sus seres queridos, ahora perdidos sin remedio. Sus lágrimas caían silenciosamente por sus mejillas. No sollozaban con ruido para no perderse lo que vendría a continuación.
Y lo que vino era espantoso.
Gilthas habló de los ejércitos al mando de un nuevo líder. Habló de un nuevo dios, que se arrogaba el mérito de expulsar a los elfos de su patria y que estaba entregando esa tierra a los humanos, que ya entraban a raudales en Qualinesti por el norte. Al enterarse de la existencia de los refugiados, el ejército marchaba rápidamente para intentar alcanzarlos y destruirlos.
Les dijo que su única esperanza era tratar de llegar a Silvanesti. Que el escudo había caído. Que sus parientes los recibirían en su tierra. No obstante, para llegar a Silvanesti tendrían que cruzar las Praderas de Arena.
—Por ahora —no tuvo más remedio que decirles—, no habrá vuelta al hogar. Quizá, con la ayuda de nuestros parientes, podremos crear un ejército que sea lo bastante poderoso para entrar en nuestra amada tierra y expulsar al enemigo, para recuperar lo que nos ha sido robado. Pero aunque ésa ha de ser nuestra esperanza, tal esperanza está en un futuro lejano. Ahora tenemos que volcarnos en la idea de la supervivencia de nuestra raza. El camino que recorreremos será duro. Hemos de recorrerlo juntos con una meta y un propósito en nuestros corazones. Si uno de nosotros abandona, todos pereceremos.