Dejándose caer en el frío suelo, de repente percibió un aullido que transportaba el viento incesante. Intentó levantarse, pero no lograba sostenerse en pie.
La bestia de la montaña había vuelto. Era un perro salvaje, un carroñero que buscaba una presa fácil. El animal husmeó la sangre y clavó sus ojos en los de Jo. Ésta apenas podía moverse ante la acechante presencia de la bestia, que mostraba los colmillos mientras describía círculos a su alrededor.
Acto seguido, Jo se despertó ante la visión del perro dando lengüetadas a su pierna ensangrentada. Se había quedado inconsciente, y el perro la había dado por muerta. Atizó al animal con las dos mitades de Vencedrag, sin importarle el daño que podía hacerse a sí misma.
La parte de la espada que tenía el pomo se incrustó en la pata trasera derecha del animal, y la otra mitad de la hoja golpeó el pomo con tal fuerza que saltaron chispas. Con un aullido de dolor, el perro se precipitó rabioso sobre Jo, quien intentó en vano quitárselo de encima; el animal era demasiado voluminoso para sus menguadas fuerzas. Las fauces se cerraron sobre su cara y le desgarraron la mandíbula.
Jo emitió un grito de dolor y clavó sus propios dientes en el hocico del perro; mordió con la furia del miedo y de la rabia. Golpeó a la bestia con las dos mitades de Vencedrag y se defendió a base de mordiscos y gritos, sin que la abandonase aquella inevitable sensación de desfallecimiento.
Lo que encontró fuera de la tienda la dejó boquiabierta. Aquel lugar no tenía nada que ver con Mystara. Estaba plagado de tiendas.
Las había a cientos o incluso a miles; parecían no acabarse nunca y estaban separadas entre sí por caminos sembrados de hierba y senderos de arena. Daba la impresión de que la distribución había sido estudiada con detenimiento; tal vez se ordenaban con un criterio de iluminación o de color, pues, en la distancia, el enorme campamento se asemejaba a un campo de flores.
Jo giró sobre sí misma para tener una visión completa de las tiendas y se dirigió hacia un ancho camino de piedrecitas. Para no desorientarse decidió arbitrariamente que aquello sería el este.
Todas las tiendas estaban confeccionadas con el mismo tipo de lona que se usaba para las velas de los barcos, teñida de diversos colores e irregulares estampados. Frunció la nariz al percibir una tenue y peculiar fragancia, dulce y amarga al mismo tiempo, que provenía de los tintes de las telas. Aquel perfume se mezciaba con el aceitoso olor del suelo de las tiendas, dándole la sensación de pasear a través de un arco iris de aromas, cuyos arcos se separaban a intervalos regulares y se engalanaban con caprichosos tonos cromáticos. Al darse cuenta de que estaba completamente boquiabierta, cerró la boca con brusquedad.
Cada tienda lucía un símbolo sobre su entrada. Estos emblemas tenían la misma variedad de formas y diseño que los colores de las tiendas. La primera tienda por la que pasó mostraba un dibujo de dos cubos recubiertos de cubos más pequeños de infinidad de colores. La siguiente tenía la misma imagen pero los cubos más pequeños no tenían la profusión de colores de la anterior. Al llegar a la décima tienda, los cubos se habían transformado en dados que, a medida que seguía avanzando, parecían rodar, mostrando las diferentes combinaciones de sus puntos negros. De repente los dados se empequeñecieron y se multiplicaron, formando caprichosas figuras, triángulos y círculos irregulares.
Al llegar al final de la hilera, Jo observó que en el área adyacente las tiendas ya no eran multicolores sino totalmente blancas, y se extendían hasta el horizonte. Las placas de estas tiendas no lucían símbolo alguno, por lo que dedujo que debían de estar vacías. Se giró para contemplar el camino por el que había llegado hasta allí. Lo que le había parecido una senda totalmente recta, ahora mostraba tortuosas curvas que le impedían la visión. Se sentía como dentro de un gran laberinto, como el que rodeaba el castillo del duque Stefan, donde en una ocasión había podido despistar a un furioso panadero que la perseguía por haberle robado un poco de pan. Pero este lugar era infinitamente más grande que un simple laberinto de setos.
La última tienda decorada tenía un estampado de cuadros blancos y negros. La placa de la entrada en que se inscribía el emblema representaba el tablero de algún juego de mesa con la misma distribución de cuadros en blanco y negro. Jo recordaba haber visto a uno de sus antiguos maestros del gremio de encuadernadores de libros enzarzado en un juego con un tablero similar. Las piezas eran finas tallas de marfil que representaban formas de héroes y ejércitos. Se quedó contemplando el símbolo sin que el nombre del juego le viniese a la memoria.
Dejó a un lado la cuestión del nombre, y pensó en lo curioso que era aquel lugar interminable. Tal vez encontraría las respuestas que buscaba en el interior de aquella tienda.
Sin darle más vueltas, Jo separó el faldón de lona de la entrada y se introdujo en su interior. Esperaba encontrar una tienda parecida a la que había dejado, con una cama, una mesa y quizás hasta más comida… La sorprendió una total oscuridad y una asombrosa quietud.
La lona no desprendía ningún olor aceitoso, pero se percibía un ligero perfume a tabaco de pipa. Intentó retroceder, pero no hallaba el faldón de la salida debido a la oscuridad.
—Adelante –oyó que le decía una voz.
Jo tuvo un sobresalto, y sintió que el corazón se le aceleraba.
Paseó la mirada por la habitación, pero la oscuridad era impenetrable.
—Por favor, toma asiento –añadió la voz, que, lejos de ser alarmante, sonaba tranquilizadora.
Jo miró a su alrededor, sorprendida de que la voz pareciera venir de todas partes de la estancia al mismo tiempo.
Se encendió una luz blanca que surgía del techo e iluminaba una mesa con dos sillas elaboradas con un tipo de madera difícil de identificar. El sobrenatural tono del inesperado haz de luz la hizo desear estar en posesión de un arma, aunque sólo fuesen las dos mitades de Vencedrag. Desafortunadamente, el rayo de luz no mostraba la presencia de su interlocutor.
—¿Quién sois? –inquirió con cautela.
—Toma asiento –repitió la voz amablemente.
Sin encontrar nada que objetar, desarmada como estaba, accedió a la invitación y se sentó en la silla más cercana, con un suspiro de resignación.
De la oscuridad surgió un hombre con barba canosa y poco pelo en la cabeza. Sus ropajes, que eran del mismo tono negro del exterior de la tienda, sólo dejaban entrever su rostro y manos. Bajo el brazo derecho acarreaba una pequeña caja lisa, y de entre los dientes sobresalía la boquilla de una larga pipa.
Depositando cuidadosamente la caja sobre la mesa, el hombre se sentó, arrimó la silla y, sin mirar a Jo, liberó los dos cierres dorados de la cajita y la abrió con gran habilidad. De su interior surgió un tablero similar al que había en la placa exterior de la tienda.
—¿Deseas algo para beber? –le ofreció distraídamente.
Sin más preámbulos, alargó el brazo hacia la oscuridad; cuando éste volvió a hacerse visible, tenía la mano repleta de unas pequeñas piezas de metal pintadas de color oscuro, con diversas formas de cortesanos y soldados. Comenzó a distribuir las piezas por su lado del tablero. Acto seguido, volvió a alargar el brazo para asir una pequeña copa dorada llena de vino, cuyo aroma se esparció por la tienda. Se la ofreció sin mediar palabra.
—Gracias –consiguió murmurar Jo aceptando la copa, que estaba labrada con innumerables figuras geométricas.
El tablero se abarrotó de piezas por ambos lados con gran rapidez. Las de Jo eran de un plateado rojizo parecido al de su armadura.
—Éste es el juego de los Magos y Guerreros –dijo el anciano, mirándola por fin a los ojos–. ¿Conoces las reglas?