»El engaño y la traición me convirtieron en vuestro rey. A estas alturas sabéis la verdad. La historia se ha extendido en susurros entre vosotros a lo largo de los años. El rey títere, me llamabais.
Lanzó una mirada al prefecto Palthainon mientras hablaba. El rostro del prefecto era una máscara de pesar, pero sus ojos se movieron velozmente de aquí para allí intentando descubrir la reacción de la gente.
—Mejor habría sido que hubiera seguido en ese papel —continuó Gilthas, apartando la vista del senador para volverla hacia los suyos—. Intenté ser vuestro cabecilla, y he fracasado. Ha sido mi plan el que ha destruido Qualinesti, el que ha dejado nuestra tierra abierta a la invasión. —Alzó la mano para imponer silencio, ya que los elfos habían empezado a murmurar entre ellos.
»Necesitáis un rey fuerte —dijo, levantando la voz, que sonaba cada vez más ronca—. Un gobernante con valor y sabiduría para conduciros a través del peligro y poneros a salvo de él. No soy esa persona. En este momento abdico y renuncio a todos mis derechos al trono. Dejo la sucesión en manos del senado. Os doy las gracias por la amabilidad y el cariño que me habéis demostrado en estos años. Ojalá fuera merecedor de ellos. Ojalá hubiese sabido hacerlo mejor.
Ansiaba marcharse, pero la gente se había agolpado a su alrededor y, por mucho que deseara escapar, no quería abrirse paso a la fuerza entre la muchedumbre. Debía quedarse para oír lo que el senado tuviera que decir. Mantuvo agachada la cabeza, sin mirar a su pueblo, sin querer ver su hostilidad, su rabia, su reproche; aguantó firme, esperando hasta que le dijeran que podía marcharse.
Los elfos estaban sumidos en un conmocionado silencio. Habían ocurrido demasiadas cosas demasiado deprisa para asimilarlas. Un lago de muerte donde antes se alzaba su ciudad. Un ejército enemigo tras ellos. Un viaje peligroso hacia un futuro incierto aguardándoles. El rey abdicando. Los senadores sumidos en la confusión. Consternados, horrorizados, se miraron unos a otros esperando que alguien dijera algo.
Y ese alguien fue Palthainon. Astuto y maquinador, vio en el desastre un modo de favorecer su ambición. Ordenó a unos elfos que acercaran a rastras un gran tronco, se encaramó a él, dio unas palmadas y ordenó callar a los elfos en voz alta, aunque era una orden innecesaria ya que ni el llanto de un niño rompía el profundo silencio.
—Sé cómo os sentís, hermanos míos —comenzó el prefecto con un timbre sonoro—. Yo también estoy conmocionado y angustiado al oír la tragedia que ha golpeado a nuestro pueblo. No temáis. Estáis en buenas manos. Tomaré las riendas del gobierno hasta que llegue el momento de nombrar a un nuevo rey. —Palthainon señaló a Gilthas con su huesudo dedo.
»Es justo que este joven haya abdicado, porque ha acarreado esta desgracia sobre nosotros... Él y quienes tiran de sus cuerdas. El rey títere. Sí, eso es lo que mejor lo describe. Otrora, Gilthas se dejaba guiar por mi sabiduría y experiencia. Acudía a mí buscando consejo, y yo me sentía orgulloso y feliz de dárselo. Pero estaban aquellos de su propia familia que maquinaban contra mí. No los nombraré, porque no es piadoso hablar mal de los muertos, aunque buscaran continuamente menguar mi influencia. —Palthainon siguió echando leña al fuego.
»Entre quienes tiraban de las cuerdas del títere estaba el odiado y detestado general Medan, el verdadero artífice de nuestra destrucción, ya que sedujo al hijo del mismo modo que sedujo a la madre...
La ira, una ira ardiente, golpeó la prisión fortaleza en la que Gilthas se había encerrado, la golpeó como el abrasador rayo de un Dragón Azul. Se subió de un salto al tronco en el que estaba Palthainon y asestó un puñetazo al prefecto que lo lanzó por el aire. El elfo cayó de espaldas en la arena, olvidado su bonito parlamento.
Gilthas no dijo nada. No miró a su alrededor. Saltó del tronco y empezó a abrirse paso a empujones entre la gente.
Palthainon se sentó, sacudió la cabeza para librarse del aturdimiento, escupió un diente y empezó a farfullar señalando a Gilthas.
—¡Ahí tenéis! ¡Ya veis lo que ha hecho! ¡Arrestadlo! ¡Arrestad...!
—Gilthas —dijo una voz entre la muchedumbre.
—Gilthas —dijo otra, y otra, y otra.
No coreaban. No gritaban su nombre. Todos lo pronunciaban serenamente, en voz queda, como si les hubieran hecho una pregunta y contestaran. Pero el nombre se repitió una y otra y otra vez entre la multitud, de manera que resonaba con la tranquila fuerza de las olas al romper en la playa. Los mayores pronunciaban su nombre; los jóvenes pronunciaban su nombre. Dos senadores pronunciaron su nombre mientras ayudaban a Palthainon a incorporarse.
Estupefacto y desconcertado, Gilthas alzó la cabeza y miró en derredor.
—No lo entendéis... —empezó.
—Sí lo entendemos —afirmó uno de los elfos, cuyo rostro estaba demacrado, con las marcas de las recientes lágrimas—. Y vos también, majestad. Entendéis nuestro dolor y nuestra pena. Por eso sois nuestro rey.
—Por eso habéis sido siempre nuestro rey —abundó una mujer que sostenía a un bebé en sus brazos—. Nuestro verdadero rey. Sabemos todo lo que habéis hecho en secreto por nosotros.
—De no ser por vos, Beryl se habría revolcado en nuestra hermosa ciudad —añadió un tercero—. Estaríamos muertos los que ahora nos encontramos ante vos.
—Nuestros enemigos han triunfado de momento —dijo otro—, pero mientras mantengamos vivo el recuerdo de nuestra amada nación, esa nación no morirá. Algún día regresaremos para reclamarla. Y ese día vos nos dirigiréis, majestad.
Gilthas era incapaz de pronunciar palabra. Miró a los suyos, que compartían su pérdida, y se sintió avergonzado, escarmentado y humilde. No se consideraba merecedor de su estima ni del buen concepto en que le tenían; todavía no. Pero lo intentaría. Pasaría el resto de su vida intentándolo.
El prefecto resoplaba, barbotaba y trataba de hacerse oír, pero nadie le prestaba atención. Los demás senadores se congregaron alrededor de Gilthas.
Palthainon les asestó una mirada furibunda, y después, agarrando el brazo a un elfo, susurró:
—El plan de derrotar a Beryl era mío desde el principio. Claro que permití que su majestad se llevara los laureles. En cuanto a este pequeño rifirrafe entre los dos, sólo es un malentendido, como ocurre tan a menudo entre padre e hijo. Porque él es como un hijo muy querido para mí.
La Leona se quedó en la periferia del campamento, demasiado emocionada para ver o hablar con su esposo. Sabía que él la buscaría. Tendida ya en el camastro que había dispuesto para los dos, al borde del agua, cerca del mar, escuchó sus pisadas en la arena, sintió su mano acariciándole la mejilla.
Lo rodeó con un brazo y lo atrajo hacia sí.
—¿Podrás perdonarme, amor mío? —preguntó Gilthas mientras se tendía a su lado y suspiraba.
—¿No es ésa la definición de lo que es ser una esposa? —le preguntó, sonriente.
Gilthas no contestó. Tenía los ojos cerrados. Se había quedado profundamente dormido.
La Leona lo arropó con la manta, apoyó la cabeza en su pecho y escuchó los latidos de su corazón hasta que también se durmió.
El sol saldría pronto, y lo haría con un color rojo como la sangre.
7
Un viaje inesperado
Inmediatamente después de que el ingenio para viajar en el tiempo se activara, Tasslehoff Burrfoot fue consciente de dos cosas: una oscuridad impenetrable y Acertijo chillando en su oído al tiempo que le aferraba la mano izquierda con tanta fuerza que los dedos se le quedaron dormidos. Tampoco el resto de su cuerpo sentía nada, ni debajo ni encima ni a los lados... excepto a Acertijo. No sabía si estaba cabeza abajo o de pie o en una postura combinada entre lo uno y lo otro.