Esta entretenida situación se prolongó muchísimo tiempo, tanto que Tas empezó a aburrirse un poco de ella. Una persona puede quedarse mirando la oscuridad impenetrable sólo un cierto período de tiempo antes de ocurrírsele que le gustaría un cambio. Hasta dar volteretas en tiempo y espacio (si era eso lo que hacían, cosa de la que Tas no estaba seguro, ni mucho menos) acaba por oler a rancio tras estar haciéndolo durante un buen rato. Finalmente uno llega a la conclusión de que es preferible que te aplaste el pie de un gigante que tener a un gnomo chillando sin parar en tu oído (tremenda capacidad pulmonar la de los gnomos, por cierto) y casi arrancándote la mano de la muñeca.
La situación continuó otro buen rato hasta que Tasslehoff y Acertijo aterrizaron —chocaron— contra algo que era blando y fangoso y que olía intensamente a barro y agujas de abeto. No fue una caída suave, y acabó bruscamente con el aburrimiento del kender y los chillidos del gnomo.
Tasslehoff yacía de espaldas, abriendo y cerrando la boca en un intento desesperado de llevar a los pulmones lo que probablemente sería el último aire que inhalaría. Miró a lo alto, esperando ver el enorme pie de Caos suspendido sobre él. Sólo disponía de unos pocos segundos para explicarle la situación a Acertijo, que estaba a punto de ser espachurrado sin saberlo.
—Vamos a tener una muerte de héroes —dijo cuando logró aspirar la primera bocanada de aire.
—¿Qué? —chilló el gnomo, también con la primera bocanada de aire que aspiraba.
—Que vamos a tener una muerte de héroes —repitió Tasslehoff.
Entonces, de repente, se dio cuenta de que no.
Absorto en preparar tanto al gnomo como a sí mismo para el inminente deceso, no había mirado el entorno con atención, sino que había dado por sentado que lo que vería sería la fea planta del pie de Caos. Ahora que tuvo tiempo para observar, vio sobre él no un pie, sino las agujas de abeto que goteaban por la lluvia de una tormenta.
Tasslehoff se tanteó la cabeza para comprobar si se había dado un fuerte golpe, porque sabía por experiencia que los golpetazos en el cráneo le hacían ver a uno las cosas más extrañas, aunque por lo general esas cosas eran estrellas estallando, no agujas de abeto goteando lluvia. Sin embargo, no encontró rastro de golpes en su cabeza.
Al oír que Acertijo inhalaba hondo para, a buen seguro, lanzar otro de aquellos penetrantes chillidos, Tasslehoff levantó la mano en un gesto imperioso.
—Chist —instó en un susurro tenso—. Creo que he oído algo.
Bueno, a decir verdad, no había oído nada. Vale, sí. Había oído la lluvia cayendo de las agujas del abeto, pero no había oído nada ominoso, como implicaba su tono. Sólo había fingido para frenar los chillidos del gnomo. Por desgracia, como sucede frecuentemente con los pecadores, recibió el castigo inmediato a su falta, porque sí oyó algo ominoso: el chocar metálico de acero contra acero, seguido de un ensordecedor estallido.
Con su experiencia como héroe, Tas sólo sabía de dos cosas que sonaran así: el entrechocar de espadas y las bolas de fuego al explotar contra cualquier cosa.
Lo siguiente que escuchó fue otro chillido, sólo que esta vez, afortunadamente, no era Acertijo. El grito se había producido a cierta distancia y tenía el definido sonido de un goblin muriendo, una posibilidad que reafirmó el asqueroso tufo de pelo de goblin quemado. El chillido cesó bruscamente, y a continuación se oyó un ruido estrepitoso, como de cuerpos grandes corriendo por un bosque bajo agujas de abeto goteantes. Pensando que podrían ser más goblins y consciente de que el momento no era el más indicado para topar con ese tipo de criaturas, sobre todo con las que acaban de recibir la descarga de una bola de fuego, Tasslehoff reptó sobre el vientre hacia el cobijo de un abeto de ramas bajas arrastrando a Acertijo tras de sí.
—¿Dónde estamos? —demandó el gnomo mientras levantaba la cabeza del barro en el que se hallaban tirados—. ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Cuándo vamos a regresar?
Todas ellas preguntas sensatas y lógicas. «Típico de un gnomo ir directo al grano», pensó Tas.
—Lo siento, pero no lo sé —contestó mientras oteaba entre las agujas de abeto mojadas, intentando ver qué pasaba. El ruido estruendoso sonaba cada vez más fuerte, lo que significaba que se iban acercando—. Ninguna de las tres cosas.
Acertijo se quedó boquiabierto, tanto que cuando cerró la boca tenía la barbilla manchada de barro.
—¿Cómo que no lo sabes? —instó, indignado—. Tú nos has traído aquí.
—No —respondió muy digno Tas—. Yo no lo hice. Esto nos trajo aquí. —Señaló el ingenio para viajar en el tiempo que sostenía en la mano—. Donde se suponía que no debía.
Al advertir que Acertijo hacía otra inhalación profunda, Tas le asestó una mirada fulminante.
—Así que supongo que, después de todo, no lo arreglaste bien —sentenció.
El gnomo soltó el aire con un ruido de fuelle. Miró el ingenio de hito en hito, masculló algo sobre esquemas extraviados y falta de directivas internas, tras lo cual alargó la mano cubierta de barro.
—Pásamelo. Le echaré una ojeada.
—No, muchas gracias —dijo Tas, que metió el artilugio en uno de sus saquillos y cerró la solapa—. Creo que lo mejor es que lo guarde. ¡Y cállate de una vez! —Tasslehoff llevó el dedo a los labios y volvió a escudriñar por debajo de la rama del abeto—. No descubras que estamos aquí.
Al contrario que la mayoría de gnomos, que jamás ven nada aparte del interior del Monte Noimporta, Acertijo era un viajero veterano que había corrido muchas aventuras, de las cuales no había disfrutado lo más mínimo. Interrumpían el trabajo de uno. Pero había aprendido una lección importante: lo mejor para sobrevivir a una aventura era quedarse escondido en algún sitio oscuro y cómodo y mantener la boca cerrada. En eso era muy bueno.
Acertijo era tan bueno escondiéndose que cuando Tasslehoff, que no era en absoluto bueno en ese tipo de cosas, empezó a levantarse con una exclamación alegre para ir al encuentro de dos humanos que acababan de salir corriendo del bosque, el gnomo agarró al kender con una fuerza nacida del terror y lo obligó a agacharse de nuevo.
—En nombre de todo lo que es combustible, ¿qué demonios haces? —increpó.
—No son goblins quemados, como pensé al principio —argumentó Tas mientras señalaba—. Ese hombre es un Caballero de Solamnia. Lo sé por su armadura. Y el otro es un mago. Lo sé por la túnica. Sólo voy a saludarles y a presentarme.
—Si hay algo que he aprendido en mis viajes —dijo Acertijo en un ahogado susurro—, es que uno no se presenta nunca a alguien que blande una espada o que viste túnica de hechicero. Se deja que sigan su camino y uno sigue por el suyo.
—¿Has dicho algo? —preguntó el mago desconocido, volviéndose hacia su compañero.
—No —contestó el caballero al tiempo que levantaba la espada y escudriñaba atentamente a su alrededor.
—Bueno, pues alguien habló —insistió el mago con tono sombrío—. He oído claramente unas voces.
—Pues yo no oigo nada con los latidos de mi corazón. —El caballero hizo una pausa, escuchó, y después sacudió la cabeza—. No, no oigo nada. ¿Cómo sonaban? ¿A voces de goblins?
—No —repuso el mago que escrutaba las sombras.
Por su aspecto, el hombre era solámnico, ya que tenía el cabello rubio y largo, sujeto en una coleta para que no le estorbara. Sus ojos eran azules, penetrantes, intensos. Vestía una túnica que parecía roja, pero que ahora estaba tan manchada de barro, humo y sangre que no se distinguía bien el color a la luz grisácea del lluvioso día. Un atisbo de cordón dorado se apreciaba en los puños y en el dobladillo.