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Di el número de teléfono y me senté a esperar en uno de los bancos. Las voces serpenteantes de las telefonistas repetían a través de los altavoces nombres de ciudades lejanas, algunas de las cuales, no sé bien por qué, creía hace tiempo desaparecidas. Escuché el nombre de Magadán, Astracán y otros aun más fabulosos (se diría que podía telefonearse desde allí a toda la Horda de Oro) y sentí que una especie de lasitud me inundaba el cuerpo entero. Pensé que Kiuzengueshi telefoneaba sin duda desde allí a sus tundras grisáceas al caer la tarde, tranquilizándolas con un susurro secreto y haciéndoles quién sabe qué promesas a aquellas horas del ocaso, cuando pocos pájaros vuelan bajo sobre ellas, sobre aquel crepúsculo entristecedor que se prolonga durante seis meses.

Puede que Brigita esté todavía en casa y no se haya ido a pasear por esas calles con «baum», pensé. A lo largo de la última semana de mi estancia en Riga había hecho mal tiempo y la lluvia nos había obligado en bastantes ocasiones a meternos en cines donde ponían películas que ya habíamos visto, en cafés de los que acabábamos de salir y en algún caso en pequeñas iglesias protestantes, en las que aún se celebraban servicios religiosos. Habíamos ido varias veces a Xintars y a aquellas otras estaciones con nombres del mundo de los cosméticos, y ahora el aroma de sus cabellos, el de la pasta de dientes y el de sus labios, que ella se pintaba muy discretamente, lo justo para que no se le agrietaran con el viento del mar, se mezclaba hasta confundirse en una sola percepción con las estaciones de ferrocarril.

Una de las telefonistas pronunció mi nombre. Entré en una de las numerosas cabinas, repetí infinidad de veces halo, halo, escuché después palabras en letón, que naturalmente no comprendí en absoluto, mientras en la cabina vecina una voz áspera hablaba con Samarkanda, o puede que con el mismo Kara-Kum. A continuación se introdujo en mi línea otra voz, una lengua desconocida, un parloteo breve, y de nuevo me pareció escuchar frases de letón, seguidas de otras voces quejosas, lejanas. Casi perdidas las esperanzas en medio de aquel embrollo continental, lancé su nombre que fue de inmediato devorado, rasgado, pulverizado, absorbido por la arena, el barro de los pantanos, la taiga, las auroras boreales, y en la superficie no quedó nada más que un hambre gris que seguía reclamando otros nombres, quizá el mío propio, con un lamento estremecedor. Colgué el teléfono y salí apresuradamente del edificio. Mientras me abría camino entre la multitud, comencé a sentir un dolor de cabeza insoportable, un violento latido en las sienes, bum, bum, como si las calles de Riga me estuvieran golpeando con las porras de goma de sus terminaciones en «baum, baum».

En Ohotni Riad la muchedumbre oscura, mojada, parecía comprimirse entre la construcción maciza de la Comisión del Plan del Estado y el hotel Moscova. A lo lejos se percibía nebulosa la silueta del Bolshoi y un poco más allá, levemente salpicado de luz azul y violeta, se alzaba el viejo edificio del hotel para extranjeros, el Metrópolis, ante el cual la policía realizaba repetidas operaciones de limpieza de prostitutas. Aminoré el paso, dudando si regresar por la derecha, por Kuznecki Most o tomar la estrecha y ruidosa Petrovka o bien ascender hacia la plaza Roja. Cualquier paseante solitario habría escogido la primera dirección, mas, curiosamente, continué avanzando hacia la plaza que todo el mundo que no ha estado en Moscú imagina el centro de la capital. En realidad, caminando por las tardes en dirección a la plaza Roja, cualquiera se da cuenta de que la corriente humana de la calle Gorki va a morir en sus cercanías, de que la multitud va clareando y de que son muy escasos los transeúntes que continúan hasta la plaza secular, con dificultad, como llega la sangre hasta el cerebro de un hipotenso. Si frente al Kremlin no se encontraran los gigantescos almacenes Gum, ésta sería sin duda una de las zonas más desoladas de Moscú.

El Gum debía de estar aún abierto, pues en la acera que lo flanqueaba había mucha animación. Al otro lado, delante del Museo Histórico, no se veía un alma. Continué caminando con progresiva lentitud hasta llegar a la plaza. Si por la calle Gorki tenía oportunidad de pasar casi diariamente y con parecida frecuencia por la plaza Sverdlov, Arbat o el bulevar Tverskoi, incluso por la plaza Dzerzinski, donde comenzaba la línea 3 del trolebús que llegaba hasta Butyrski, por el contrario muy rara vez llegaba hasta la plaza Roja y sólo si era domingo. Tal vez que mi escasa inclinación a hacerlo se debiera al desengaño que tiempo atrás había experimentado al contemplar por vez primera la muralla rojiza del Kremlin. Había algo incompleto, apático, una ausencia de drama en aquellos muros bajos de ladrillo y en las torres que se alzaban desdeñosas aquí y allá. Puede que me lo pareciera a mí por haber crecido en una ciudad, en el centro de la cual se levantaba una fortaleza de casi cien metros de alto, con las torres envueltas a veces entre las nubes, de murallas cenicientas y amenazadoras de las que incluso ahora, mil años después de su construcción, se desprendían a veces enormes bloques de piedra que rodaban desde lo alto como rayos, aplastaban casas y mataban personas. Por el contrario, de aquella extensión adormecida de los muros del Kremlin, de aquella ausencia de dinamismo emanaba una mansedumbre rojiza que empobrecía cualquier esfuerzo imaginativo. Ningún caballero impetuoso, con la Luna iluminando su casco de acero, podía llevar mensaje alguno a las puertas de aquel castillo; sólo franqueaban sus portalones los monjes de gestos parsimoniosos del monasterio de la Trinidad, con sus mantos de piel, hablando en eslavo antiguo en compañía de falsos Dimitri, para hacer la historia de Rusia.

Algo de esto pensé confusamente mientras caminaba junto a los muros de la vieja fortaleza. Bajo la iluminación apenas azul, las cúpulas armoniosas de la iglesia de San Basilio parecían a veces turbantes musulmanes, otras burbujas multicolores, infladas por el soplo de una boca gigantesca. En la mitología eslava se hablaba de una cabeza monstruosa que, sola en medio de la estepa, soplaba así, hinchando sus enormes carrillos para provocar tormentas de arena. Este huracán derribaba a cualquier caballero que osara aparecer en el horizonte. Siempre que leían algo acerca de aquella cabeza me estremecía de terror aunque la muerte que provocaba no fuera sangrienta ni misteriosa. Pero quizá fuera precisamente eso lo que me hacía estremecer: esa aniquilación provocada por un hálito de viento y barro, en mitad de la llanura muda y rasa, de la que no emergía más que la cabeza. Semejante mitología es preferible no tenerla, decía a veces Maskiavicius. Es una mitología de estepa y polvo. Desmedrados dioses eslavos. ¡Ah, que leyendas poseéis vosotros, los balcánicos, igual que nosotros los lituanos! Pero qué quieres, el realismo socialista no nos permite escribirlas. Así hablaba Maskiavicius. Sin embargo no era una persona seria y lo que decía un día ya no lo mantenía al siguiente.