Выбрать главу

—¿Quién sois? –preguntó con todas sus fuerzas.

—Soy el que inspira a los que fabrican las armas. En algunos sitios se me conoce con el nombre de Vulcano –respondió el hombre–. Cuando acabemos con el vaciado, me presentaré ante el maestro armero de tu castillo para indicarle cómo debe completar el trabajo que hemos empezado. Pero antes debes participar en la forja de tu espada.

—¿Qué debo hacer?

Vulcano señaló el horno, que resplandecía con el centelleante brillo de su fuego.

—¡Entra!

—¿Qué…? –exclamó horrorizada–. ¡No puedo entrar ahí! ¡Me…!

—¡Entra! –le ordenó de nuevo.

Percibió el poderoso tono de voz de aquel hombre y la furia en sus ojos. No podía negarse a obedecerlo.

Se dirigió hacia el horno y se acercó hasta que el calor le quemó la piel.

—Entra –le ordenó por tercera vez.

Jo cerró los ojos y avanzó; percibía el fragor del fuego y el aullido del acero que se fundía en el corazón de la hoguera. Advirtió que aquel sonido la reconfortaba y se preguntó cuánto viviría para escucharlo. No pensaba en el calor.

Cuando abrió los ojos, estaba viva dentro del horno. Los chorros del metal fundido, que inundaban de un brillo anaranjado una estancia tan espaciosa como la sala del Castillo de los Tres Soles, fluían a su alrededor, como océanos de acero y plata que la conducían hacia un altar.

Siguió avanzando, y una extraña sensación la invadió; no era una sensación física sino impresiones del mundo de los recuerdos. El pasado hizo acto de presencia en su memoria. Recordó el momento en que sus padres la habían embarcado para que la vendieran en los talleres. Al dar otro paso, recordó cómo la habían expulsado del orfelinato.

Cada paso adelante le traía un nuevo recuerdo. Algunos eran dolorosos, lo que le daba una sensación de inseguridad para seguir avanzando. Otros eran agradables, y Jo no estaba segura de querer retroceder. Todas eran imágenes vividas y claras que reforzaban su espíritu y le templaban el ánimo. Los recuerdos eran tan reales como las experiencias que evocaban. Tenía la sensación de que podía detenerse en cualquier momento, quedarse en un lugar y vivir para siempre de la misma vivencia, pero no se rindió en su avance. Cuando estaba a pocos pasos del altar, la invadió el recuerdo de Flinn, que la tentó a detenerse y vivir con él para siempre. Con lágrimas en los ojos continuó, sabiendo que su destino la esperaba en otra parte.

El molde de la nueva hoja permanecía en el altar, lleno del metal de los crisoles. La empuñadura con las piedras de abelaat engarzadas, que centelleaban con el reflejo del fuego de la estancia, estaba acoplada a la nueva hoja.

En el calor del horno retumbó la voz de Vulcano, más alta que el ruido de la propia fragua.

—Cuando llegues a tu tierra, preséntate con esta espada ante la baronesa Arteris, y dile que debe bendecirla de la misma manera que su padre lo hizo con Vencedrag. El maestro herrero sabrá cómo completar la forja.

Jo asintió en señal de entendimiento.

—Esta espada te protegerá sólo a ti, Johauna Menhir, para que no perezcas al cruzar la puerta que separa los dos mundos. ¿Por qué nombre se la conocerá?

Jo asintió de nuevo, comprendiendo el verdadero significado de aquella pregunta. Sólo había una palabra en su mente que simbolizaba aquello que representaba el último objeto del deseo de un caballero. Al mirar hacia abajo, vio cómo los signos del Quadrivial adquirían forma en la hoja a medida que ésta se enfriaba. Por encima de los cuatro símbolos rúnicos apareció un quinto, que combinaba elementos de los demás pero mostrando su singular individualidad.

Conocía su nombre.

Paz.

3

La luz de un sol poniente despertó a Jo, que dormitaba sobre un lecho de crujientes hojas secas que se esparcían por la yerba.

Parpadeó, irguiéndose lentamente, y dejó escapar por su boca una nube de blanco vapor que se perdió en el frío aire. La nieve, si alguna vez había existido, había desaparecido, y sus heridas estaban curadas. Sintió un bulto bajo el brazo.

Allí estaba Paz, a su lado, envuelta en un paño de hule, del que sobresalía la empuñadura que había pertenecido a Vencedrag.

Acercando la espada a su regazo, desenvolvió con cuidado el hule. Se preguntó si lo que sentía en aquel momento –aquella tensión, aquella esperanza inquieta– tenía algo en común con lo que Flinn había sentido cuando Braddoc le había devuelto a Vencedrag después de tantos años. Intentó ponerse en el lugar del guerrero en el momento en que liberó los cierres de aquel hermoso estuche de madera rematado en plata. Había visto en aquella mirada una expresión en la que se mezclaban la esperanza de que la espada le llevaría la salvación y el miedo de que estuviese totalmente carcomida por aquella mancha oscura.

Paz reposaba sobre sus piernas. Vio el reflejo de sus ojos en la plata, que era de la misma tonalidad que la armadura que la protegía bajo la túnica. Experimentó la misma sensación de esperanza y miedo que había visto en el rostro de Flinn. No tenía miedo al Quadrivial. Era algo más grande: era miedo por el mundo; miedo de no poseer la fuerza, la sabiduría y el valor que el mundo necesitaba. No era ni siquiera un caballero y ya tenía las responsabilidades de un héroe.

Pensó en su mayor enemigo. Teryl Uro era un temible mago que tenía en su poder un arma terrible: el abatón, la puerta para entrar en el mundo de los abelaat.

Deseó que Karleah estuviese presente para reconfortarla y guiarla con su sabiduría. La anciana era la única maga de importancia que había conocido, y Jo había confiado en que acabaría destruyendo a Uro. Palpó la hoja de Paz, fría por el viento. Los bordes estaban todavía sin afilar y el metal sin pulir, lo que ocultaba su verdadera pureza cromática. Jo recordó que Vulcano le había asegurado que la espada formaría un escudo de protección ante los efectos mortales del corazón del abatón, pero también le habían asegurado a Karleah que la última piedra de abelaat la protegería, a pesar de lo cual había muerto. Sintió un escalofrío provocado por el miedo y se preguntó cuál sería la manera de destruir el abatón.

Pero Vulcano, quien, ya no le cabía duda, era un Inmortal, había fraguado a Paz. Ella había estado en la Sala de los Héroes, se había paseado por la Galería de los Caídos, y había convencido al herrero para que usase el metal de Vencedrag en una nueva arma con que combatir al peor de los enemigos del mundo. Paz no podía fallarle.

«¿De verdad conoces el precio?», retumbó la voz en su mente.

Parpadeó para aclararse las ideas y estiró el cuello para aliviar la tensión que le atenazaba la espalda. La armadura y las vestimentas le proporcionaban protección contra el frío viento. Había conocido lo que era pasar un invierno a la intemperie, en especial cuando vivía en las calles de Specularum. En aquel tiempo había perdido la esperanza de abandonar las callejuelas y encontrar la felicidad y la estabilidad. Sin embargo, había llegado a disfrutar de ellas en una ocasión.

Recordó las palabras de un curandero que había conocido en Entrada, que le había dicho que la vida era una balanza entre la esperanza y la desesperación. Volvió a envolver a Paz en su hule protector y sintió el entumecimiento de los músculos de las piernas al levantarse.

Tenía que volver a Penhaligon y presentarse ante la baronesa.

Con su ayuda y la bendición de sus gentes, Paz entraría a tomar parte en la inminente guerra.

Los guardianes de la Galería y la Sala habían cumplido su palabra; a juzgar por los ríos y cordilleras, Jo se dio cuenta de que estaba a tan sólo treinta kilómetros de Penhaligon, en los límites de los bosques de Cilmari. El cielo estaba cubierto por los mismos nubarrones que cubrían Armstead, pero eso no le impidió adivinar dónde estaba el norte. Dejando los bosques, se adentró en las llanuras de Cilmari, con Paz bien sujeta entre los brazos.