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Ismaíl Kadaré

El Ocaso De Los Dioses De La Estepa

CAPÍTULO I

Jugábamos al ping-pong al aire libre, cerca de la orilla del mar, hasta muy próxima la medianoche, porque había suficiente luz aunque las noches blancas ya hubieran pasado. Las últimas partidas, es decir, pasadas las once y media, las disputaban quienes tenían mejor vista; entretanto los demás, apoyados en la balaustrada de madera, observábamos el juego y corregíamos los errores de tanteo. Después de las doce, cuando todos se iban y sobre el tablero no quedaban más que las raquetas, que a menudo encontrábamos por la mañana empapadas por la lluvia nocturna, yo no sabía qué hacer, nunca tenía sueño. Paseaba un rato por los jardines de la casa de reposo, antaño propiedad de un barón letón, iba hasta la fuente de los delfines, regresaba después hasta la casa sueca y por fin salía a la orilla del Báltico. Pero las noches eran muy frías y resultaba imposible permanecer allí mucho tiempo.

Esto se repetía casi todas las noches. Cuando no llovía, las horas de la mañana y de la tarde transcurrían con rapidez entre el baño y tomar el sol, pero las noches continuaban siendo aburridas. La mayoría de los que pasaban allí sus vacaciones eran de edad avanzada, casi todos personajes y gentes conocidas, lo que no impedía que sus noches fueran monótonas y que yo, el único extranjero allí, me sintiera bastante desplazado.

Al aproximarse la caída del sol salíamos con nuestras cámaras fotográficas a la orilla de la playa y ajustábamos las lentes para atrapar aquel instante crepuscular. El mar adquiría por las tardes coloraciones distintas y nosotros nos esforzábamos por recoger en nuestras películas toda la sucesión de tonalidades que se nos ofrecían. Con frecuencia, alguna pareja que paseaba por la orilla invadía el campo visual de los objetivos y cuando revelábamos la película aparecía como una pequeña mancha, perdida e insignificante, en aquella extensión ilimitada. Después de la cena, nos reuníamos en torno a la mesa de ping-pong y yo, persiguiendo con los ojos la pequeña pelota blanca que iba y venía de una mitad de la mesa a la otra, sentía cómo mi propio ser establecía lentamente una suerte de sincronía con sus movimientos. Me esforzaba en vano por escapar a aquella hipnosis y sólo de cuando en cuando, en breves momentos de rebeldía, lograba liberarme de la servidumbre de la pelota de plástico, en cuyos breves saltos, en sus propias dimensiones y hasta en el sonido que emitía al chocar con el tablero, me parecía encontrar algo idiota. En aquellos fugaces instantes de lucidez, por tanto, volvía de pronto la cabeza hacia la costa y cuantas veces realizaba ese movimiento sonámbulo, alentaba cierta esperanza de encontrar por fin, allá en la orilla, algo distinto de lo que había visto la tarde anterior. Mas la orilla del mar era implacable bajo el ocaso. No proporcionaba otra cosa que su obstinado panorama, repetido quizá desde el inicio de los tiempos: siluetas de parejas que la recorrían muy despacio. Procedían sin duda de otras casas de reposo y se alejaban hacia los costados de la nuestra, en direcciones que a mí se me antojaban misteriosas, allá donde las playas adoptaban los nombres de las estaciones del tren eléctrico, unos nombres con sonoridades y acentos insólitos, como Xintars, Majori, Dubulti. Ya me había topado antes con aquellos nombres en frascos de perfume o de crema facial en los escaparates de las tiendas de otras ciudades, pero jamás se me hubiera ocurrido que pudieran pertenecer a estaciones o centros de vacaciones.

En las horas tardías, conscientes de la imposibilidad de dormir, los viejos permanecían largo tiempo en los bancos envueltos en la oscuridad. Mientras paseaba, oía sus susurros y sus toses secas aquí y allá, o el repiqueteo rítmico de los bastones alejándose hacia la casa sueca, donde dormían los más viejos y los más notables.

Deambulaba y me preguntaba cómo era posible que casi todas las personas que descansaban allí fueran escritores de fama, en cuyas obras se encontraban con frecuencia dedicatorias mutuas. A casi todos los niños que correteaban armando jaleo durante el día les estaban dedicados versos y relatos escritos por sus padres y era notorio que algunos de ellos lo sabían. En cuanto a las mujeres, ya entradas en años, que después de la cena entablaban unas con otras interminables conversaciones, yo sabía que muchas de ellas, jóvenes y hermosas, caminaban con tacón alto por las páginas de algún libro, ocultas tras las iniciales D., V. o N. o simplemente tras un: ella. En ocasiones, en los libros escritos por mujeres, también se escondían hombres tras las iniciales, aunque eso sucedía muy rara vez y esos hombres solían padecer ahora del estómago y reclamaban alimentos de régimen en el comedor.

A veces, por las tardes, iba hasta la oficina de correos con la esperanza de que la línea telefónica con Moscú estuviera libre y así poder hablar con Lida Snieguina. Pero por lo general estaba cargada, de modo que la conferencia debía pedirse con un día de anticipación para tener la seguridad de enlazar.

Lida era la muchacha con quien salía últimamente en Moscú. Había acudido a despedirme a la estación de ferrocarril aquel día torvo en que había partido en dirección a Riga. Antes de la salida del tren, mientras paseábamos lentamente por el andén mojado como la mayoría de los que iban a separarse, ella me dijo sin mirarme que a veces resultaba doloroso salir con extranjeros, sobre todo con extranjeros de países lejanos. Cuando yo le pregunté la causa, me contó algo sobre una amiga suya que mantenía relaciones con un belga y que éste se había marchado de pronto, sin despedirse siquiera. Puede que no todos los extranjeros sean así, dijo, pero la verdad es que a menudo desaparecen de repente. Eso es al menos lo que he oído decir.

Naturalmente, yo debía darle alguna clase de respuesta, lo malo era que el escaso lapso que restaba hasta la salida del tren resultaba a todas luces insuficiente para dar cabida a una disputa, por leve que fuera, junto con su correspondiente reconciliación. Debía por tanto elegir: o la disputa, o las palabras de conciliación. Me decidí por la segunda alternativa: me tragué el despecho y le dije que, en cualquier circunstancia y como quiera que sucediese, yo nunca me degradaría a desaparecer como un ladrón. Quise añadir que procedía de un viejísimo país balcánico, poseedor de formidables leyendas sobre la palabra dada, pero puede comprenderse que el tiempo que nos quedaba no dejaba de acortarse, y a estas alturas daba de sí en el mejor de los casos para unas cuantas aclaraciones; en ningún caso para relatarle la triste leyenda de Costandin y Dorutina, que me vino a la memoria.

Me gustaba hacer solo el trayecto desde la casa de reposo hasta Correos y viceversa. Era un itinerario sin nada de particular, diría incluso que desolado, flanqueado por unos cuantos cañizales, montículos de arena y grandes cardos. Sin embargo, igual que algunas mujeres quienes sin ser hermosas poseen un atractivo oculto, aquel camino tenía la facultad de estimular mis pensamientos.

Era la segunda vez que pasaba unas vacaciones en una casa de reposo para escritores y conocía ya muchas de las costumbres e intimidades de sus moradores. El invierno anterior había estado unos días en Yalta. Mi habitación entonces era colindante con la de Paustovski. Éste mantenía la luz encendida hasta pasada la medianoche y todos sabíamos que estaba escribiendo sus memorias. Cuantas veces salía yo al pasillo, me encontraba con el tutor de nuestro curso, un tal Ladonshikov, que se alojaba también allí sin otro fin que espiar la luz en la habitación de Paustovski, que suspiraba, se daba golpes en el pecho y, como si anunciara la cosa más siniestra, le decía a todo el que se tropezaba en el pasillo que él, es decir Paustovski, estaba resucitando en sus memorias a todos los judíos. De Yalta me había quedado en el recuerdo una lluvia incesante, la mesa de billar donde yo no hacía más que perder, unas inscripciones tártaras y aquella envidia perenne en el rostro vulgar de Ladonshikov, siempre solemne y desvelado por los destinos de la patria. Yo había imaginado que la vida en la residencia de Riga resultaría más animada, pero me encontré allí con parte de los residentes de la de Yalta, la mesa de ping-pong sustituyendo a la de billar y una lluvia intermitente que recordaba la frase de Pushkin de que los veranos del norte no son más que una caricatura de los inviernos del sur, de modo que la repetición de las caras, las conversaciones y las iniciales (faltaba tan sólo Paustovski y, sorprendentemente, Ladonshikov) empujaba a creer que todo se reanudaba. Aquella vida tenía algo de estéril, de antológico, o puede que se tratara únicamente de una impresión, ya que, al igual que en Yalta, también aquí me parecía estar viviendo en un mundo extraño, unos días híbridos, donde la muerte y la vida se mezclaban, se fundían la una en la otra, como en la vieja leyenda balcánica que no había logrado relatarle a Lida Snieguina. Esta sensación procedía de una suerte de confrontación que sin proponérmelo establecía yo entre aquella gente y los personajes de sus novelas y sus dramas, que conocía bien. El endiablado deseo de comparar las palabras, los gestos, incluso los rostros de los creadores con los de sus propios personajes se había tornado incontenible para mí desde un día del invierno anterior, en Yalta, cuando mi cerebro descubrió por primera vez, como una revelación, que la mayoría de los escritores soviéticos contemporáneos no mencionaban casi nunca el dinero en sus obras. Era una especie de símbolo. Ahora en Riga, observaba que no era sólo el dinero sino muchas otras las cosas que no aparecían en sus obras, y viceversa; innumerables los aspectos a los que dedicaban capítulos y actos enteros que sin embargo no ocupaban lugar alguno en sus vidas. Esta discordancia provocaba en mí un estado de disgusto permanente. Era una dicotomía del mundo que tenía algo de anormal, de temeroso diría incluso, y me hacía pensar con insistencia en el Museo de Ciencias Naturales donde había visto seres deformes sumergidos en alguna solución dentro de frascos de vidrio.