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Mina se volvió hacia el sarcófago, puso las manos sobre el ámbar y se inclinó para mirar el rostro inmóvil y sosegado de Goldmoon.

—Me hablaste de los dioses que habían existido pero que ya no estaban. Fui a buscarlos... ¡Por ti! —La voz de Mina tembló—. Te traje al Único, madre. El Único te devolvió la juventud y la belleza. Pensé que eso te complacería. ¿Qué hice mal? No lo entiendo. —Sus manos acariciaron el féretro como si alisaran una manta. Parecía perpleja—. Cambiarás de parecer, querida madre. Acabarás comprendiéndolo...

—Mina... —empezó Galdar, inquieto—. Lo siento. No lo sabía. Perdóname.

La joven asintió en silencio, sin volver la cabeza. Galdar carraspeó.

—¿Cuáles son tus órdenes respecto al kender? —preguntó.

—¿El kender? —repitió Mina, sin prestar apenas atención.

—El kender y el artefacto mágico. Dijiste que estaban en la Torre.

Mina levantó la cabeza. Las lágrimas brillaban en sus mejillas; estaba pálida y tenía los ojos color ámbar muy abiertos. Sus labios formaron las palabras «el kender», pero no las pronunciaron en voz alta. Frunció el entrecejo.

—Sí, por supuesto, id por él. ¡Rápido! ¡Date prisa!

—¿Sabes dónde está, Mina? —preguntó, vacilante, el minotauro—. La Torre es inmensa, y hay muchas habitaciones.

La joven alzó la cabeza, miró directamente a la ventana donde se encontraba Tas, y señaló.

—Acertijo —dijo Tasslehoff en una voz que no le sonó como la suya, sino como la de una persona totalmente desconocida, la de alguien verdaderamente asustado—. Tenemos que salir de aquí. ¡Ahora!

—Bien, ya está acabado —anunció el gnomo mientras le mostraba el artilugio, orgulloso.

—¿Seguro que funcionará? —quiso saber Tas, ansioso. Le llegaba el sonido de pisadas en la escalera, o al menos le pareció oírlas.

—Por supuesto —manifestó Acertijo, ceñudo—. Como si fuera nuevo. Por cierto, ¿qué hacía cuando estaba nuevo?

El corazón de Tas, que había brincado esperanzado con la primera parte de la frase del gnomo, se encogió al oír eso último.

—¿Cómo sabes que funciona si no sabes para lo que sirve? —demandó. Ahora no cabía duda de que sonaban pisadas—. No importa. Venga, dámelo. ¡Deprisa!

Palin había cerrado la puerta con un conjuro, pero Palin había... Palin ya no estaba allí, así que Tas suponía que el hechizo de cierre tampoco estaba ya. Oía pisadas y jadeos de respiración trabajosa. Imaginó al enorme y pesado minotauro subiendo los escalones.

—Al principio pensé que era un pelador de patatas —decía Acertijo, que sacudió el ingenio de forma que la cadenea tintineó—. Pero es demasiado pequeño, y no tiene un elevador hidráulico. Entonces pensé que...

—Es un ingenio con el que puedes viajar en el tiempo. Y eso es lo que voy a hacer con él, Acertijo —manifestó Tas—. Viajar hacia atrás en el tiempo. Te llevaría conmigo, pero no creo que te gustara el sitio a donde voy, que es a la Guerra de Caos, para que me aplaste el pie del gigante. Verás, por mi culpa todos a los que quería han muerto, y si regreso, no estarán muertos. Yo sí, pero eso no importa, porque ya lo estoy...

—Una gratinadora de queso —siguió el gnomo, que observaba el ingenio con gesto pensativo—. Oh, con unas cuantas modificaciones podría serlo. O también una picadora de carne, o un...

—Da igual. Dame el cacharro —instó Tasslehoff, que respiró hondo para infundirse valor—. Gracias por arreglarlo. Odio tener que dejarte aquí, en la Torre de la Alta Hechicería, con un furioso minotauro y los caballeros negros, pero es posible que una vez que me haya ido, ellos se marchen también. ¿Quieres pasarme el ingenio, por favor?

Las pisadas no se oían, pero sí los jadeos. La escalera era empinada y traicionera; el minotauro había tenido que hacer un alto para recobrar el aliento.

—¿Una combinación de caña de pescar y horma de zapato? —conjeturó el gnomo.

Las pisadas del minotauro sonaron de nuevo.

Tas se dio por vencido. Uno podía ser amable, pero sólo hasta cierto punto. Sobre todo con un gnomo. Lanzó la mano hacia el ingenio.

—¡Trae eso aquí! —gritó.

—¿No irás a romperlo otra vez? —inquirió Acertijo, que mantenía el artilugio fuera del alcance de Tas.

—¡No voy a romperlo otra vez! —contestó el kender con firmeza. Se lanzó a por él de nuevo, y consiguió asirlo y quitárselo al gnomo de un tirón—. Si miras con atención, verás cómo funciona. Espero —terminó, entre dientes.

Sostuvo el ingenio y rezó una corta plegaria para sus adentros.

«Sé que no puedes oírme, Fizban... O quizá sí puedes, pero estás tan decepcionado conmigo que no quieres oírme. Lo lamento de verdad. Lo siento mucho, mucho. —Las lágrimas humedecieron sus ojos—. No era mi intención causar todo este lío. Sólo quería hablar en el funeral de Caramon, decirle a todo el mundo lo buen amigo que había sido para mí. No era mi intención que ocurriera esto. ¡Nunca! Así que, si me ayudas a volver para morir, me quedaré muerto. Lo prometo.»

—No hace nada —rezongó Acertijo—. ¿Estás seguro de haberlo enchufado?

Tas oyó las pisadas cada vez más fuertes, y sostuvo el ingenio por encima de la cabeza.

—Las palabras del conjuro. Tengo que pronunciar las palabras del conjuro. Sé qué palabras son —dijo el kender, tragando saliva con esfuerzo—. Empieza... Empieza... Tu tiempo es el tuyo propio... Pero a través de él te desplazas... No, no es así. Viajas. A través de él viajas... y algo más, algo que se expande...

Las pisadas sonaban tan cerca que sentía temblar el suelo. El sudor le perló la frente. Volvió a tragar saliva y miró el ingenio como si éste pudiera ayudarlo. Al no ocurrir así, lo sacudió.

—Ahora entiendo cómo se rompió —dijo Acertijo con tono severo—. ¿Vas a tardar mucho? Creo que viene alguien.

—Ase firmemente el final y acabarás al final. No, no es así —gimió Tas, desalentado—. Está todo mal. ¡No recuerdo las palabras! ¿Qué demonios me pasa? Me las sabía de carrerilla, podía recitarlas haciendo el pino. Lo sé porque Fizban me hizo ponerme así para decirlas...

Retumbó un golpetazo en la puerta, como si el macizo hombro de un minotauro hubiera arremetido contra la hoja.

Tas cerró los ojos para intentar no oír lo que pasaba al otro lado de la puerta.

—Fizban me hizo recitarlas haciendo el pino y diciéndolas al revés. Era un día luminoso, soleado. Estábamos en un verde prado, y el cielo era azul y tenía esas nubes blancas como borregos, y los pájaros cantaban, y también cantaba Fizban hasta que le pedí amablemente que no...

Se produjo otro fortísimo estruendo y el ruido de madera astillada.

Tu tiempo es el tuyo propio. Pero a través de él viajas. Ves su expansión. Gira y gira en un movimiento continuo. Que no se obstruya su flujo. Ase firmemente el final y el principio. Rétalos hacia adelante sobre sí mismos. Todo lo que se baila suelto quedará asegurado. El destino de ti dependerá.

Las palabras fluyeron por el cuerpo de Tas tan cálidas y brillantes como el sol de aquel día de primavera. Ignoraba de dónde provenían y tampoco se entretuvo en preguntarlo.

El ingenio empezó a emitir un intenso fulgor, resplandecientes las gemas.

La última sensación que percibió Tas fue una mano agarrando la suya. El último sonido que oyó fue la voz de Acertijo, gritando empavorecido.

—¡Espera! Hay una tuerca suelta...

Y entonces toda sensación y todo sonido desaparecieron en la maravillosa y excitante bocanada de magia.

3

El castigo por fracasar

—El kender se ha ido, Mina —informó Galdar al salir de la Torre.

—¿Ido? —La joven se volvió, dando la espalda al sarcófago de ámbar que guardaba el cuerpo de Goldmoon, para mirar al minotauro—. ¿Qué quieres decir? ¡Eso es imposible! ¿Cómo pudo escapar...?