El ocaso de la magia
D.J. Heinrich
Prólogo
Hay muchas razones por las que uno debe escribir sus memorias.
Los diarios de los grandes estadistas siempre proporcionan relatos excelentes. A veces es importante dejar un testimonio escrito para los hijos; a veces para rendir un homenaje a los amigos.
Flinn el Poderoso fue el más grandioso héroe de Penhaligon.
Encarnaba el espíritu del Quadriviaclass="underline" el honor, el valor, la fe y la gloria, los Cuatro Pilares del reino. Yo inicié su preparación con la esperanza de que algún día me sucediese como alcaide del Castillo de los Tres Soles. No fue así.
Todos han oído hablar de su batalla final que entabló con Verdilith, el gran Dragón Verde. Y, a pesar de que, con la ayuda de Vencedrag, le dejó lisiada una de las patas delanteras, la bestia asestó un golpe mortal a Flinn antes de que pudiera rematarla. Su cuerpo fue entregado al fuego con los honores propios de un caballero, y su espada, Vencedrag, quedó en posesión de su amada escudero, Johauna Menhir: una joven admirable.
Verdilith tenía un aliado en el Castillo de los Tres Soles, un misterioso hechicero cuyo verdadero nombre era Teryl Uro. Este mago había forjado el abatón, una caja que anulaba el poder de la magia.
Uro se las ingenió para que aquella caja, que tantos estragos podía causar, fuese a parar a Armstead –una aldea de magos–. Jo y sus compañeros, Braddoc Briarblood, Karleah Kunzay y Dayin, el muchacho montaraz, se dirigieron a Armstead para interceptar la caja, pero llegaron demasiado tarde. La energía mágica de Armstead ya había activado el abatón, convertido ahora en una puerta dimensional entre Mystara y el mundo de los abelaat, de donde provenía el propio Teryl Uro. Cuando llegaron Jo y sus amigos, el abatón se había abierto, lo que había provocado la destrucción de la aldea con todos sus habitantes.
Verdilith le seguía los pasos al portador de Vencedrag. El gran Dragón Verde asesinó a uno de los compañeros de Jo, adquirió su apariencia para infiltrarse entre ellos e intentó seducirla. Inspirado por su retorcida mente y la maldad de su corazón, llegó al extremo de adquirir la forma física de Fain Flinn con la esperanza de engañar a Jo, pero la muchacha pudo entrever a través de su aspecto externo la terrible bestia que llevaba en su interior. Con la ayuda de Vencedrag, Jo acabó con el dragón, vengando así la muerte de Flinn, su único amor.
Como ya he dicho, Jo era una joven admirable. Se sacrificó más de lo que cualquier caballero le hubiese pedido, y dio de sí misma más que cualquier héroe.
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Johauna se despertó sobresaltada, sintiendo los agitados latidos de su corazón. Acercó hacia sí las dos mitades de Vencedrag y se aferró a la sensación de protección que la espada le proporcionaba, pero el helado metal le quemaba la piel. Cuando se dio cuenta de que, a pesar del frío, el dolor y la urgencia de su misión, se había quedado dormida, el pánico se apoderó de ella. Ni siquiera se acordaba de haberse detenido a descansar y ya la cubría una fina capa de nieve.
El viento de las montañas de Picos Negros silbaba sin piedad a su alrededor, y sintió el deseo de ser transportada a un sitio cálido y seguro. Se había refugiado bajo un saliente de pizarra negra, y había apretujado los brazos contra el pecho de forma protectora con tanta fuerza que los hombros se le habían hinchado por la tensión. Advirtió que había intentado encender una hoguera, aunque no podía imaginarse de dónde había sacado las ramitas y pequeños trozos de madera que ahora estaban cubiertos por una insignificante capa de nieve. Recordaba haber usado a Vencedrag para hacer chispas.
Jo movió el brazo para sacudirse la nieve con un gesto que le hizo sentir aún más frío. Cerró los ojos para tratar de recordar cómo había llegado a las montañas de Picos Negros sin protección alguna. El frío y la nieve le obnubilaban los pensamientos, pero se hizo el firme propósito de no dormirse para poder sobrevivir. Algunos recuerdos dispersos de Armstead, como la oscuridad que inundaba su cielo, acudieron a su memoria. Soñolientas imágenes del abatón, del nombre de Teryl Uro, así como de la muerte de Verdilith, el Dragón Verde, desfilaron por su mente. El nombre de Fain Flinn también acudió a su memoria, pero había dos cosas que parecían tener más relevancia incluso que la muerte de su amado Flinn: la oscuridad que provocaba el abatón y la necesidad de matar a Teryl Uro.
—¡Muy bien escudero! –se dijo en un susurro, intentando mantener los ojos abiertos a pesar de la escarcha que los cubría–. ¡Hay que moverse…! Después de descansar un ratito…
Se despertó en un mundo distinto. Un extraño calor fluía por sus piernas, lo que la indujo a pensar que había perdido la sensibilidad debido al intenso frío; aunque eso no explicaba el olorcillo a comida que se podía percibir ni el hecho de que Vencedrag no estuviese en su regazo.
Al incorporarse súbitamente, sus ojos se inundaron de una oscuridad salpicada de diminutas estrellas; en sus oídos se agolpaba el sonido del océano. Se palpó la cara con las manos vendadas, y descubrió numerosas llagas que escocían bajo los efectos de un ungüento, aplicado para curar la piel que se le había dañado en la montaña. Al poner las manos sobre sus piernas se dio cuenta de que no llevaba ropa. Tantas sensaciones peculiares acabaron de convencerla para que se volviera a tumbar.
El olor a comida la devolvió al mundo de los sentidos. Advirtió que se encontraba en una tienda cubierta por una robusta loneta marrón que se sostenía con un solo poste central; numerosas estacas que se hundían en un suelo arenoso tensaban la cubierta. La comida rebosaba en platos y fuentes de tosco barro decorados con finísimo oro, distribuidos a lo largo de una mesa cercana. Se habría zampado cualquiera de aquellos manjares.
Él colchón sobre el que estaba tumbada era amplio y cómodo, del tipo de los que siempre había soñado tener desde que la habían hecho escudero. La cama era de barras de latón moldeadas con formas atractivas, y coronadas en las cuatro esquinas por unas voluminosas esferas del mismo material. La colcha que cubría su agotado cuerpo estaba confeccionada por un innumerable mosaico de telas entrecosidas; las había nuevas y viejas, delicadas y ásperas. Al tocar uno de los remiendos de color vino tinto y recordar haber visto un tejido idéntico en una tienda de Specularum, se le dibujó una sonrisa en el rostro, lo que le provocó el doloroso estiramiento de una de las postillas.
Entrecerrando los ojos, Jo se contempló en una de las brillantes esferas de latón que tenía cerca. Su imagen distorsionada mostraba cortes y magulladuras, y los labios aparecían cubiertos de sangre.
Ante la idea de poder manchar la colcha, la apartó de una patada mientras buscaba por la cama algo con que limpiarse la sangre.
Encontró un trozo de tela blanca salpicado de manchas marrones. Se frotó los dedos, y luego se aplicó el paño al labio cortado y presionó hasta cortar la hemorragia.
Por alguna extraña razón, notaba que su pierna izquierda estaba en mejores condiciones que el resto de su cuerpo. Los vendajes eran recientes y, al igual que el paño que aún sujetaba, estaban cubiertos de manchas marrones. Jo encontró un pequeño frasco que contenía un ungüento de olor dulce –era lo que, sin duda, le habían aplicado sobre las heridas–, y sacando una pequeña cantidad se untó el corte del labio, con lo que el olor desapareció instantáneamente.
Cuando se sintió mejor, comenzó a preguntarse quién la habría recogido y por qué. Buscando sus ropas, además de algunas respuestas, se dirigió hacia un baúl de madera que estaba en el suelo y lo abrió. Sus ojos se agrandaron de asombro al descubrir un caótico montón de vestimentas de lo más diverso y lujoso. Al igual que la variedad de remiendos de la colcha de la cama, algunas de aquellas ropas habrían podido pertenecer a miembros de la realeza, mientras que otras tenían el aspecto de proceder de campesinos. Jo hundió el brazo hasta lo más profundo del baúl y extrajo un camisón de un azul brillante, adornado con un lazo blanco y bordado con delicadas perlas.