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De pronto se quedó parado, y el mundo era el que giraba, y todo era una gran mancha de colores arremolinados, y él no sabía si estaba cabeza abajo o cabeza arriba, y Acertijo sé encontraba a su lado, chillando. Entonces todo se puso oscuro, muy oscuro.

En medio de la oscuridad, de los giros y de los chillidos, Tasslehoff sólo estaba pendiente de una idea, un pensamiento importante. Tan importante que se aseguró de retenerlo con toda la fuerza de su mente y no dejarlo escapar.

«He encontrado el pasado...»

8

La llegada del dios

Llovía en las llanuras de Solamnia. Había estado lloviendo sin interrupción desde la aplastante derrota que las tropas de Mina habían infligido a los caballeros en la ciudad de Solanthus. Nada más haber ocupado la urbe, Mina había anunciado a los caballeros supervivientes que la siguiente ciudad que se proponía tomar era la de Sanction. También les había dicho que pensaran en el poder del dios Único, responsable de su derrota. Hecho esto, les había permitido marcharse libremente para que propagaran la palabra del Único.

Los caballeros no tuvieron otra opción que obedecer tristemente la orden de su conquistadora. Cabalgaron durante días bajo la lluvia, en dirección a la casa solariega de lord Ulrich, localizada a unos ochenta kilómetros al este de Solanthus. La lluvia era fría y lo empapaba todo, de modo que los caballeros y los escasos componentes de sus menguadas fuerzas iba calados hasta los huesos, cubiertos de barro y temblando de frío. Los heridos que llevaban cayeron presa de la fiebre y muchos murieron.

Lord Nigel, Caballero de la Corona, fue uno de los que fallecieron. Lo enterraron bajo un túmulo de piedras con la esperanza de que en algún momento, más adelante, sus parientes pudieran trasladar el cadáver para darle debida sepultura en la cripta familiar. Mientras ayudaba a apilar las pesadas piedras sobre el cadáver, Gerard no pudo evitar pensar si el alma de lord Nigel habría ido a unirse al ejército que había derrotado a los Caballeros de Solamnia; un ejército de muertos. En vida, lord Nigel habría derramado hasta la última gota de su sangre antes que traicionar a la caballería. En la muerte, podría convertirse en su enemigo.

Gerard había visto los espíritus de otros caballeros solámnicos deslizándose en la horrenda corriente del río de almas. Suponía que los muertos no tenían alternativa, que se unían a ese ejército a la fuerza, coaccionados. Mas ¿a quién servían? ¿A esa chica, Mina? ¿O a alguien o algo mucho más poderoso?

La casa solariega de lord Ulrich era de diseño sencillo. Construida con piedra extraída de la misma zona donde se alzaba, la casa era sólida, maciza, con torres cuadradas y gruesos muros. Lord Ulrich había ordenado a su escudero que se adelantara para avisar a su esposa de que se dirigían hacia allí, y a su llegada los caballeros encontraron las chimeneas encendidas, juncos frescos cubriendo los suelos, pan recién hecho y vino caliente con azúcar y especias. Los caballeros comieron y bebieron, se calentaron junto al fuego y secaron sus ropas. Después se reunieron en consejo para tratar de decidir qué hacer a continuación.

Su primer movimiento era obvio, y enviaron jinetes a galope tendido a Sanction para alertar a la ciudad de que los Caballeros de Neraka, tras tomar Solanthus, amenazaban con marchar seguidamente sobre Sanction. Antes de que Solanthus cayera, tal idea habría provocado los resoplidos desdeñosos de los caballeros. Los caballeros negros tenían sitiada Sanction desde hacía meses sin ningún resultado. La presencia de los solámnicos aseguraba que el puerto permaneciera abierto y que los suministros entraran en la ciudad, de manera que, si bien los habitantes de la urbe asediada no vivían bien, tampoco pasaban hambre. Los solámnicos habían estado a punto de romper el cerco en una ocasión, pero su tentativa fracasó por un extraño infortunio. El sitio continuó al haber equilibrio entre los dos bandos, sin que ninguno hiciera ningún progreso contra el otro.

Pero eso había sido antes de que Solanthus cayera por el ataque de un ejército de muertos, de dragones, de una chica llamada Mina y del dios Único.

Todo ello ocupó un lugar prominente en las discusiones y argumentos que resonaron por todo el gran salón de la casa solariega. La estancia, grande y rectangular, tenía las grises paredes de piedra cubiertas con unos cuantos tapices espléndidos que representaban escenas ilustrativas de textos de la Medida. Velones de cera alumbraban el salón. No había sillas suficientes, de modo que los caballeros permanecían de pie, agrupados alrededor de sus jefes, que se sentaban tras una gran mesa ornamentada con tallas.

A todos se les permitió expresar su opinión. Lord Tasgall, oficial superior de la Orden de la Rosa y cabeza del Consejo de Caballeros, los escuchó a todos pacientemente, en silencio, incluida Odila, cuya opinión no era nada grata de oír.

—Fuimos derrotados por un dios —les dijo, mientras los demás rebullían, murmuraban e intercambiaban miradas recelosas—. ¿Qué otro poder en Krynn podría haber lanzado a las almas de los muertos contra nosotros?

—Nigromantes —sugirió lord Ulrich.

—Los nigromantes animan los cuerpos de los muertos —puntualizó Odila—. Sacan esqueletos de la tierra para luchar contra los vivos. Nunca han tenido poder sobre los espíritus de los muertos.

Los otros caballeros se mostraban cabizbajos, adustos. Parecían —y se sentían— derrotados. Por el contrario, Odila hacía gala de un nuevo ímpetu, de exaltación. Su negro cabello húmedo brillaba con la luz del fuego y sus ojos relucían al hablar del dios.

—¿Y qué pasa con los caballeros muertos, como lord Soth? —argüyó lord Ulrich. El rechoncho caballero había perdido mucho peso durante el largo y desalentador viaje. Alrededor de la boca le colgaban pliegues de piel floja; su rostro, habitualmente alegre, tenía una expresión solemne, y sus ojos chispeantes estaban apagados.

—Vuestro comentario ratifica mi idea, milord —repuso fríamente Odila—. Sobre Soth cayó la maldición de los dioses. Sólo una deidad tiene semejante poder, y ésta es poderosa. —Alzó la voz para hacerse oír sobre los gritos de furia y las palabras de denuncia.

»¡Lo habéis visto con vuestros propios ojos! ¿Qué otra fuerza podría crear legiones de almas y exigir la lealtad de los dragones? ¡Los visteis! Los visteis sobre las murallas de Solanthus, Rojos, Blancos, Negros, Verdes y Azules. No estaban allí a las órdenes de Beryl. Ni al servicio de Malys o de cualquier otro de los señores supremos. Estaban al mando de Mina. Y Mina estaba allí al servicio del Único.

Las palabras de Odila quedaron ahogadas por los abucheos, pero esa reacción significaba que había tocado el punto flaco en sus armaduras. Nadie podía negar una sola palabra de lo que había dicho.

Lord Tasgall, el caballero de más edad, canoso, recto, severo en gesto y compostura, llamó al orden a gritos repetidamente mientras golpeaba la mesa con la empuñadura de su espada. Finalmente el alboroto cesó. Tasgall miró a Odila, que permanecía de pie, con la cabeza bien levantada en un gesto desafiante y el rostro acalorado.

—¿Y qué propones...? —empezó. Y cuando uno de los caballeros dejó escapar un siseo, el oficial superior lo silenció con una mirada fulminante.

—Somos gente de fe —dijo Odila—. Siempre lo hemos sido. Creo que este dios intenta hablarnos y que deberíamos escuchar...

De nuevo se alzó un alboroto de voces iracundas mientras muchos de los presentes agitaban los puños.

—¡Un dios que trae la muerte! —gritó uno que había perdido a su hermano en la batalla.

—Y los antiguos dioses, ¿qué? —replicó Odila también a voz en cuello—. ¡Arrojaron una montaña de fuego sobre Krynn!

Aquello hizo que algunos caballeros se callaran al quedarse sin argumentos, pero otros siguieron gritando y protestando, iracundos.

—Muchos solámnicos perdieron la fe tras el Cataclismo —siguió Odila—. Afirmaban que los dioses nos habían abandonado. Entonces, durante la Guerra de la Lanza, descubrimos que habíamos sido nosotros los que los abandonamos a ellos. Al acabar la Guerra de Caos, cuando despertamos y supimos que ya no estaban los dioses, clamamos contra ellos por abandonarnos. Puede que esta vez no sea así. Quizá la tal Mina es una segunda Goldmoon, que viene a traernos la verdad. ¿Cómo vamos a saberlo hasta no haberlo investigado? ¿Hasta que no hayamos hecho preguntas?