En torno imperaba el bullicio acostumbrado en una velada de baile en el Instituto Gorki, aquel color peculiar debido al contraste entre la gloria inmortal de la literatura y sus representantes vivos, que a veces bailaban mal, balbuceaban o decían banalidades. Sabía que la verdadera vida de esas veladas se limitaba a las primeras horas, mientras las muchachas asistentes estaban aún fascinadas ante la expectativa de conocer por fin a ciertos escritores. Y los Goethes y los Villons, sus parejas de baile, las rodeaban: la gloria estaba allí, tan próxima que no sabían hacia dónde volver los ojos. Te presento a mi amigo Piotr Reutski, es poeta. ¿Has leído La mañana de los abedules? Aquí tienes a su autor. ¿Ah, sí? Sí, el mismo. Todo esto flotaba en un halo de sobrentendidos, en la ilusión de que el simple hecho de relacionarse con los escritores podría convertirlas en personajes, proporcionarles quizá el derecho a ver sus iniciales inscritas a la cabeza de un poema o un relato, por no mencionar los diarios póstumos, la publicación de la correspondencia íntima, las memorias, los archivos…
Transcurría aún la primera fase de la velada (pues en la segunda mitad la verdad iba descubriéndose poco a poco y llegaba un momento en que las muchachas comenzaban a mirar a sus parejas con desprecio e intentaban desasirse de sus brazos; había llegado incluso a suceder, como fue el caso de Nutfula Shakenov, que la muchacha abofeteara al mismo con cuyo nombre había soñado dos horas antes entrelazar al suyo para ser recordados por los siglos de los siglos, grabados ambos en sus tumbas, junto a los versos que él le habría dedicado: recuerdo aquel mes de abril, aquel frío abril de Kara-Kum), transcurría por tanto aún la mitad color de rosa de la velada y sin embargo ella, Lida Snieguina, lo observaba todo con un desdén manifiesto. Parecía arrepentida de haber acudido, mientras una amiga suya llegaba al colmo de la excitación. Oh, es curioso, me contó Lida después, cuando ya habíamos trabado conocimiento, es una chica interesante, pero siente una pasión demencial por los escritores. Ese de ahí es un prosista, ¿no es verdad?, me dijo señalando con la mano a un tal Kurganov. Cuatro meses esperó mi amiga a que publicara un relato que debía referirse a ella. ¿Y sabe cómo terminó todo? El relato efectivamente se publicó, pero la protagonista de la historia era una ordeñadora del koljoz «El camino leninista». Sin embargo, créame, mi amiga quedó satisfecha, pues él la convenció de que en realidad tras el personaje de la ordeñadora se ocultaba ella misma. Yo a eso lo llamaría…, no sé ni yo misma cómo lo llamaría. ¿Y usted?¿No será también usted escritor?
¡Ah, no!, palomita, me dije, es tarde para que caiga en la trampa. Había que ser verdaderamente torpe para no comprender que no sentía la menor simpatía por los escritores, hasta puede que se hubiera aproximado a mí precisamente porque le había parecido que no era uno de ellos. No, le respondí con la cabeza. Le conté algo relacionado con el cine, arrepintiéndome al instante por no haber elegido una profesión todavía más alejada de la literatura, como por ejemplo jugador de ping-pong o egiptólogo. Me preguntó si no estudiaría para guionista o dialoguista, y yo, para ponerme al abrigo de todo riesgo, le susurré algo sobre la traducción de películas, es decir, de los subtítulos aunque, en realidad, no es exactamente así sino… De haber continuado, habría acabado encargándome del mantenimiento de las luces durante el rodaje, pero la música cesó y ambos nos separamos.
Durante la siguiente pieza le dije riendo que resultaba un tanto chocante que ella expresara con tanta franqueza su falta de simpatía por los escritores precisamente allí, en su propia fortaleza. Se encogió de hombros y me explicó que en realidad amaba tanto la literatura como a los escritores… muertos, pero a los vivos… quizá porque había conocido a un par de ellos, o puede que por culpa de su amiga… no le habían gustado… pero… los muertos… Otra vez los vivos y los muertos, pensé, cabalgando sobre la misma montura, como en la balada de Costandin y Doruntina. Aquella tarde surgió en mí por vez primera el deseo de contarle la vieja leyenda de la palabra dada. En realidad ni yo mismo sé con certeza qué fue lo que me impidió hacerlo.
Entretanto, su amiga, con evidente satisfacción, bailaba a nuestro lado con Kurganov, y yo le dije a Lida que seguramente él le estaría prometiendo hacerla aparecer en una novela, y luego en la novela encarnaría a una vicepresidenta de koljoz o a una activista social de cabellos grises que representaría a la República Socialista de Bielorrusia en cualquier conferencia por la paz.
Lida se rió de buena gana y a mí me pareció el momento más adecuado para pedirle su número de teléfono. Luminoso, como un collar de seis perlas relucientes, el número salió de la profundidad misteriosa de su ser, de la profundidad de sus caderas, de sus piernas rectas, de su bajo vientre, de su pecho, cuello, labios: aguzado por el tránsito a través de toda ella, compuesto de media docena de cifras mágicas mediante las cuales, haciendo girar un pequeño disco de acuerdo con un moderno rito, yo reclamaría su voz en el universo. Estaba más cansado que un buscador de perlas y, cuando por fin su amiga y ella se marcharon acompañadas de Kurganov, me dije que era verdaderamente una de las muchachas más interesantes que había conocido, pero albergaba cierta reserva, temía que fuera un poco fría. Sin embargo, cuando pasados unos días le telefoneé por vez primera y con una voz cálida y algo adormilada ella me dijo: «Estaba esperando que me llamara», sentí que mis prevenciones eran injustificadas. Nos estuvimos viendo durante los meses de abril, mayo y una parte de junio, hasta el comienzo de las vacaciones veraniegas (era estudiante de Medicina), y cuantas veces le telefoneaba pensaba que, sorprendentemente, ciertas muchachas poseían en su ser mismo, en sus pulmones, quizá en sus cuerdas vocales, cierto mecanismo que hacía pasar su voz del estado normal al amoroso. Era, por decirlo así, una especie de transformador de corriente.
Todo esto lo pensé en el interior de la estrecha cabina telefónica, durante los intervalos entre las señales, aspirando aquel olor acre de cigarrillos Ruptura. ¿Cómo no se les había ocurrido ese nombre? Sería sin lugar a dudas una de las marcas preferidas: cigarrillos Razluka, Ruzalka, Riyski Vokzal.
La imaginaba aún caminando hacia el teléfono con aquellos andares suyos erguidos y mi imaginación rasgaba sin piedad el pasillo de su casa, lo estiraba como Procusto, con el fin de justificar su tardanza, su interminable caminar. Por fin, la moneda de quince kopecs cayó en el vientre del aparato, o mejor dicho en el fondo de mi estómago, pesada como el plomo, igual que una vieja moneda del reino de Herodes.
¡Halo, halo!, reclamaba al otro extremo una voz débil. Era su abuela quien, tras un breve esfuerzo, qué, quién, ah, Lida, llegó a hacerme entender que se había ido a Crimea.
Salí de la cabina y después de atravesar la plaza Pushkin, eché a andar por la acera derecha de la calle Gorki, donde grupos de jóvenes vestidos a la moda solían pasar horas enteras persiguiendo con la mirada a las chicas bonitas. A mi espalda, sobre la fachada del edificio de Izvestia, el anuncio luminoso continuaba deletreando noticias. Jruchov se preparaba para un nuevo viaje. Últimamente la prensa había comenzado a llamarle Nikitushka o Nikitinka, utilizando los diminutivos cariñosos reservados a los héroes populares como Ilia Muromec y demás. Siempre que había intentado utilizar con Lida apelativos cariñosos como Lidushka o Lidochka, había provocado una oleada de risas a causa del acento, que yo colocaba no sobre la primera sílaba sino sobre la segunda, de acuerdo con la fonética de la lengua albanesa. De modo que Lida se encontraba ahora en pleno veraneo, del mismo modo que yo hasta pocos días antes, en Dubulti. A medida que caminaba sentía un deseo irrefrenable de hablar con alguien aunque fuera por teléfono. Cambiar dos palabras sobre el tiempo, el verano, no importa acerca de qué ni con quién, daba igual quién fuese, incluso con una estatua (ah, si se las pudiera llamar por teléfono). Ante mí se alzaba el gran edificio de la Central de Correos. Brigita, pronuncié para mí el nombre de mi amiga letona. ¿Cómo no se me había ocurrido antes telefonearle? Subí casi corriendo las escaleras del edificio. Brigita había abandonado Dubulti dos días antes que yo. Ahora debía de estar en su casa de Riga, uno de aquellos pisos viejos, sólidos, con la gran estufa de cerámica ocupando casi toda una pared y los pesados muebles de madera de roble. Me gustaba esa ciudad, donde ya habrían comenzado los fríos, con sus edificios grises, sus chaflanes con miradores que parecían yelmos de caballeros y sus calles de empedrado secular, cuyos nombres finalizaban casi siempre en «baum».