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—Ahora me dirijo a ti, Palin Majere —dijo Mina, y al mago le pareció que podía ver los ojos color ámbar brillando a través de la puerta protegida con magia—. Tu tío, Raistlin Majere, tuvo la fuerza y el coraje de desafiar al Único en batalla. Y tú, su sobrino, ¿qué haces escondiéndote del Único como un niño que tiene miedo al castigo? ¡Qué gran decepción has sido! Para tu tío, para tu familia, para ti mismo. Ella ve tu corazón, el hambre que anida en él. Sírvela, Majere, y serás más grande que tu tío, más venerado, más reverenciado. ¿Aceptas, Majere?

—Si hubieses venido antes a mí, Mina, tal vez te habría creído —respondió Palin—. Sabes cómo hablar a la parte oscura del alma. Pero el momento ha pasado. Mi tío, se encuentre donde se encuentre su espíritu, no se avergüenza de mí. Mi familia me ama, aunque yo haya hecho muy poco para merecerlo. Doy las gracias a esa deidad tuya por abrirme los ojos, por hacerme ver que, aunque sea lo único bueno que he hecho en esta vida, he amado y he sido amado. Y eso es lo único realmente importante.

—Un sentimentalismo ridículo, Majere —repuso Mina—. Lo escribiré sobre tu tumba. ¿Y tú que dices, elfo oscuro? ¿Has tomado una decisión? Espero que no seas tan estúpido como tu amigo.

Por fin habló Dalamar, pero no dirigiéndose a Mina, sino mirando la llama azul que ardía en el centro del estanque de agua oscura.

—He contemplado el cielo nocturno y he visto la luna negra, y me ha emocionado saber que mis ojos eran unos de los pocos que podían vislumbrarla. He oído la voz del dios Nuitari y me he deleitado con su bendito contacto mientras lanzaba mis hechizos. Hace mucho tiempo, la magia latía, bullía y chispeaba en mi sangre. Ahora sale arrastrándose de mis dedos como gusanos emergiendo de un cadáver descompuesto. Prefiero ser ese cadáver que esclavo de quien teme tanto a los vivos que sólo puede confiar en servidores muertos.

La palma de una mano golpeó la puerta, y ésta y la salvaguardia que la protegía se hicieron añicos.

Mina entró en la Cámara. Sola. El chorro de llamas que ardía en el estanque brilló en su negra armadura, ardió en su corazón y en sus ojos ambarinos. Arrancó destellos en el cabello rojo y casi rapado. La joven irradiaba poder y majestad, pero Palin advirtió que sus ojos estaban enrojecidos e hinchados, que las lágrimas de pesar por la muerte de Goldmoon habían dejado sucios surcos en su cara. Palin comprendió entonces la profundidad de la perfidia de la Reina Oscura, y nunca odió tanto a Takhisis como en ese momento. No por lo que le hubiera hecho o estuviera a punto de hacerle a él, sino por lo que le había hecho a Mina y a otros muchos inocentes como ella.

Temerosos de los poderosos hechiceros, los caballeros de Mina se habían quedado rezagados en la umbrosa escalera. La voz de Dalamar entonó un cántico, pero las palabras sonaron farfulladas, sin fluidez, y su voz fue perdiendo fuerza hasta apagarse por completo. Palin intentó desesperadamente invocar la magia, pero el conjuro se disolvió en sus manos, escapó entre sus dedos como los granos de arena de un reloj roto.

—No sois nada sin la magia. Miraos. —Mina les dirigió una sonrisa desdeñosa—. Sois dos patéticos viejos, acabados y desvalidos. Postraos ante ella. ¡Rogadle que os devuelva la magia! Atenderá vuestras súplicas.

Ninguno de los dos hechiceros se movió ni habló.

—Sea —dijo Mina.

Alzó la mano y unas llamas surgieron de las puntas de los dedos. El fuego verde, azul y rojo, blanco, y el negro rojizo de unas ascuas, iluminó la Cámara de la Visión. Las llamas se fundieron para formar dos lanzas forjadas con la magia. La primera la arrojó contra Dalamar.

La lanza se hundió en el pecho del elfo y lo clavó contra la pared de la Cámara. Durante un momento quedó empalado en la abrasadora asta mientras su cuerpo se consumía. Después, la cabeza cayó sobre el torso y el elfo colgó inerte.

Mina hizo una pausa sin soltar la otra lanza y miró a Palin.

—Suplica —le dijo—. Pídele que te perdone la vida.

Palin apretó los labios. Experimentó un instante de terror y después el dolor atravesó su cuerpo. Era un dolor tan espantoso, tan intenso, que llevaba en sí mismo una bendición. Hizo que su último pensamiento fuera un deseo vehemente de que la muerte llegara.

2

La importancia del gnomo

Dalamar le había preguntado a Palin si comprendía la importancia de la presencia del gnomo.

Palin no lo había entendido en ese momento, y tampoco Tasslehoff. Pero el kender lo comprendía ahora. Estaba sentado en una pequeña y aburrida habitación de la Torre de la Alta Hechicería, un cuarto en el que no había nada interesante, sólo mesas de aspecto deprimente, algunas sillas de respaldo rígido y unas pocas chucherías que eran demasiado grandes para que entraran en un saquillo. No tenía nada que hacer excepto mirar por la ventana para ver sólo un número inmenso de cipreses —más de los que eran absolutamente necesarios, en opinión de Tas— y los espíritus de los muertos vagando sin rumbo entre ellos. Su otra opción era mirar cómo revisaba Acertijo las piezas del fragmentado ingenio de viajar en el tiempo. Porque ahora Tasslehoff entendía de sobra la importancia del gnomo.

Tas no recordaba cuánto tiempo hacía exactamente, porque el tema del tiempo se había vuelto muy embrollado para él con ese lío de saltar a un futuro que luego resultó que no era el adecuado y después acabar en este futuro, donde todos querían enviarlo de regreso al pasado para que muriera. Fuera como fuese, hacía mucho tiempo, Tasslehoff había ido a parar —aunque no por culpa suya (bueno, quizás un poco, sí)— al Abismo.

Dando por sentado que el Abismo tenía que ser un lugar espantoso en el que ocurría todo tipo de cosas horribles —como demonios torturando a gente eternamente—, Tas había sufrido una terrible decepción al descubrir que, de hecho, el Abismo era aburrido. Aburrido a más no poder. No ocurría nada interesante. Tampoco ocurría nada sin interés. No ocurría nada en absoluto a nadie, nunca. No había nada que ver, nada que coger, nada que hacer, ningún sitio adonde ir. Para un kender, era el infierno.

La única idea de Tas había sido salir de allí. Llevaba consigo el ingenio para viajar en el tiempo, el mismo que tenía ahora. El ingenio se había roto, igual que ahora. Tas había topado con un gnomo, parecido al que ahora se sentaba enfrente de él. El gnomo había arreglado el ingenio, del mismo modo que éste se afanaba en arreglarlo ahora. La gran diferencia era que entonces Tasslehoff había querido que el gnomo arreglara el ingenio, y ahora no quería.

Porque cuando el ingenio de viajar en el tiempo estuviera arreglado, Palin y Dalamar lo utilizarían para enviarlo —a él, Tasslehoff Burrfoot— hacia atrás en el tiempo, al momento en el que el Padre de Todo y de Nada lo espachurraría y lo convertiría en el triste fantasma de sí mismo que había visto deambulando sin rumbo por Foscaterra.

—¿Qué hiciste con este ingenio? —rezongó Acertijo, malhumorado—. ¿Pasarlo por una picadora de carne?

Tasslehoff cerró los ojos para no tener que ver al gnomo, pero lo veía de todos modos; veía su cara de tez morena y su cabello ralo que flotaba alrededor de su cabeza como si tuviera un dedo metido continuamente en uno de sus inventos, quizás el «blupiti-blup preambulante accionado por vapor» o el «corta rábanos autobobinado locomotriz». Y, lo que era peor aún, Tas podía ver el brillo de inteligencia en los negros ojillos del gnomo. Ya había visto ese brillo antes, y empezaba a sentirse mareado. «¿Qué hiciste con este ingenio? ¿Pasarlo por una picadora de carne?»; una pregunta parecida le había hecho el gnomo anterior la vez anterior.

A fin de aliviar la sensación de mareo, Tasslehoff apoyó la cabeza coronada por el copete (en el que sólo se veían algunas hebras grises aquí y allí) sobre las manos, en la mesa. En lugar de desaparecer, el incómodo mareo se desplazó desde la cabeza hasta el estómago, y desde allí se extendió al resto del cuerpo.