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Caminaba ahora por el tramo más oscuro del pasillo. No se veía nada, como no fueran las placas de bronce de la inmortalidad, que todos ellos, tenían la plena certeza, soñaban con ver un día sobre sus puertas, aquellas puertas de pacotilla pintadas con pintura común al aceite. «Aquí, de 1958 a 1960, habitó el ilustre Abdulahanov». «Aquí de 1955 a 1960 habitó…» Espera, estuve a punto de gritar. Bajo una puerta próxima, igual que líquido derramado, se filtraba una luz pálida. Era la habitación de Anatol Kuznechov, y se trataba sin duda de la luz que había visto desde lejos en el taxi. De modo que Kuznechov ha vuelto de vacaciones antes que yo. Si me hubieran dicho un momento antes que había una persona conocida en aquel Sáhara de siete plantas, habría corrido como un loco hacia él… Una palabra, hermano, una palabra en este mutismo. Pero me imaginé los ojos del autor de La continuación de la leyenda, dos pequeñas rajaduras tras los gruesos vidrios de sus gafas y dejé caer la mano con que estaba a punto de llamar. No me agradaba aquel hombre, como no me agradaba Yuri Goncharov, del que uno de los Shota afirmaba era el más eminente escritor de todas las tierras bañadas por el Volga, mientras el otro insistía en que se trataba de un simple confidente. Comencé a descender las escaleras lentamente. En cierto momento me pareció oír voces ahogadas y me detuve a escuchar. Pensé que quizá Kuznechov estuviera leyendo en voz alta lo que había escrito. Al llegar a la quinta planta el murmullo se repitió. Era un gargajeo sofocado, que me obligó a detenerme de nuevo. Parecía haber regresado alguno de los ocupantes de las habitaciones de ese piso, cuyas ventanas debían de dar al patio interior. Eché a andar por el pasillo en penumbra con la esperanza de que se tratara de alguno de mis conocidos. Por fin, gracias a la luz que se filtraba bajo una puerta, encontré la habitación. Era en efecto, una de las que se asomaban al patio interior, pero no sabía quién la ocupaba. En esa planta se alojaban los estudiantes del cuarto y quinto cursos y alguno del curso superior. Me detuve unos instantes ante la puerta cerrada, intentando recordar a quién pertenecía la habitación.

Volvió a oírse una voz en el interior y al instante recordé que allí es donde se alojaba el chino Ping, a quien los estudiantes habían apodado «Que se abran cien flores», aunque su cara podía recordar a cualquier cosa menos a las flores. Debía de estar leyendo en voz alta. Junto con su rostro recordé su forma de hablar y al instante me dije que quizá fuera más fácil entender el ruso de un pájaro carpintero que el suyo.

Me alejé y continué bajando las escaleras. El resto de los pisos estaba completamente muerto. En la entrada, tía Katia volvió a echarme una mirada de pocos amigos. Mientras salía, me di cuenta de que nunca había necesitado su cordialidad como aquella noche. Ella podría recuperar después la afabilidad que la caracterizaba, la solicitud que la mayor parte de las babuchkas rusas nos demostraban a nosotros los extranjeros, ella podría volver a tratarme con su habitual dulzura, pero yo no le perdonaría jamás la frialdad de aquella noche.

Al llegar a la calle comprobé que la lluvia había cesado. En la parada del trolebús había poca gente. Sentí vibrar los cables y vi desde lejos al ciervo parsimonioso de los sueños, con la cornamenta alzada, acercándose en la semioscuridad.

Descendí del trolebús en la plaza Pushkin. La calle Gorki estaba como siempre muy iluminada y llena de animación. El tramo comprendido entre el edificio de Izvestia y el hotel Moscova, la acera derecha sobre todo, era el lugar de paseo preferido por los residentes del Instituto Gorki. Se debía quizá a que la vieja casa de Herzen, convertida en sede del Instituto, se encontraba precisamente en la confluencia del bulevar Tverskoi con la avenida principal de Moscú.

Sobre la fachada del edificio de Izvestia, el noticiario luminoso mencionaba cierta exposición, el nombre de Nixon. Ah, debe de ser la exposición norteamericana del parque Sokolniki, pensé. Podrían leerse también noticias de Ucrania, de los Urales, una partida o un regreso de Jruchov del extranjero, pero me mareé intentando leerlo y di media vuelta. En el Cinema Central ponían Las noches de Cabiria, que yo había visto en Riga. Una gran multitud se agolpaba a la entrada. Maquinalmente volví de nuevo la cabeza hacia la fachada del Izvestia. En el aeropuerto, Nikita Jruchov había sido recibido por el presidente del Presidium… Pero Lida Snieguina no había acudido a recibirme a mí al Riyski Vokzal. Estaba en verdad deprimido. En la acera frente al cine había un kiosco con numerosas cabinas de teléfono. No estaba enfadado con Lida sino sencillamente triste cuando entré en una de ellas. Introduje la moneda, marqué el número y esperé. El receptor despedía un olor acre a tabaco. Se me ocurrió que alguien debía de haber roto para siempre con alguien a través de aquel teléfono un minuto antes, de lo contrario no tenía explicación aquel olor tan nauseabundo. Quise colgar de inmediato, desprenderme del instrumento siniestro, sin embargo no hice ningún movimiento, me limité a esperar. Los intervalos entre los pitidos eran muy largos. Intenté imaginar los andares de Lida en dirección al teléfono, pisando (no se por qué) con tacones altos sobre la alfombra, aquel reflejo retozón en los cabellos y el cuello erguido, incompatible con la vulgaridad. Fueron precisamente sus cabellos y su cuello, de los que parecía desprenderse de forma continua una descarga eléctrica, lo que atrajo mi atención por vez primera durante una velada en el Instituto Gorki, mientras ella bailaba con un georgiano. Sabía que los cuellos de las personas eran tan característicos como sus rostros, incluso había oído decir que los alemanes, después de inventar el método de fusilamiento con un tiro en la nuca, para que los ejecutores no vieran el rostro de las víctimas, se habían encontrado más tarde con el problema de los cuellos, los cuales, aun careciendo de ojos y boca, resultaban tan expresivos como las caras y ejercían prácticamente el mismo efecto psicológico sobre los verdugos. A pesar de ello, durante las semanas posteriores a nuestro encuentro me sorprendía no descubrir en ella nada distinto de la impresión que me había producido su cuello la noche que nos conocimos. Delicado, terso, de distante desenvoltura, más allá del jabón y de la cosmética, aquel cuello expresaba toda la frialdad y a la vez toda la ternura de esa muchacha, si a la reserva pudiera llamársele frialdad y ternura a la pasión.

Ignoro por qué, pero desde el instante en que comencé a seguirla con la mirada sentí que sobre aquel cuello tan hermoso como el de un cisne pesaba una permanente amenaza. Puede que fuera ésta la forma en que se manifestó al comienzo mi interés por ella, o puede que ella tuviera alguna suerte de vínculo con todo lo que había visto y oído en los pasillos de la residencia de Butyrski. El caso es que yo sentía que el cuello de Lida Snieguina estaba amenazado tanto por los dientes del ruidoso Abdulahanov, como por los del susurrante Kiuzengueshi.