—Estás... estás bellísima, madre —dijo Mina en voz queda, sobrecogida—. Exactamente como te había imaginado.
La muchacha se puso de rodillas y extendió los brazos.
—Ven y bésame, madre —pidió mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas—. Bésame como solías hacer, porque soy Mina. Tu Mina.
—Y lo fue durante muchos años —musitó Palin, que miraba a Goldmoon con pesadumbre y preocupación viéndola avanzar, vacilante, para estrechar a la hija contra sí—. Goldmoon encontró a Mina en la playa, al parecer superviviente de un terrible naufragio, aunque no se descubrieron restos del barco ni cadáveres ni más supervivientes. La llevaron al orfanato de la Ciudadela. Inteligente, audaz, intrépida, Mina los conquistó a todos, incluida Goldmoon, que le tomó gran cariño. Y entonces, un día, con catorce años, Mina se fugó. La buscamos, pero no hallamos rastro de ella. Nadie entendía por qué se había ido, ya que parecía muy feliz allí. A Goldmoon se le partió el alma de pena.
—Claro, Goldmoon la encontró —dijo Dalamar—. Se suponía que tenía que ser ella.
—¿Qué quieres decir? —Palin miró intensamente a Dalamar, pero la expresión del elfo oscuro era enigmática. Éste se encogió de hombros y sin pronunciar palabra señaló el oscuro estanque.
—¡Mina! —susurró Goldmoon mientras mecía a su hija adoptiva—. Mina, pequeña... ¿Por qué nos dejaste si todos te queríamos tanto?
—Me marché por amor a ti, madre, para buscar lo que ansiabas tan desesperadamente. Amadísima madre. —Mina tomó en las suyas las manos de Goldmoon y se las llevó a los labios—. Todo lo que soy, todo lo que he hecho, lo he hecho por ti.
—No... no lo entiendo, pequeña —balbució la mujer—. Llevas el símbolo del Mal, de la oscuridad... ¿Adonde fuiste? ¿Dónde has estado? ¿Qué te ha ocurrido?
Mina soltó una risa.
—¿Te acuerdas, madre, de las historias que solías contarme? ¿Aquella sobre cómo entraste en la oscuridad para buscar a los dioses? ¿Y que los encontraste y devolviste la fe en los dioses a la humanidad?
—Sí —contestó Goldmoon.
Se había puesto tan pálida que Palin decidió ir con ella a costa de lo que fuera, y empezó a entonar palabras de magia. Salieron de su boca, pero no las que habían cobrado forma en su cerebro, que eran equilibradas, suaves, fluidas. Las palabras que pronunció sonaron duras, contundentes, como bloques de piedra cayendo al suelo.
Furioso consigo mismo, se calló y se obligó a calmarse y a intentarlo de nuevo. Sabía el hechizo, habría podido pronunciarlo al revés. Y eso era lo que parecía que había hecho, ya que no tenía ningún sentido.
—¡Eres tú el que me hace esto! —instó Palin en tono acusador.
—¿Yo? —Dalamar parecía divertido. Agitó la mano—. Ve con Goldmoon si quieres. Muere con ella, si así lo deseas. Yo no pienso impedírtelo.
—Entonces, ¿quién es? ¿Ese dios Único?
El elfo lo observó en silencio un momento y después se volvió para mirar el estanque, metiendo las manos en las mangas de la túnica.
—No existía el pasado, Majere. Retrocediste en el tiempo pero no existía el pasado.
—Me dijiste que los dioses se habían ido, madre —siguió Mina—. Me dijiste que como los dioses se habían marchado teníamos que depender de nosotros mismos para hallar nuestro camino en el mundo. Pero no creí esa historia, madre.
»Oh, no digo que me mintieses —se apresuró a añadir mientras ponía los dedos sobre los labios de Goldmoon para acallar su protesta—. No creo que me mintieses. Estabas equivocada, eso es todo. Yo sabía que no era así, ¿comprendes? Sabía que existía un dios, porque oí su voz cuando era pequeña y nuestro barco se hundió y me encontré sola en el mar. Me encontraste en la orilla, ¿te acuerdas, madre? Pero nunca supiste por qué aparecí allí, ya que prometí que nunca lo contaría. Los demás se ahogaron, pero yo me salvé. El dios me sostuvo a flote y me cantó cuando tuve miedo de la soledad y la oscuridad.
»Dijiste que no había dioses, madre, pero yo sabía que estabas equivocada. Y por ello hice lo que hice. Salí a buscar al dios para traértelo a ti. Y lo he conseguido, madre. El milagro de la tormenta es obra del Único. Y el milagro de tu juventud y tu belleza es obra del Único, madre.
—¿Lo entiendes ahora, Majere? —preguntó quedamente Dalamar.
—Creo que empiezo a entenderlo —repuso Palin. Tenía fuertemente apretadas sus manos tullidas. Hacía frío en la Cámara, y los huesos le dolían con el frío y la humedad—. Añadiría «que los dioses nos valgan», pero estaría fuera de lugar.
—¡Chist! —instó el elfo—. No puedo oír lo qué dice.
—¿Pediste esto? —demandó Goldmoon al tiempo que señalaba su cuerpo cambiado—. Ésta no soy yo. Es la visión que tú tienes de mí...
—¿No estás contenta? —siguió Mina sin prestar atención a sus palabras, o sin querer oírlas—. ¡Tengo tanto que contarte que te complacerá! He traído de nuevo al mundo el milagro de la curación gracias al poder del Único. Con su intervención derribé el escudo que los elfos habían levantado sobre Silvanesti y maté al traicionero dragón, Cyan Bloodbane. Otro reptil monstruoso, la hembra Verde Beryl, ha muerto gracias al poder del Único. Las dos naciones elfas, que eran corruptas e infieles, han sido destruidas y sus gentes han muerto.
—¡Las naciones elfas destruidas! —exclamó con voz ahogada Dalamar, en cuyos ojos asomó una ardiente mirada—. ¡Miente! ¡No lo dice en serio!
—Quizá suene extraño, pero dudo que Mina sepa mentir —comentó Palin.
—Los elfos encontrarán la redención en la muerte —proclamó la joven—. La muerte los conducirá al Único.
—Veo sangre en estas manos —musitó Goldmoon con voz temblorosa—. ¡La sangre de millares de seres! Ese dios que has encontrado es un dios terrible. ¡Un dios de oscuridad y de maldad!
—El Único me advirtió que reaccionarías así, madre. Cuando los otros dioses se marcharon y pensaste que la humanidad se había quedado sola, te enfadaste y te asustaste. Te sentiste traicionada, algo totalmente lógico porque habías sido traicionada. Los dioses en los que habías puesto tu fe tan equivocadamente huyeron asustados...
—¡No! —gritó Goldmoon. Tambaleante, se puso de pie y se apartó de la joven, con la mano levantada en un gesto de rechazo—. No, pequeña, no lo creo. No quiero escuchar nada más.
Mina la agarró de la mano.
—Tienes que escucharme, madre. Debes hacerlo para que puedas entenderlo. Los dioses huyeron por miedo a Caos. Todos excepto uno. Uno se quedó, leal a las criaturas que había ayudado a crear. Sólo uno tuvo el valor de afrontar el horror del Padre de Todo y de Nada. La batalla lo dejó debilitado. Demasiado para manifestar su presencia en el mundo. Demasiado para luchar contra los extraños dragones que aparecieron para ocupar su lugar. Pero aunque no podía estar con sus criaturas, les otorgó dones para ayudarlas. La magia que llaman magia primigenia. El poder de curación que conocéis como el poder del corazón... Todos esos dones son regalos suyos. Regalos para ti.
—Si los otorgó, ¿por qué tienen que robarlos los muertos para ella? —se preguntó quedamente Dalamar—. ¡Mira! ¡Mira eso! —El elfo señalaba el estanque.
—Ya lo veo —repuso Palin.
Las cabezas de los cinco dragones que guardaban lo que fuera antaño el Portal al Abismo empezaban a brillar con un resplandor espeluznante, una roja, una azul, una verde, una blanca, una negra.
—Qué necios hemos sido —rezongó Palin.
—Arrodíllate y ofrece tus plegarias de fe y de gracias al dios Único —ordenó Mina a Goldmoon—. A la única deidad que permaneció leal a su creación.
—¡No! ¡No creo lo que me dices! —gritó Goldmoon, incorporándose rápidamente—. Has sido víctima de un engaño, pequeña. Conozco a esa deidad única. La conozco desde hace mucho tiempo. Conozco sus trucos, sus mentiras y sus argucias. —Volvió la vista hacia las cinco cabezas de dragón—. ¡No creo tus mentiras, Takhisis! —gritó, desafiante—. Jamás creeré que el bendito Paladine y la bendita Mishakal nos dejaran a tu merced!