La prenda era de una suavidad tal que se le escapaba de entre las manos. Cuando se acarició con él la mejilla, sintió un frescor similar al que le proporcionaba un pañuelo de seda que había encontrado en Eirmont una noche de otoño a la luz de la luna. A pesar de la belleza de la prenda, no era vestimenta apropiada para un escudero.
Jo continuó rebuscando entre las ropas, y las fue amontonando con delicadeza en el suelo. Comenzó a impacientarse al ver que la pila aumentaba sin que encontrase nada adecuado para ponerse.
Descubrió finas camisas de seda con chalecos y pantalones a juego, bordados con símbolos heráldicos –de halcones y escudos– que desconocía. Había telas de saco que le hacían sentir un picorcillo en los brazos al tocarlas. También halló unos grandes rollos de cintas de cuero de colores negro y rojo, e imaginó que si se enrollaban en el cuerpo podían servir de vendas.
Finalmente sacó una cota de mallas de junturas tan finas que, dedujo, debía de haber sido labrada por un herrero elfo poseedor de la magia más refinada. Al levantarla, la cadena emitió un tintineo similar al de pequeñas campanas, y pudo ver su propia imagen reflejada cien veces en la malla. Sonrió con satisfacción mientras se echaba la cota al hombro y reanudaba su concienzudo registro del baúl.
La defraudó el no poder encontrar las partes restantes del atuendo elfo; sin embargo, sí halló grebas, hombreras y brazales metálicos, teñidos de un color rojizo que armonizaban perfectamente entre sí. No acertaba a adivinar de qué clase de metal estaban forjados, pero al probar su resistencia comprobó que no era capaz de doblarlos. Tal vez proviniesen del mundo de los elfos.
Descubrió también un par de botas en el fondo del baúl que se le ajustaban mejor que cualquier otro par que se hubiese probado nunca, incluso que las que tanto trabajo le había costado hacerse cuando era aprendiz. Le extrañó que tanto las botas como la armadura se ajustasen tan bien a su medida. Tenía la sensación de que sus salvadores habían llenado el baúl con cosas especialmente seleccionadas para ella.
Por último extrajo unos pantalones y una camisa a juego.
Contemplando aquellos ropajes con detenimiento, advirtió que coincidían en color y forma con los que llevaban los caballeros del reino de Penhaligon, a excepción de que la túnica carecía de la imagen de los tres soles dorados. El brillo de los brocados de aquellas ropas trajo a la memoria de Jo el celo con que Flinn guardaba sus atavíos. Flinn los había rasgado para vendarla cuando estaba herida.
Sonrió al recordar con qué cuidado ella había logrado remendar la preciada prenda hasta dejarla casi como nueva.
De repente, los vendajes de sus manos delataron la ausencia de Vencedrag. Aturdida, se olvidó del baúl y se sentó en la cama. Aquella espada había sido lo único que mantenía vivo en su memoria la imagen de Flinn, pero sus sentimientos se habían resquebrajado cuando se partió en dos. Dependía tanto de Flinn, en cuerpo y alma, que deseaba con ahínco que se cumpliesen las canciones de los bardos que anunciaban que algún día volvería, aunque sabía que era en vano.
Con gran resolución se despojó de las vendas, comprobó que apenas quedaba algo de sangre coagulada y postillas en las cicatrices, y se enfundó aquella indumentaria.
Se contempló en el reflejo de una de las esferas de latón. Todo se acoplaba a la perfección.
El olor de comida era demasiado intenso para resistirse. Se abalanzó sobre la mesa sin decidirse a qué hincarle el diente. Escogió uno de sus platos favoritos: pato en salsa de naranja. Cogiendo del plato un trozo, que aún estaba caliente, comenzó a devorarlo. Nunca había probado nada tan delicioso, ni siquiera cuando se dedicaba a robar manjares de las más refinadas mesas de Specularum. Mezclaba la fruta fresca con carne curada que había en una bandeja de latón, y todo lo regaba con abundante agua fresca que sorbía de una copa de barro. Comía y bebía y sólo paraba para respirar, con la certeza de no haberse sentido, en toda su vida, tan a gusto y segura.
Mientras comía otro trozo de pato, algo entre las prendas del baúl le llamó la atención. Acabó la comida y se dirigió a la pila de ropa.
Había un vestido muy sencillo, un tabardo confeccionado con una tela similar a la del brocado de su traje, pero de distinto color. Se pasó la túnica por encima de la armadura y se la ató con firmeza a la altura de su delgada cadera con el cinturón que tenía incorporado. El vestido cubría las hombreras e incluso llegaba a disimular las grebas de la armadura.
Deseaba encontrar las dos mitades de Vencedrag, pero no se molestó en registrar la habitación porque estaba segura de que se la habían llevado. Si al menos tuviese un arma con que protegerse…, aunque sólo fuese una daga. Echando un último y rápido vistazo a su alrededor, Jo se decidió a acudir al encuentro de sus salvadores. Con un profundo y prolongado suspiro, se dio la vuelta, y se abrió paso a través del faldón que comunicaba la tienda con el mundo exterior.
Jo se sentía desfallecida. Estaba demasiado cansada para importarle que el frío se apoderase poco a poco de su vida. El viento aullaba en sus oídos como una horda de perros salvajes, y notaba que el acero de Vencedrag le helaba las manos. Quería encender otra hoguera, pero vio que la madera que había recogido estaba bajo dos cuartas de nieve.
Con la poca fuerza de voluntad que le quedaba se levantó, utilizando el pomo de la enorme espada rota como muleta. Al moverse notó una terrible y agónica punzada de dolor en la pierna. Enseguida, se dio cuenta de la causa del dolor: algo le había mordido, y la carne del muslo estaba al descubierto. Observó cómo la sangre fresca producía un vaporcillo al gotear sobre un rojizo montoncito de nieve.
Pronto regresaría el animal que la había mordido.
Al levantarse se sacudió el hielo que se le había adherido a las extremidades y a la cara. Lo único que sentía era el punzante dolor que le provocaba el gélido viento. El esfuerzo que tuvo que hacer para erguirse la había dejado exhausta y sin fuerzas para abandonar las terribles laderas de la montaña que alimentaba a aquella bestia.
Apoyada en una roca de obsidiana, se esforzó en abrir y cerrar los ojos para que no se le desgarrasen por la congelación. Un rastro de huellas ensangrentadas le indicaba el camino de vuelta a la derruida Armstead. Pudo comprobar que la bestia estaba sola.
Jo se dijo que tal vez debería encaminarse al saliente de la montaña para tener más posibilidades. Con un violento movimiento del brazo, clavó una de las mitades de Vencedrag en la superficie helada de la montaña, y se incrustó la empuñadura de la espada en la carne de su mano. El agudo dolor la despejó ligeramente, aunque no sabía si prefería permanecer en aquel evasivo estado de indiferencia.
Intentando olvidarse del frío, el viento y el dolor, se agarró la pierna herida y, arrastrándola por la ladera, avanzó sobre las duras rocas de obsidiana de la montaña. El hielo que se le formaba en la cara le arañaba las mejillas y le resbalaba hacia el cuello, congelándole la piel. No paraba de tiritar. Volvió a clavarse en la mano la empuñadura de Vencedrag, y su agónico grito de dolor se esparció en el viento.
Se vio forzada a detenerse, pues la sangre que brotaba de la mano fluía por su costado en dirección a la pierna malherida.
Apoyando la cara en la cornisa de negra obsidiana respiró entrecortadamente con dificultad y tragó más polvillo helado que aire, lo que le provocó de nuevo una sensación de desvanecimiento.